Teoría Constantinopla


Preparaba un corte que Ó trajo del desierto. Mientras descongelaba la carne llegó a la cocina del hotel un canadiense animoso. Dijo que huía del crudo frío de Ottawa. Tendría 55 años. Hablaba un perfecto castellano que aprendió, según dijo, en la India. Se me hizo rarísima la referencia.
El canadiense era un monólogo. Creo que los hombres monólogo son de lo más triste que hay. También los hombres fisgones, como yo.
Sazonaba la carne con especies finas cuando me animé a preguntar el oficio del canadiense. Profesor de historia, señaló, pero mi pasión es la pintura. Pinto pasajes de la historia romana, principalmente su caída a manos de los bárbaros.
En ese momento comenzó una perorata que yo sabía estaba basada en el libro de Gibbon. Habló sobre el afeminamiento y renuncia del antiguo imperio por seguir una vida militar y entregarse a los placeres carnales, principalmente los que proceden con el mismo sexo.
El corte friéndose despidía un olor prodigioso. Mi hambre era cruel y aquel aroma me castigaba gozosamanete. El canadiense refirió una teoría como suya, cosa que pensé era una patraña. La teoría Constantinopla. Aquello que las historias perdidas del imperio Romano se alamacenaron en la Vasileuousa Polis. Dijo: sabes, Europa es una península de Asia. Cuando terminó la frase soltó tal carcajada que comencé a sentirme incómodo.
Le cambié el tema. Pregunté si le gustaba la literatura latinoamericana. Como era de esperarse nombró a García Márquez. Habló sobre Colombia y la situación de América latina. Sobre la dependencia que tiene México de su colosal vecino. Criticó a los políticos del país, su tardía decisión por hacer refinerías petroquímicas nacionales. Luego se pasó a la crisis estadounidense. Refirió que él considera la religión del nuevo milenio al consumismo. Cuando dijo esto soltó otra enorme carcajada.
El canadiense no paraba de encender cigarrillos Delicados. Daba fuertes caladas, se dirían las caladas de un desesperado. Su charla era un aburrido ejercicio de fanatismo histórico.
El olor de la carne hacía retorcer mis intestinos. Casi podía morder el vapor que manaba la sartén. De reojo pregunté al canadiense sobre los países que había visitado a lo largo de su vida para escapar del crudo invierno de Ottawa. Dijo que a finales de los setentas fue a África, Asia y Europa, todo de aventón. El país en el que más aventuras había pasado fue en Marruecos. Junto a un trío de españoles, un mexicano y un chileno había consumido todo tipo de drogas en aquellas regiones. Habló sobre sus experiencias extra sensoriales.
Mi carne estaba lista. Termino tres cuartos, como me gusta. Ya me saboreaba cuando el canadiense recordó los nombres de sus compañeros de viaje en voz alta. Entre ellos el de un joven escritor, un chileno llamado Roberto. Por no dejar la posibilidad pregunté: ¿Bolaño? El canadiense se quedó pasmado, mirándome con sus diminutos ojos azules. Primera vez que deja pasar un silencio tan prolongado, pensé. ¿Le conoces? Preguntó. Es uno de mis escritores favoritos, dije.
Me enamoré de él en Marruecos, soltó de sopetón. Una noche, en Fez, casi nos besamos.
Sin dejar de sorprenderme en el momento, mi hambre era mayor que la fascinación que cultivo por las historias negras del gran detective. Háblame sobre él, pidió el canadiense. Murió en Barcelona debido a una enfermedad hepática. Harán cinco años. Ahora tengo que irme. Ya hablaremos en otra ocasión.
El canadiense se quedó sin dar crédito. Al marcharme pude advertirlo mirando la pared ahumada de la cocina, como si allí se abriera un túnel que lo llevara a la lejana noche que compartió con su Roberto. Un canadiense abstraído en medio del exquisito olor de mi corte recién cocinado, una verdadera delicia.

Samuel


Rodo lee en una cama vieja Fin de partida. En la página 30 suena el teléfono.

Rodo: Diga.

Repartidor de pizza hut: ¿Ó?

Rodo: No, Rodo. Ó no se encuentra.

Repartidor de pizza hut: Estoy en el lobby del hotel y tengo una pizza para Ó de la habitación 109.

Rodo: Pues sí, aquí vive pero no se encuentra. Aun no llega del trabajo. Déjame llamarle para ver qué dice.

Repartidor de pizza hut: Se lo agradecería.

Rodo cuelga el teléfono y llama a Ó. Ó descuelga su celular pero no responde. Rodo alcanza a escuchar, por cinco segundos, la respiración de alguien al otro lado de la línea. Insiste: bueno, ¿Ó? Ó cuelga. A Rodo todo le parece demasiado beckettiano. Regresa a la cama vieja indeciso de ir al lobby o esperar a que Ó lo llame. Abre Fin de partida. Lee: “Clov: voy a por la sonda”. Vuelve a sonar el teléfono.

Rodo: Diga.

Repartidor de pizza hut: Hola. ¿Qué le dijo Ó?

Rodo: No me contestó pero ya bajo.

Rodo baja las escaleras hacia el lobby y ve al repartidor. Su uniforme le recuerda viejos tiempos.

Rodo: Hola. Pues no me contestó. Déjame volver a marcarle. De cualquier forma ¿cuánto es?

Repartidor de pizza hut: 159 pesos.

Rodo marca. Ó contesta.

Ó: Qué pasó. Hace rato no pude contestarte porque vengo en el metro y …

Rodo: Nada, que hay un repartidor en el lobby que dice que has encargado una pizza.

Ó: ¿Qué? Ni al caso. Yo no he pedido ninguna pizza.

Rodo: ¿Entonces qué hago?

Ó: Pues ya te digo, yo no la he pedido.

Rodo: Bueno, se lo diré. (pausa en la que Rodo cuelga su celular y respira hondo). Pues dice Ó que él no ha pedido nada.

Repartidor de pizza hut (con la cara larga, como la de un caballo triste): Pues ni modo. Se debe tratar de una broma.

Rodo: pues sí.

Rodo sube las escaleras hasta su habitación. Se queda mirando, inquisitivamente, el libro abierto en el borde de la cama vieja.

Días


Queda atrás la terminal 2. El viaje en subterráneo es largo y penoso. La mujer más triste del mundo pide alguna moneda. Llora y la pena no puede ser fingida. El metro le ha expulsado dos dedos de su mano derecha y ahora nadie quiere responder, ayudarle. Me busco algún dinero pero el último se la entregué a un chofer calvo que me trajo de regreso al caos defeño. Es invierno. En la ciudad con más taxis del mundo hace calor de verano. Por cierto, ese conductor que transportó con alas al aeropuerto era algo parecido a una bendición. Igual la seño en Tepoztlan que invitó a un delicioso mole verde acompañado con tamales de nada. Esas cervecitas gratis, ese patio a orillas del tepozteco recién escalado. La alucinante pirotecnia afuera del Bar-celona y las historias épicas de dos familias.
El cuarto ahora es el lugar más solitario del planeta. Dos retratos y un caballo desbocado acompañan. Sigue la venta de libros, la bienvenida de Próculo. Preparar maletas rumbo al desierto.


43

Estoy contigo.
Pero por encima de tu hombro
me dice adiós tu mano que se aleja.
Entonces yo contengo mi mano
para que no nos traicione ella también.
E insisto:
estoy contigo.
Los innegables títulos del adiós
abandonan entonces provisoriamente sus derechos.
Y nuestras manos se aquietan
en las equidistancias de estar juntos.

Roberto Juarroz

LLANTO POR LA MUERTE DE UN PERRO



Me dice Sabín por messenger:
ayer estuvimos en la tumba de abigael, 13 años de muerto, lluvia, cheve, encendimos velas y leímos poemas...

Aquí un poema del gran Abigael.

Llanto por la muerte de un perro

Hoy me llegó una carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: –besos y palabras-
que alguien mató a mi perro

“ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
-me cuenta-,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
-blanco y quebrado-,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho...”
Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
al mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.

Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
el perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
-dice mi madre-
y se fue tras de su alma –los perros tienen alma:
un alma mojadita como un trino-
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado...”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.

Iceberg que se alza



Un parpadeo
Acabo de ver "La Escafandra y la Mariposa" (Julian Schnabel, Francia-USA 2008). Todo lo que llegue a decir es inútil. Bastaría con aceptar que en ocasiones somos como un iceberg que se derrumba. Que habitamos un cuerpo que es parte de la violencia impredecible de la naturaleza. Que más valiera abrazar y ver todo aquello que nos rodea como a una gran familia que está a punto de abandonarse. La plasticidad lírica del filme no es menos bella que su mensaje: el verdadero viaje continúa en el tren de la imaginación y la memoria. (Altamente recomendable para aquellos a quienes el invierno se ha instalado en su larga caminata).

Decadencia



"Yo veo con mucho optimismo lo decadente. Si estuviéramos en un mundo con un sistema de valores extraordinario, la decadencia sería un peligro. Pero en un mundo en el que la injusticia y la pobreza están concebidas como parte del sistema, la decadencia es una esperanza."
-Lucrecia Martel
Directora de cine

17 de noviembre

(José Guerrero)
Para recordar a la Chío Polilla

El otoño recorre las islas


A veces tu ausencia forma parte de mi mirada,
mis manos contienen la lejanía de las tuyas
y el otoño es la única postura que mi frente puede tomar para pensar en ti.

A veces te descubro en el rostro que no tuviste y en la aparición que no merecías,
a veces es una calle al anochecer donde no habremos ya de volver a citarnos,
mientras el tiempo transcurre entre un movimiento de mi corazón y un movimiento de la noche.

A veces tu ausencia aparece lentamente en mi sonrisa igual que una mancha de aceite en el agua,
y es la hora de encender ciertas luces
y caminar por la casa evitando el estallido de ciertos rincones.

En tus ojos hay barcas amarradas, pero yo ya no habré de soltarlas,
en tu pecho hubo tardes que al final del verano
todavía miré encenderse.

Y éstas son aún mis reuniones contigo,
el deshielo que en la noche
deshace tu máscara y la pierde.

José Carlos Becerra

Panorama



mirar por la ventana

LOS CÓMPLICES


Te decía en la carta
que juntar cuatro versos
no era tener el pasaporte a la felicidad
timbrado en el bolsillo,
y otras cosas más o menos serias
como dándote a entender
que desde antiguamente soy tu cómplice
cuando bajas a los arsenales de la noche
y pones toda tu alma
y la respiración
perfectamente controlada,
por mantener en pie tus rebeliones
tus milicias secretas
a costa de ese tiempo perdido
en comerte las uñas, en mantener a raya
tus palpitaciones,
en golpearte el pecho por los malos sueños,
y no sé cuántas cosas más
que, francamente, te gastan la salud
cuando en el fondo
sabes que estoy contigo
aunque no te vea
ni tome desayuno en tu mesa
ni mi cabeza amanezca en tu pecho
como un niño con frío,
y eso no necesita escribirse.

-G.Rojas.



Al desgano con cariño

A veces pasa: uno se tiene que morder la nuca para no salir armado a matar el horizonte.
Pasa la vida que se resume en la línea de trazo que va dibujando un pájaro infalible. Un pájaro, gota del día.
Pasa que la existencia es sumario del ocultamiento. El borrón opaco de un tren anónimo.
Pasa, no pasa nada. Intrusos que orinan la banqueta de tu casa mientras duermes.
Un alegórico, público desamparo. La distancia que envuelve el cuerpo de quien se ama y, sobre todo, de quien se ignora.
Pasa que el enemigo más sofisticado habita en el espejo de tu sala y le gusta que seas tú quien le cepille el cabello. El que le compre fármacos y aislamiento.
Pero también, chingado, pasan los nubarrones y dejan limpia la tarde, las calles. Y la historia, de nuevo, puede ser contada.

Bro




De peques a mi hermano Turkoglov y a mí nos festejaban el mismo día el cumpleaños. Por 36 días tenemos la misma edad. Mis padres apenas pasó la cuarentena y órale, me engendraron. Por eso mi costumbre es seguir festejando con mi carnal. Salud!

29


R asumió que el sonido provocado por el viento entre el ramaje del antiguo yucateco afuera de su casa era una especie de augurio. Se dejó mecer por la breve sonaja y cayó dormido. Soñó con Tigre, aquel perro enorme y anaranjado que le seguía por el barrio. Soñó que el perro soñaba, a la sombra del yucateco, con un hueso enorme. Soñó las voces de infantes que jugaban béisbol en la calle del árbol. Soñó a su hermano jugando maquinitas, imbatible. Soñó una tarde roja en la que el diablo era el sol que se ocultaba apenas. Soñó a su madre, cabello de espuma, que llegaba del trabajo anticipada por su olor a mazapán. Soñó a Cleotilde, a Fernando, a Gustavo, a Jesús, a Javier, a Rodolfo, a Francisco, a Toño, a Paty y Claudia. Soñó que todos escuchaban al unísono aquel ramaje. Soñó sus miradas dulces y jóvenes perdidas mirando una lluvia imposible. Soñó a Melina con los ojos cerrados respirando brisa de mar. Soñó que todos juntos soñaban aquella calle y aquel árbol.

Las vírgenes de Bunbury


Las vírgenes de Bunbury se tomaron, antes de entrar al concierto, una botella de tequila. El boleto es en la pista y el flaco quedará a unos 20 metros de nosotros. Las balas perdidas inician. Lo bueno que alguien, Leviatán, nos dejó guardado medicamento y entramos al club de los imposibles más que conectados con la turba que llenó el Palacio de los deportes. 20, 000 mil gargantas hacían estremecer los mil soles del coloso. Me caló hondo lo bonito que se veía el desfile infinito de momentos en mi memoria. Saborear ese pescado de futuro que comeremos en Oaxaca y compartirlo un poco ahora que caminamos por donde quieren nuestras botas. Y al final se encienden las luces y uno tiene que regresar, borracho y loco, al laberinto de los días. Queda una carretera a Janitzio. Queda la perfección de los muertos entre las flores.

young girl on her side


Leiko Ikemura

“El tranvía se alejó, llevándose las cabezas que acababa de ver y mi asiento vacío" Emmanuel Bove

Duerme querida. Los pájaros de la tarde ya se recogen en copas de árboles enormes. Es el tiempo de las ranas y los grillos. De la luna y los coyotes. El patio más grande, en el que todo es posible, te espera. La vela está a punto de apagarse y las sombras crecen, caminan. No temas. Sueña con trenes que llevan al mar. Sueña con aquellos que has dejado de ver. Los que se fueron al viaje lento. Nos veremos, querida, al otro lado de la gran ola.

Joy Division


A los amantes de la banda británica dispuestos a escuchar y ver lo que, seguramente, ya saben. Aquellos que no se perderían, por nada del mundo, otro documental sobre la trágica vida de Ian Curtis. A los que no dejará de estremecer, hasta el tuétano, el sonido oscuro y pesado de Joy Division, aquí una buena noticia.
Parafraseando la entrada del filme (que advierte no se trata sobre una banda pop de finales de los setentas sino la historia de una ciudad: Manchester) ser moderno es vivir en una metrópoli donde nadie se mete contigo ni tus convicciones. Donde puedes ser libre para decir, pensar, hacer. Un lugar donde existen los medios para llevar acabo tus planes. Pero también la urbe donde puedes reventar de hastío y desesperanza. Donde la indiferencia es moneda de cambio y la muerte resulta lenta y mecánica. El documental inicia, efectivamente, resaltando las cualidades grises de Manchester. Una vieja, triste y sucia ciudad habitada por jóvenes obreros de fabricas. Jovenes hijos de antiguos soldados y espectadores de las atrocidades más violentas de su siglo. Sin embargo el film se va convirtiendo, inevitablemente, en la leyenda, contada por sus protagonistas, de una de las bandas más fugaces y revolucionarias. La historia de sus canciones y el último símbolo romántico de la música Pop.
Dos adolescentes asisten a una tocada de los Sex Pistols e imaginan su propia agrupación, en la cual esperan descargar su coraje y aburrimiento. Esos chicos esperan un vocalista para su banda que tenga imagen y actitud punk, además de profesar los ya gastados: jódete, no hay futuro, el matrimonio es fastidioso. Pero reciben el llamado de un precoz lector de Ballard, Dostoievski, Burroughs. Aspirante a poeta, casado a los 17 años y dependiente en una oficina de reclutamiento. La historia pues del inicio y colapso de una de las químicas musicales más extraordinarias que, para el que escribe, han existido.
Después lo que ya sabe cualquier fan, aunque narrado de una manera sensible, testimonial, que hace de la película una joya para los que encontramos en el cósmico, semilento y crudo sonido de Joy Division, una forma de escape.
El final nos lleva a la moderna Manchester. Ciudad retratada, su lírica lacónica, su ciencia ficción post industrial, por el sound track inagotable contenido en los dos discos de Joy Division. Ciudad donde la banda, al igual que en los iniciados de todo el mundo, es diabólicamente actual.

Ahora sí, carpetazo al furor joydivisianista, por lo menos en el cine.

"Joy Division"
Grant Gee (Director)
Jon Savage (Guionista)

La costa melancólica



Ensayo sobre la melancolía

La obra del ya reconocido (y muy joven) dramaturgo mexicano Alberto Villarreal Díaz, "Ensayo sobre la melancolía", es un acercamiento, afortunado, a la tristeza que padece el hombre contemporáneo. El hombre anónimo de las grandes ciudades.
El director que concibe la actuación como un deporte extremo, también lleva a las últimas consecuencias los ecos de personajes melancólicos de la historia. Por nombrar dos: Pessoa y Hamlet. Uno protagonista de la realidad y otro criatura del genio Shakesperiano.
Una obra que presenta a los parroquianos deprimidos del Carlitos Café, lugar que está por desaparecer, como un breve resumen del mundo hastiado que encuentra, en sus complicadas relaciones humanas, la manera idónea para festejar el vacío de estos y todos los tiempos.
Para dar con La Madriguera (Álvaro Obregón 291-B Col. Roma), tuve que pedir explicaciones a un policía triste. Después me tocó ser testigo de cómo una chica argentina, muy guapa, fue arrollada por un taxista desconsolado. Casi me daba por vencido cuando afuera de una casa vieja pregunto por La Madriguera. Aquí es, me dicen, y yo: que bien. Ya había visto la obra "Desaires de elevadores", escrita y dirigida también por Villareal, la cual goza de un texto que es digno de un maestro del género que apuesta por un teatro nada convencional. "Ensayo sobre la melancolía" no es la excepción. En escena recibe una mujer que tiene la cara retacada en un pastel. No caben más de 20 personas en el íntimo recinto. Violencia y desasosiego. Una gallina, Karen, escucha el último aliento de amor de su desplumado amante. Monólogos de llanto que terminan por conmover y alertar sobre una sociedad que sin el maquillaje del dopaje y el consumo estaría en las cavernas de una aguda, honda depresión.
Los actores son intensos (Andrea Cianci, Antón Araiza, Viviana Amaya, Denisse Rodríguez, Inti Barrios y Rodolfo Nevarez) y generan entre el publico el ambivalente sentimiento de la Saudade. No sin humor, la obra es fiel a su tiempo y hace un dibujo preciso de la complicada naturaleza humana. Quien sea testigo de esta obra, que se presenta los viernes de octubre y noviembre a las 20:30 horas, más que ver una pieza teatral accederá a una experiencia fuerte, renovadora.

El salmón


Calamaro besa el suelo del Auditorio Nacional y recuerda a los grandes que han pisado el recinto. Desde lo más alto, cerca de las lámparas, escucho la canción que abre el concierto: “El salmón”. La característica voz de Andrés se escucha nítida. Las guitarras potentes. Estoy emocionado. Un gordo enorme me tapa el escenario y le grito el clásico ¡tierra! Sólo voltea y me mira como diciendo: Vete al diablo. Respeto su emoción y, sobre todo, su masa titánica. Me paro también. Quisiera estar más cerca.

La segunda rola: “Cuando te conocí”. Comienza el flashback de lo que hoy es ausencia. Otros tiempos donde había una piara de amigos fumadores de noche. Borracheras que ya no vuelven y en las que se bailaba la madrugada desde una banqueta. De una de ellas recuerdo un gato que nos miraba desde el otro lado de la calle creyendo, quizá, que roedores enormes se habían emancipado. Luego ella, siempre ella. Niña que jugaba a los poemas y tenía los vans más chingones. La morrita del amor.

El salmón es un monito diminuto que no para de moverse en el fondo de aquella escenografía. Entonces recibo una llamada. Sophie me espera en la escalera con un boleto hasta abajo. Corro mientras escucho: “Ibas a seguir siendo igual…”

Veo con claridad los tatuajes de un excitado argentino que muestra gratitud y corazón frente a miles de mexicanos que han abarrotado el lugar. “Es tarde, se hizo de día, menos mal que está nublado…” Marco sin éxito al otro lado del mundo, ese abismo, para que duela o goce mí preferido, maniático referente del sentimiento. Bailo con las chicas que están a mi lado y una que otra lagrimita se me escapa, se fuga. “Voy a salir a caminar solito, sentarme en el parque a fumar un porrito, y mirar a las palomas comer, el pan que la gente les tira…” Turcoglov más presente que si estuviera cantándola conmigo. Ella no pagó boleto, no está en materia pero chingado.

“Mataría por cinco minutos a mi rival” “Es inmoral quererte tanto” “Elvis está vivo” “La moneda cayó del lado de la soledad, otra vez”.
Es impresionante escuchar el coro de “La flaca”. A uno se le pone la piel chinita. Calamaro, con su camiseta de Zapata, se quita las gafas y se entrega a un montón de brazos levantados coreando un oé oé oé, Andrés, Andrés. Parece que el cantante se rompe. La banda se va y el salmón se pone elegante, un saco negro para cantar tangos clásicos. Seguramente no soy el único que se desborda.

“Me gusta besarte por delante y por detrás”. Luego llega una canción que me hace cerrar los ojos “Encerrado en mi torre de marfil…” Que lejos te puede llevar un buen concierto, un músico vago y de vida. “Me estás atrapando otra vez“ “Sentiste alguna vez lo que es tener el corazón roto” ¿Podrás entender lo que me pasa a mí esta noche?

Cuando se trata de un concierto de esta categoría lo que termina no termina tan mal. Calamaro tiene que volver a salir, ahora con una camiseta de Blue Demon, a tocar otras cinco canciones llegadoras. La última: “No te preocupes paloma hoy no estoy adentro mío, mi amor es mi enfermedad, soy un envase vacío”. Salud compañeros!

Ciudad de México, 13 de octubre 2008.

Fracasar mejor


Escribir es un oficio que desafía al oficio


Por Zadie Smith
1. La historia de Clive
Quiero que piensen en un joven llamado Clive. Clive tiene una misión literaria que nos resulta familiar: quiere escribir la novela perfecta. Clive posee bastantes cualidades: es inteligente y leído, ha estudiado la escritura contemporánea y ve con claridad en lo que han fallado sus contemporáneos, ha leído muchísima teoría literaria, esas pistas elegantes para novelas aún no escritas, y ya está preparado para construir una casa propia de palabras que no ha de tener paralelo. Puede que Clive, incluso, enseñe novelas, las diseccione y las vuelve a juntar. Si escribir es un trabajo artesanal, tiene todas las herramientas, todas las habilidades. Clive está preparado. Prepara un espacio en su casa, invierte en una silla ergonómica y se sienta frente a la posibilidad en blanco de un procesador de textos. Flotando sobre su escritorio ve el esquema perfecto de su novela platónica. Todo lo que tiene que hacer es hacerla descender del éter a lo real. Se emociona. Comienza.
Adelantémonos tres años. A pesar de todos los esfuerzos de Clive, la novela que trajo a la existencia no es la novela perfecta que flotaba tan tentadora sobre su pantalla. Es un pobre simulacro, la sombra de una sombra. En el camino que va del sueño a la realidad ha perdido su aura de perfección. Su forma ha cambiado, es irreconocible. Algo pasó en el proceso, algo casi imposible de articular. Por ejemplo, cuando se trataba de dar forma al personaje de la economista corrupta que trabaja para el gobierno, María Gómez, que es vital para el tema central de Clive de la corrupción en la política americana, descubrió que necesitaba algo más que “las palabras correctas” o “saber de economía”. María Gómez demuestra las ideas de Clive sobre el sueño americano roto, pero, por otra parte, inefable, no resulta tan convincente como Clive quería. Para él fue difícil meterse en su blusa de seda, en su falda. Incluso meterse en su piel. Y después, intentado describir el matrimonio de María, Clive descubrió que quería escribir aforismos inteligentes sobre el Matrimonio, con mayúscula, en lugar de describir el matrimonio de María, algo que, pensando en su propio matrimonio, parecía, de repente, una tarea monumental y más si su propia esposa, Karina, iba a leerlo. Y así un millón de ejemplos. Fallas que no son simplemente fallas de lenguaje o diseño, sino fallas … ¿de qué? ¿De Clive? Ese pensamiento le preocupa. Y después otro, bastante más oscuro, llega. ¿Podría ser que, de ser él el lector, y no el escritor, de su novela, pensara que es un fracaso?
Clive no se detiene en tales pensamientos mucho tiempo. Su libro consigue un agente, su agente consigue un editor, su novela sale al mundo. La reciben bien. Resulta que el libro de Clive huele a literatura y parece literatura y quizá, incluso, se siente como literatura y, al rato, Clive ya casi ha olvidado ese extraño sentimiento de falsedad, de traición a sí mismo, que su primera novela le provocara. Clive no sólo se vuelve un fanático de su novela sino su gran defensor. Si un crítico señala una indulgencia por aquí, un pasaje flojo por allá, Clive explica que eso era, simplemente, lo que deseaba. Todo está hecho para conseguir un efecto. De hecho, a Clive no le importan esas críticas: minucias como esas no son nada comparadas con ese sentimiento desolador de que su primera novela no sólo no era buena sino que era falsa. Nadie le acusa de eso. Los críticos, cuando critican, hablan del andamiaje, de la pintura de la novela, de una mala metáfora, de un fragmento tedioso y confían en que esos detallitos se arreglarán en la siguiente obra. Y respecto a María Gómez, todos están de acuerdo en que ella es justo como cualquiera se imaginaría a una economista latina y corrupta que trabajase para el gobierno. Clive está contento y cumplido. Trabaja en la siguiente novela.
2. Un oficio que desafía al oficio.
Este es el final de cuento de Clive. Su propósito era sugerir que en algún lugar, entre la necesaria superficialidad del crítico y la deshonestidad natural de escritor, se pierde la verdad con la que podemos juzgar el éxito o el fracaso literario. Es muy difícil que los escritores hablen con franqueza sobre su propia obra y más en un mercado literario en que se necesita que no sólo sean escritores sino también productos para vender. Siempre es más fácil si se despersonaliza la pregunta. Preparando este ensayo le escribí a bastantes escritores (bajo la promesa del anonimato) para preguntarles cómo juzgaban su propio trabajo. Un escritor, poseedor de una mente filosófica y analítica, respondió convirtiendo mi sencilla pregunta en una serie más interesante:
“Siempre he pensado en lo fascinante que sería preguntarle a los escritores vivos: ‘Sin pensar en los críticos, ¿qué piensas que está mal con tu propia escritura? ¿Cómo soñabas que era el libro antes de que fuera escrito? ¿Cuáles eran tus mayores esperanzas? ¿Cómo dejaste que no se materializaran?’ Un mapa de decepciones: eso sí sería una revelación”.
Un mapa de decepciones, lo que Nabokov llamaría un buen título para una mala novela. Me parece una guía más que adecuada para la tierra en la que viven los escritores, un país que imagino como una enorme playa con los esperanzados escritores en la costa mientras su novelas perfectas se apilan en la orilla opuesta, inaccesibles. En la costa hay cientos de muelles, de “puentes de decepción”, como los llamó Joyce. Muchos escritores, con frecuencia, se mojan. Para qué mojarse si eso no le interesa a los lectores o a los críticos que sólo juzgan la novela húmeda que tienen enfrente. Pero para los que escriben novelas, lo importante, al menos, es entrar al muelle y llegar al otro lado. Para los escritores, escribir bien no es sólo oficio sino una cuestión de carácter. ¿Qué cuesta escribir bien? ¿Qué cualidades personales se necesitan? ¿Qué le falta a un mal escritor? En muchas de las profesiones humanas no nos avergüenza hacer una equivalencia entre personalidad y capacidad. ¿Por qué no hablamos de eso cuando hablamos de libros?
En mi experiencia, cuando un escritor se junta con otros escritores y la conversación se encamina a los fallos de sus diversos estilos, se puede escuchar un lenguaje un tanto diferente al de los críticos. Los escritores no dicen “no investigué lo suficiente” ni “yo pensaba que Casablanca estaba en Túnez” ni “creo que cosifiqué el concepto de femineidad”. O, al menos, no consideran que esos sean los problemas centrales. Se preocupan de cómo lo que han escrito revela lo mejor y lo peor de ellos mismos. Los escritores sienten, por ejemplo, que lo que parecen ser malas decisiones estilísticas tienen, con frecuencia, una dimensión ética. Los escritores saben que entre el ideal platónico de la novela y la novela real siempre está el maldito yo: vano, tramposo, miope, cobarde, comprometido. Por eso, escribir es un oficio que desafía al oficio: con solo oficio no se hace una buena novela. Es difícil que los escritores jóvenes, como Clive, lo entiendan al principio. Un ebanista con oficio hace buenos muebles, y un zapatero con oficio arregla bien los zapatos, pero los escritores con oficio rara vez escriben buenos libros y casi nunca grandes obras. Hay un elemento malvado en todo esto: por conveniencia lo llamaremos el “yo” aunque, en tiempos menos metafísicos, con el “alma” hubiera servido. En nuestras conversaciones públicas sobre literatura somos bastantes puritanos sobre la relación entre el yo y las novelas. Nos repele la idea de que escribir ficción sea, entre otras cosas, una cuestión de carácter. Nos gusta pensar en la ficción como un lugar para jugar con el lenguaje, independiente de quien lo organice. Por eso, en la imaginación pública, la confesión “no dije la verdad” significa fracaso cuando lo dice James Frey y no significa nada cuando lo dice John Updike. Creo que lo que piensan los escritores es diferente. Aunque lo decimos en público muy pocas veces, sabemos que nuestras novelas no están desconectadas de nosotros como le gustaría imaginar al lector y nosotros pretendemos. Es esta faceta íntima del fracaso literario lo que es interesante, el modo en que los escritores fracasan según sus propios términos: privados, difíciles de expresar, totalmente fuera de lugar en la atmósfera regulatoria de las críticas o la interrogación objetiva de los seminarios y, aún así, verdadero.
3. Lo que saben los escritores.
Primero lo primero: los escritores no tienen un conocimiento ni perfecto ni superior sobre la cualidad, ni sobre nada, de su propio trabajo. Dios sabe que muchos escritores, incluso, se engañan sobre su propio talento. Pero los escritores tienen un conocimiento diferente al de los profesores o los críticos. Ocasionalmente vale la pena escucharlos. La visión interna de quien practica la profesión es, para bien o para mal, única. Es lo que se encuentra en la crítica de Virginia Woolf, de Iris Murdoch, de Roland Barthes. Lo que une a esos críticos tan diferentes es la confianza en que todos ellos han hecho la conexión entre personalidad y prosa. Por decirlo claramente: la suya no es crítica biográfica en sentido estricto ni tampoco crítica moral, y nada de lo que escriben puede reducirse a formulaciones infantiles del tipo “sólo los hombres buenos escriben libros buenos” o “uno debe entender la vida del escritor para entender su obra”. Pero tampoco piensan que la personalidad del escritor sea irrelevante. Entienden el estilo, precisamente, como una expresión de la personalidad, en su sentido más amplio. La personalidad de un escritor es su modo de estar en el mundo: su escritura es un trazo innegable de ese modo. Cuando se entiende el estilo en esos términos, no se piensa en él sólo como una sintaxis asombrosa, como la guinda en un pastel literario, ni como el resultado incontrolable de alguna misteriosa imbricación con el lenguaje. El estilo ha de verse como una necesidad personal, como la única expresión posible de una conciencia humana individual. El estilo es el modo de un escritor de decir la verdad. El éxito literario, o el fracaso, depende no sólo de la disposición de las palabras en la página sino de la disposición de la conciencia, lo que Aristóteles llamaba la educación de las emociones.
4. Tradición contra el talento individual.
Pero antes de que sigamos por ese camino, se alza T.S. Eliot, el más distinguido de nuestros críticos-escritores. En su famoso ensayo de 1919, “La tradición y el talento individual”, Eliot menospreció la idea de conciencia individual, de la personalidad, en la escritura. Apenas existe algo así, reclamaba, y lo que había de eso no era interesante. Para Eliot, los aspectos más individuales y exitosos de la obra de un escritor son precisamente esos lugares en que sus ancestros literarios se han asegurado con mayor fuerza la inmortalidad. El poeta y su personalidad son irrelevantes, la poesía lo es todo y la poesía sólo puede entenderse a través del cristal de la historia literaria. Ese ensayo está escrito en un estilo tan elevado, con tal autoridad, que aunque la experiencia como escritor sea opuesta, uno se siente intimidado a creérselo. “La poesía,” dice Eliot, “no es soltar la emoción sino un escape de ella; no es la expresión de la personalidad sino un escape de la personalidad”. “La progresión de un artista,” dice Eliot, “es un sacrificio continuo, un extinción constante de la personalidad”. Estos credos parecen tan impersonales, tan desinteresados, que es fácil olvidar que el joven crítico preparaba las camas en las que el joven poeta se acostaría. Y Eliot necesitaba -dado los complicado y escandaloso de su vida privada y lo poco que le gustaba que se entrometieran en ella- separar radicalmente lo personal de lo poético. Tan preocupado como estaba de mantener su privacidad que durante todo el ensayo usa la palabra personalidad simplemente como el recuento de los hechos biográficos.
Pero esa es una visión estrecha. La personalidad es mucho más que el detalle autobiográfico; es nuestro modo de procesar el mundo, nuestro modo de ser y no puede separarse del resto de muestras actividades. Es nuestro modo de actuar.
Eliot puede que fuera un tanto rudo en su defensa de la impersonalidad en su escritura en el sentido superficial (si por eso entendemos que no relevara detalles personales como el hecho de que había encerrado a su esposa en un manicomio) pero nunca había estado tan influido el trabajo de un escritor por su personalidad, por sus creencias sobre la naturaleza del mundo. Al resaltar ese elemento de su trabajo como modelo de la impersonalidad, una devoción por la tradición, esa devoción es la misma definición de la personalidad en la escritura. Las elecciones que hace un escritor dentro de la tradición, preferir a Milton sobre Moliere, preocuparse más de Barth que de Barthelme, constituyen la información más personal que podemos tener sobre él.
No hay duda de que el ensayo de Eliot, con su promesa de “detenerse en las fronteras de la metafísica y el misticismo”, es una brillante demarcación de lo que está propiamente dentro de lo dicho, o como él escribe, “la persona responsable que está interesada en la poesía”. Propone una frontera bastante razonable entre lo que podemos y no podemos decir sobre un escrito sin avergonzarnos. Eliot era honesto cuando quería que las dos, la escritura y la crítica, se acercaran a la ciencia. Comparó, en una formulación ya famosa, al escritor con un pedazo de platino introducido en una cámara que contiene oxígeno y dióxido de sulfuro. Esta analogía ha resultado ser una aspiración útil para los críticos. Eso ha permitido que se crea en el escritor como un catalizador, que entra a una tradición, realiza un truco de recombinación con significado y no deja el más mínimo trazo de sí mismo o, al menos, ninguno del que crítico tenga que preocuparse. La analogía de Eliot liberó a los críticos para que se dedicaran a la crítica independiente, radicalmente creativa y no biográfica con la que habían soñado y a las que sentían que tenían derecho. Para los escritores, sin embargo, la analogía de Eliot no funciona. La escritura no es una ciencia objetiva y los escritores tienen, además de tradiciones, personalidades que entender y asimilar. Es verdad que, como Eliot propone, los escritores tienen que entender sus culturas y los libros del pasado, pero también existe la innegable existencia propia y que también requiere cuidado y desarrollo. El propio ser no es como el platino. Deja rastros por todas partes. Que Eliot no quisiera hablar de él, no quiere decir que no existiera.
5. Escribir como traición a uno mismo.
Regresando a mi sencillo argumento que es que los escritores tienen una personalidad propia y que su desarrollo o cualquier cosa que le afecte, juega un papel importante en su éxito literario o en su fracaso. Este hecho vergonzoso no le sirve de nada al profesor o al crítico, pero para los escritores es de una importancia suprema. El poeta Adam Zagajeswski habla de eso en un poema:
Es pequeño y no más visible que el grillo
En agosto. Le gusta disfrazarse, enmascararse
Como a todos los enanos. Habita
Entre bloques de granito, entre verdades
Que sirven. Se acomoda incluso
Bajo una curita, bajo el adhesivo. Ni los oficiales de aduanas
Ni los perros más entrenados lo encuentran. Entre himnos,
Entre alianzas, se esconde.
Para mí, la escritura siempre es el intento de que esa personalidad elusiva y de mil facetas se revele y aún así su revelación total, como sugiere Zagajewski, es una quimera imposible. Es imposible representar toda la verdad de todas nuestras experiencias. De hecho, es imposible saber qué significa eso aunque nos aferramos insistentes a tener una idea de cómo sería del mismo modo que Platón se aferraba a la idea de las formas. Cuando escribimos tenemos una idea de la revelación total de la verdad, pero no nos damos cuenta. Y por eso, como sustitución, cada escritor se pregunta con qué verdades que le sean útiles puede vivir, qué alianzas son lo suficientemente fuertes como para aferrarse a ellas. La respuesta a todas esas cuestiones es lo que separa a los experimentalistas de los llamados “realistas”, a los cómicos de los trágicos, a los poetas de los novelistas. ¿Cómo, se pregunta el escritor, puedo describir del modo más verdadero el mundo tal y como es experimentado por mí en concreto? Y es desde ese punto de partida desde el que cada escritor sale para establecer un compromiso individual consigo mismo que es siempre un compromiso con la verdad hasta donde sea posible que uno la conozca. Por eso el sentimiento más común cuando uno relee su propia obra es el Prufrock: “No es esto… no es esto lo que quería decir”. Escribir sabe a traición, a fracaso.
6. Escribir como inautenticidad.
Otro novelista, en otro correo, me hacía la siguiente pregunta “¿cómo se define el fracaso literario?”
Una vez un alumno de preparatoria me preguntó en Chennai por qué tenía tantas ganas de agradar. Así es como defino el fracaso, algo que se hace para lo que Heidegger llamaba “Das Mann”, ese “ellos” indeterminado que se asoma por encima del hombro, cegando el sentido del juicio. Lo que él, no yo, llamaría autenticidad.
Los novelistas, como yo y supongo que como todos lo que ha crecido bajo el signo de la posmodernidad, son escépticos del concepto de autenticidad, especialmente de lo que se ha dado en llamar “autenticidad cultural”. Es más, ¿quién de nosotros puede ser más o menos auténtico de lo que es? Se nos enseña que la autenticidad no tenía sentido. Visto lo visto, ¿como asumir el hecho de que, como escritores, al fracasar el fracaso más profundo, el más auténtico es el de la traición a uno mismo?
Suena grandilocuente: quizá sea mejor empezar con el mínimo común denominador del de la traición literaria, el favorito de los críticos, el cliché. ¿Qué es el cliché sino el lenguaje que pasa hasta Das Mann, utilizado y reutilizado miles de veces antes de llegar a uno, y que nunca es el lenguaje correcto para la íntima parte de la visión a transmitir? Con un cliché uno se rinde al entendimiento común, se toma un atajo, se ha re-presentado lo que resulta agradable y conocido antes que arriesgarse a lo verdadero y extraño. Es un fracaso estético y ético: por decirlo claramente, no se ha dicho la verdad. Cuando los escritores admiten fracasos, los que les gusta admitir son los pequeños. Por ejemplo, en mis personajes alguien “rebusca en su bolso”, algo es porque yo era perezoso y no me paraba a pensar en como separar el “bolso” de su viejo y persistente amigo “rebuscar”. Rebuscar en un bolso es ir sonámbulo por la frase, una traición muy pequeña, pero traición al fin y al cabo. Hablando personalmente, la verdadera razón por la que escribo es para no tener que ir caminando sonámbulo toda mi vida. Es muy fácil admitir que hay frases que nos hacen enrojecer. Resulta más complicado confrontar el hecho de que para muchos escritores habrá párrafos, personajes, libros completos, por los que se pasa sonámbulo y para los que “inautentico” es el término acertado.
7. ¿Tienen deberes los escritores?
Toda esta charla sobre la autenticidad, sobre la traición, presupone un deber, una obligación que afecta a los escritores y a los lectores. No está muy de moda hablar de cosas como el deber literario: lo que debería ser, cómo fallamos en nuestro intento de alcanzarlo. Deber no es un término literario. En estos días cuando hablamos de deberes literarios, nos referimos al punto de vista del lector como consumidor de literatura. De lo que hablamos en realidad es de derechos del consumidor. Según esos parámetros el deber del escritor es complacer a los lectores y querer hacerlo y ese deber tiene varias divisiones: el deber de ser claro, interesante e inteligente pero no oscuro, escribir con el lector promedio in mente, tener buen gusto. Pero, por encima de todo, el escritor contemporáneo tiene el deber de entretener. Los escritores que se alejan de dichas obligaciones se arriesgan a pocos lectores y el ridículo crítico. Las novelas que remiten a una visión compartida de lo que es entretenimiento, con personajes que hablan con el reconocido dialogo de las telenovelas, con argumentos que recorren caminos trillados y regresan al lector a casa sano y salvo, siempre serán bienvenidas. En esta época no es bueno, en literatura, ser una curiosidad. Los lectores parece que quieren ser representados, como en las urnas, y para hacerlo, la ficción necesita ser general, no particular. En la ficción contemporánea un escritor debe entretener y ser reconocible, cualquier otra cosa es considerada un fracaso y rechazada por los lectores.
Personalmente, no tengo nada en contra de los libros que entretienen y resultan agradables, que son claros, interesante e inteligentes, que demuestran buen gusto y que no son oscuros, pero ninguna de esas cualidades me parece a mí que sean las esenciales para la experiencia central de la ficción y aunque no estuvieran eso no anula la posibilidad de que la novela que estoy leyendo pueda cumplir todavía el único deber que me importa. Para los escritores, según lo veo yo, sólo hay un deber: el deber de expresar de modo exacto su modo de estar en el mundo. Pido perdón si esto suena genérico e impreciso. Escribir no es una ciencia y estoy hablando en los únicos términos que tengo para describir lo que intento una vez y otra (aunque falle en alcanzarlo) cuando me siento frente a la computadora.
Cuando escribo lo que estoy intentando expresar es mi manera de estar en el mundo. Este es, principalmente, un proceso de eliminación: una vez que se han removido el lenguaje muerto, los dogmas de segunda mano, las verdades que no son propias sino de otros, los lemas, los slogans, las mentiras nacionales, los mitos de la propia época histórica, una vez que se ha removido todo lo que da forma a la experiencia pero uno no reconoce ni cree, lo que queda es algo que resulta ser más o menos la verdad de una convicción propia. Eso es lo que busco cuando leo una novela: la verdad de una persona, por lo menos la parte que puede ser transmitida mediante el lenguaje. Este único deber, propiamente perseguido, produce resultados complicados y diferentes. Esto no es una llamada a la autobiografía, aunque siempre haya escritores que confundan el deseo del lector de una verdad personal con su llamado a escribir un tratado o un discurso o unas memorias apenas disfrazadas en las que ellos mismos son los héroes. La verdad de la ficción es una cuestión de perspectiva, no de autobiografía. Es lo que no puedes evitar decir si escribes bien. Es la marca de agua que corre por todo lo que haces. Es el lenguaje como revelación de una conciencia.
8. Nos negamos a ser otro.
Una gran novela es la intimación de un acontecimiento metafísico que nunca puede llegar a conocerse, no importa cuánto se viva, no importa cuánto se ame: la experiencia del mundo a través de una conciencia que no es la propia. Y no me importa si esa conciencia prefiere pasar el tiempo en salones de dibujo o en chats de internet, no me importa si usa una esquina de dorito como su protagonista o a la encantadora hija mayor de una familia burguesa, no me importa si se niega a usar la letra e o cruza cinco continentes en dos mil páginas. Lo que da unidad a las grandes novelas es la manera individual en la que articulan la experiencia y nos obligan a estar atentos, la manera en que nos despiertan del sonambulismo de nuestras vidas. Y el gran placer de la ficción es la variedad de ese proceso: la prosa de Austen nos hace estar atentos de un modo distinto y a distintas cosas que la de Wharton, el sueño del que Philip Roth nos quiere despertar cuenta como sueño aunque Pynchon sea el guardián de los sueños.
Una gran pieza de ficción puede demandar que se reconozca la realidad de su proposición más extraña, sin importar lo ajena que nos pueda resultar. También obliga a conceder la radical otredad que hay en las cosas que nos resultan más familiares. Por eso el lector con talento entiende que George Saunders es tan realista como Tolstoi, que Henry James es tan experimental como George Perec. Los grandes estilos representan un intermediario entre el “mundo” y el “yo” y el mismo hecho de que el intermediario sea diferente en calidad y cualidad de la propia conciencia es donde reside el poder de la ficción. Los escritores nos fallan cuando ese intermediario está fabricado según nuestras necesidades, cuando se rinde a las generalizaciones de la época, cuando nos ofrece un mundo que sabe que aceptaremos porque ya lo hemos visto en la televisión. La mala escritura no hace nada, no cambia nada, no educa ninguna emoción, no reconecta ningún circuito interior. Cerramos las tapas de esa novela con la misma confianza metafísica en la universalidad de nuestro intermediario con que las abrimos. Pero la gran escritura fuerza a lector a que se someta a su visión. Si se pasa la mañana leyendo a Cheéov, en la tarde, paseando por el vecindario, el mundo se ha vuelto chejoviano: la camarera del café ofrece un non-sequitur, un perro baila en la calle.
9. El sueño de una novela perfecta enloquece a los escritores.
Ese es el sueño que persigue a los escritores: el sueño de la novela perfecta. Es un sueño que sólo causa caos y tristeza. El sueño de esa novela perfecta es el sueño de una revelación perfecta del ser. En América, donde el uno está tan íntimamente tejido con lo social, su sueño de la novela perfecta se denomina “la Gran Novela Americana” y requiere la revelación del alma de una nación, no de un individuo… Aún así pienso que el principio es el mismo: a ambos lados del Atlántico soñamos con una novela que cuente la verdad de la experiencia perfectamente. Semejante revelación es imposible. Siempre será una visión parcial e incluso una visión parcial es difícil de conseguir. La razón por la que es difícil pensar en nada más que un puñado de buenas novelas es por el deber del que he estado hablando, el deber de registrar adecuadamente la verdad de la propia concepción de uno, es un deber de lo más demandante. Si, cada treinta años, la gente se queja de que sólo se han publicado unas pocas novelas de primer nivel, es porque hay muy pocas. El genio, en la ficción, siempre ha sido y siempre será muy raro. El hecho es que contar la verdad de la concepción propia -dada la naturaleza de nuestro mundo mediático, dada la naturaleza compartida y ambivalente del lenguaje, dada la naturaleza elusiva, falsaria y traicionera del yo- realmente necesita un genio, realmente demanda de su creador una integridad estética y ética que hace que los ojos de uno se humedezcan sólo de pensar en eso.
Pero no hay ninguna razón para ponerse a llorar. Si es verdad que las novelas de primera clase son raras, también es verdad que a lo que llamamos el canon literario es realmente la historia de la segunda división, el legado de los fracasos honorables. Cualquier escritor debe estar orgulloso de unirse a esa lista al igual que cualquier lector debe sentirse orgulloso de leerlos. La literatura que amamos no es más que los fragmentos de un intento, no el monumento completo. El arte está en el intento y ese modo de entender lo-que-está-fuera-de-nosotros usando sólo lo que tenemos dentro de nosotros es uno de los trabajos emocionales e intelectuales más duros que se puede hacer. Es un deber del escritor. Es un deber del lector. ¿Ya hablé de eso?
10. Nota para los lectores: una novela es una calle de dos direcciones.
Una novela es una calle de dos direcciones en la que la labor que se requiere a ambos lados es, al final, igual. Leer, cuando se hace con propiedad, es tan difícil como escribir. Realmente creo que así es. Aquellos que ponen a la lectura junto a la experiencia pasiva de ver la televisión, lo único que hacen es sobajar la lectura y a los lectores. La analogía más acertada es la del músico amateur que coloca la partitura en el atril y se prepara para tocar. Debe usar sus propias habilidades, ganadas con trabajo, para tocar esa pieza. A mayor habilidad, mayor el regalo que otorga al compositor que el compositor le otorga.
Esta es una concepción de la “lectura” de la que oímos poco. Y, sin embargo, cuando se practica la lectura, cuando se pasa tiempo con un libro, la vieja moral del esfuerzo y la recompensa es innegable. Leer es una habilidad y un arte y los lectores deben estar orgullosos de sus habilidades y no avergonzarse de cultivarla sin más razón que el hecho de que los escritores los necesitan. Para cumplir su misión, el escritor toma a un lector ideal, al tipo de lector que es lo suficientemente abierto como para permitir en su mente un retrato de una conciencia tan radicalmente diferente de la suya propia que resultaría casi ofensiva a la razón. Los lectores ideales caminan hasta el plato del estilo del escritor para que juntos, lector y escritor, saquen la pelota del campo.
Lo que digo es que un lector tiene que tener talento. De hecho, bastante talento porque incluso el lector más talentoso descubrirá que bastante de la tierra de la literatura es un terreno tramposo. Porque ¿cuántos de nosotros sentimos el mundo como lo sintió Kafka, un mundo en el que es imposible siquiera ir de un pueblo al otro? ¿Cuántos podemos imaginar un mundo sin nombres como lo hizo Borges? ¿Cuántos quieren ser tan generosos en las emociones como Dickens o tomarse tan en serio la fe como hizo Graham Greene? ¿Quién de nosotros tiene la capacidad para la alegría de Zora Neale Hurston o el estomago fuerte de Douglas Coupland? ¿Quién tiene la delicadeza de llegar al fondo de la sutil gradación de Flaubert o la paciencia y la voluntad de seguir a David Foster Wallace por sus intrincadas y reiterativas espirales del pensamiento? Las mismas habilidades que se usan para escribir se usan para leer. Los lectores les fallan a los escritores tanto como los escritores a los lectores. Los lectores fallan cuando se permiten creer en el viejo mantra de la ficción es algo en lo que uno se identifica y que los escritores son los tipos amenos a los que se busca cuando se quiere confirmar la propia visión del mundo. Esa es una de las muchas cosas que la ficción puede lograr, pero el truco está en una magia mucho más profunda. Ser mejores lectores y mejores escritores es lo que cada uno ha de demandar en el otro cada día con un poco más de fuerza.

Publicado originalmente en "The Guardian" el 13 de enero de 2007. Traducción de José Luís Justes Amador.

Automático.



"Antes de recorrer
mi camino,
yo era mi camino."
Antonio Porcha.

Autopista sin retorno. El paisaje, fuga de antílopes y humo. Montañas que se recargan en el horizonte como viejos perros de pueblo que apenas ladran sostenidos por paredes herrumbrosas. Postes de luz tomados de manos delgadísimas donde los pájaros flotan. Kilómetros de música silenciosa y señales de cortesía.

El zumbido de la vida como una mosca que crece entre el follaje. Zonas de descanso para cuerpos anónimos que se estiran bajo la lluvia apenas. Desbarrancaderos contenedores de automóviles chatarra. De accidentes viejos y miradas abismales. Nubes bajas conducidas por fantasmas.

Polillas suicidas que atraviesan la nada, estampas en un vidrio ahumado por la niebla. El ebrio transcurso de las horas y árboles lejanos que saludan como recuerdo de infancia. Llegar, ¿a dónde? El chofer que soy lleva a su jefe moribundo y vital al mismo tiempo. Un regente que desaparece en el retrovisor y es lo que va quedando. Lejos, de nada lejos.

Blue Panter contra Villano V


Máscara VS Máscara
75 aniversario de la lucha libre

Primera Caída
Blue Panter espera a Villano V, que sale con una máscara amarilla, preciosa. Desde el inicio la batalla es campal. Panter se lleva la mejor parte. De un lugar desconocido Villano V saca fuerzas y golpea, a puño cerrado, el cráneo del maestro lagunero. En un dejo de salvajismo que al público encanta, arranca la tapa del felino y la lanza lo más lejos posible. El pleito que se hace en las gradas por el pedazo de tela roto es un espectáculo aparte. El primer roun, por descalificación, es para Panter, que ha ido a su camerino por otra máscara.

Segunda caída
Villano V no para de golpear a Panter. Las cosas se revierten cuando el maestro lo lanza con unas tijeras hacia fuera del ring para después volar en un tope suicida. Villano se ha roto la crisna y sangra. El vuelo de Panter hizo que se descalabrara con una butaca de la primera fila. Panter regresa al ring. los reglamentarios 20 segundos ya van en 15. Perrito Aguayo, secon de Villano V, lanza al emparrillado el cuerpo ancho del veterano como si fuese un costal de papas. Místico, secon de Panter, no lo puede creer y reclama al referi de la contienda. Evidentemente nockeado, Villano V está a la merced de Panter. Uno desnucadora. La herida que fluye como un pequeño manantial escarlata. Dos desnucadoras. Villano se toma la cabeza que siente en otra parte. Tres desnucadoras. En un arrebato Panter arranca la máscara de Villano V y es descalificado.

Tercera caída
Después de regresar de los vestidores, todavía maltrecho, con una nueva tapa, Villano V está a la disposición del maestro lagunero, que lo lanza hacia fuera del ring para volar una vez más y otra y otra. En las butacas Villano V es un espectador herido que recibe el cuerpo de Panter. Cuatro vuelos y de nuevo el perrito que lanza el bulto en el que se ha convertido el cuerpo del Villano V. Panter entra en alegatos con la autoridad del ring. Villano V recupera, saca las últimas fuerzas y le da tales golpes en el rostro a Panter que se escuchan en toda la Arena México. Sube el cuerpo del felino a una esquina del ring. El primer suplé. La siguiente esquina, segundo suplé. El cuerpo blando de Panter permite un tercer y cuarto suplé. El dramatismo no puede ser mayor. El público está dividido aunque es Panter el favorito a llevarse la victoria. En medio del ring los dos colosos veteranos demuestran su técnica. Llaves y contrallaves que tienen a los testigos en vilo. Panter tiene a Villano en espaldas planas: uno, dos, Villano, en un movimiento que será el de la gloria, revierte la posición y se lleva en un paquete a Panter: uno, dos tres.
Nadie puede creerlo. Incluso hay gente que llora.
Las muestra de respeto entre los dos luchadores es digna de caballeros. Panter se apellida Vásquez, tiene 48 años y dice ser originario de Durango. Un viejo con bolsas en los parpados.
Villano V, como un niño, brinca y besa la máscara que le ha entregado su gran rival, su némesis descubierta.

Pues chale. Adiós al lider de los últimos malditos

Con la muerte del autor de «La broma infinita» se quiebra una de las carreras literarias más audaces de Estados Unidos





«Estamos increiblemente tristes y conmocionados. Según las noticias recibidas, David Foster Wallace se ahorcó en su casa el 12 de septiembre (...) La palabra ha perdido a un gran escritor».

En la página web de David Foster se daba cuenta ayer de la noticia. Uno de los más brillantes escritores malditos de la generación de los noventa en los Estados Unidos había puesto fin a su vida, a los 46 años, en la cima de una fama que en realidad nunca buscó y que le llegó casi de improviso tras la publicación en 1996 de «La broma infinita», una novela inmensa en extensión (más de mil páginas) e inmensa en contenido. Transgresora, mordaz y narrativamente distinta. David Foster Wallace, profesor universitario de técnicas narrativas, se había convertido en una de las voces de la generación norteamericana de cuarentones instalada en el Estado del bienestar y, sin embargo, inoculada con el virus de la soledad y el desasosiego. Y no sólo eso, sino que se había convertido en un faro para la joven generación de escritores en su país.

En alguna ocasión el escritor había prevenido sobre sus impulsos suicidas. Los que le conocían presumían que acabaría quitándose la vida a pesar de que en los últimos años había entrado en una fase vital aparentemente tranquila. Estaba casado, era un profesor muy querido entre sus alumnos de la Universidad californiana de Pomona y escribía con regularidad, aunque sin prodigarse en demasía. En 2005 había publicado «Hablemos de langostas», un formidable ensayo contemporáneo que fue muy comentado.

David Foster Wallace había nacido en el estado de Nueva York en el seno de una familia acomodada. Sus padres eran profesores universitarios (su madre, precisamente de Literatura). Con tan sólo 25 años publicó «La escoba del sistema», un libro precoz que llamó la atención por la fuerza expresiva. Pero el gran éxito fue «La broma infinita», uno de esos libros que se vendieron mucho más que se leyeron, convertido en obra de culto y considerado una de las novelas más decisivas en la década de los noventa.

Líder de una generación con muchos nombres, entre los que destacan dos mujeres de estilo fascinante: A. M. Homes y Lorrie Moore. A la primera se la conoce en España, sobre todo, por la estremecedora «El fin de Alice» y «Cosas que debes saber», y a la segunda por un libro de relatos imprescindible titulado «Pájaros de América». Ambas hablan de mujeres. Otro nombre de la lista de la llamada «Next generation» es el muy galardonado Jonathan Franzen, autor de «The corrections». Una cuarta referencia, la de Richard Powers con «El tiempo de nuestras canciones».

Tomado del diario La nueva España

Hete aquí que ya vienes,
no hay otra alternativa que…

Abigael Bohórquez

I
Arenómada,
casi polvo de tan dispersa,
deslizueña en mi piel
masturvestida de viento y adioses.

II
Lujariosa,
débil demonio sin descanso,
lanza palabrasas
sobre este sordo,
cuerpobrecido ser que invadesdeñas.

III
Enloquesísmica,
profetípica,
acertijuega salivosa
en mi cuello que te llama,
que reclama
tu desastropical tacto
de aurora coronada.

IV
Mujerguida,
altivasta,
que sobervienes con artes
de prostitutriz con disfraz,
de damacróbata fragilástica,
no pongas en entredicho
mi falosado afán de vulvaciarme.

V
Ahuyentómame,
enfermámame,
salvadócil lumbre de plateados dedos;
despiertímame,
asombrázame,
bella bestiamada que sabe
donde sus dedos detonan,
donde labra su labio con limpieza
cicatristes marcas en mi cuerpo;
muerdecídete
y acobárdame la duda
que te miente,
que te mata.

VI
Toscándida,
arcaecida belleza
de muslocos movilentos;
amantórrida,
que dejas luz donde tu lengua pasa,
déjame serte solo,
solo y sin tiniebla;
permíteme volverme
pulposible enamorado,
amantosco,
osculoco explorador de tu axila;
déjame
libidivinizarte
en peludóciles vías
con mi dedo y con mi lengua,
leperávidos viajeros de humedades.

VII
Cuerposesa,
nalgáname un segundo
del tiempo que se agota
y el mar que se avecina,
penestruja la blandura de mi carne,
reincídeme,
repíteme,
acábame.

Ricardo Solís

Colección Jumex



Rauschenberg, Marcel, Gabriel, entre otros apreciables, invitaban a una sala imposible. Nos divirtió, como enanos, el espejo deformatorio y el cañón de sillas viejas. Luego las bicis que encienden lámparas de pared, literalmente.
La recepción que ofrecieron nuestros amigos de los jugos era digna de la alta diplomacia. Mujeres, cuya belleza era relevante, llegaban en helicópteros y autos blindados. Fotógrafos, snobs y una buena dosis de frivolidad importaban poco al momento de echar el bailongo con Toy de Control machete. Los mariscos de botana y el gran banquete, habrá que contar la cantina infinita (gratuita), causaron en Memo, Iván, Óscar y Ana, una alegría poco vista. La utópica y elegante pedantería de la fiesta era consentidora y dejaba que nos emborracháramos, libres y guapachosos.
Aquello parecía la boda de un príncipe pretensioso. Al final, tiene que haberlo, uno podía llevarse costosos arreglos florales y peceras de cristal. Me ilusionó tener los presentes en la pequeña repisa del cuartucho donde duermo. Pero no podíamos, no nosotros, irnos de allí limpios. No podíamos esperar al Valet parking sin bromear, campechanamente, con jóvenes poco susceptibles a la ironía. No podíamos no estrellar los arreglos y las peceras de cristal en la frente de aquellos montoneros e intolerantes niños bien.
Salimos de allí, uno con la mano sangrante, otro con el ojo morado, hacía un Ecatapéc laberíntico cuya autopista al DF resultaba eterna y sin retorno. Como la noche que aun seguía, joven y maltrecha.

La muerte


Genealogía de la muerte
R supo que se convertiría en la muerte cuando vio a su tío, máscara de abismo, lanzarse de la tercera cuerda. Ni su padre, ex luchador (hoy recolector de basura), ni su madre, expendedora de quesadillas, estaban de acuerdo con el hecho de que el pequeño R entrara al mundo hostil de la lucha libre. R comenzó a entrenarse en secreto. En sus tiempos libres máscara de abismo le instruía las técnicas indispensables, pero era rey coloso, un gladiador retirado, el que se dedicaba a mostrar al joven las llaves y contrallaves, el arte de caer y en fin, los secretos del ring.

En su primer año R intercalaba los estudios de secundaria con un entrenamiento arduo por las tardes. Sus padres pensaban que, aparte de ser vago, era ocioso. R llegaba a su casa entrada la noche, cenaba algo y caía fulminado por un sueño denso. Estará metido en drogas, sugirió la abuela un día que R llegó desencajado y débil. Los entrenamientos a los que se sometía eran cada vez más duros.

Cuando R terminó la secundaria confesó a sus padres que llevaba un año preparándose con máscara de abismo y rey coloso. Su intención era dejar los estudios para dedicarse de lleno a la lucha libre. Las primeras reacciones fueron de desaprobación. El padre de R llamó de inmediato a su hermano, a quien concideraba un luchador mediocre de cartel bajo, para que le explicara por qué le había ocultado los propósitos de su hijo.

El padre de R había sido en su juventud un luchador que prometía grandes hazañas. En una mala caída se lastimó la rodilla derecha, misma que nunca sanó. En días nublados el dolor sigue siendo igual de intenso que en las primeras semanas del infortunio acaecido en la arena perdida de un polvoso pueblo del norte. El nombre de batalla del padre de R era la guadaña.

Como no se pueden detener los designios del destino, R continuó, con el apoyo de su familia, adiestrándose para convertirse en la muerte. Convenció a su padre un día de San Juan en el que los dos se emborracharon. Le prometió que llegaría a donde él no pudo. Hubo llanto y canciones tristes. Desde entonces la guadaña sería un entrenador más de la muerte.

Para el segundo año de instrucción R aventajaba a los otros aspirantes, inclusive los que llevaban más tiempo de entrenamiento que él. No había nadie en el coliseo Margarita que dudara de la calidad de R. Todos creían que su talento y persistencia lo llevarían lejos. Con el paso de los días a R se le iban marcando los músculos y ensanchando la espalda. Su cuerpo delgado y atlético podía dar las piruetas más insólitas. Cada que R volaba por sobre las cuerdas la guadaña se tocaba la rodilla derecha.

Para el tercer año de preparación los promotores se fijaban en el estilo único y arriesgado de R. Era tiempo que emergiera la muerte. Junto a rey coloso, máscara de abismo y la guadaña, R confeccionó lo que sería su personalidad luchística. Tardaron dos meses para llegar a la máscara perfecta. Una elegante y misteriosa tapa oscura que tenía estampadas a los lados, en honor a su padre, dos guadañas cruzadas.

Recorrido de la muerte
La primera lucha profesional de la muerte, como era de esperarse, fue de talonero en un cartel donde figuran estrellas consagradas. Rápido llamaron la atención del público, que no llenaba ni la cuarta parte de la arena, los vuelos suicidadas, la agilidad y sobre todo, la persona de aquel joven luchador. Su entrega en el cuadrilátero hizo que hablaran de él durante esa semana los pocos que lo vieron.

La muerte se había convencido que sería inmortal. No podía esperar para llegar de nuevo al emparrillado y darse al público. La siguiente lucha fue al lado de su tío, máscara de abismo, a quien opacó de fea manera con sus lances. El tío sintió, nos sin pena, el cruel desplazamiento al que se estaba enfrentando. Esa noche máscara de abismo comprendió el rol que tenía que asumir en adelante: apoyar a la muerte.

En tres meses la muerte ya compartía cartel con luchadores de primer orden. Ni siquiera la guadaña, máscara de abismo y rey coloso esperaban que sucediera tan rápido la fama de su pupilo. R seguía siendo aquel muchacho sencillo de la colonia obrera que soñaba con volar. Ni las giras, entrevistas y dinero hacían que a la muerte se le subiera la gloria.

La envidia en el mundo de la lucha está siempre a la orden del día. Esta se manifestó en una contienda cuando el gladiador experimentado, barrabás, no podía sino admirar el estilo elegante de la muerte. En la tercera caída barrabás salió con la intención de lastimar a la joven promesa. La fortaleza y velocidad de la muerte se impuso a la veteranía y experiencia de barrabás. Fue un mano a mano que el público celebró al filo de la butaca. De esta lucha saldría la primera y única apuesta de máscara que enfrentaría la muerte.

La fecha de la contienda sería el 5 de noviembre, para lo que aun faltaban dos meses y cuatro peleas de promoción. Los empresarios anunciaban la función, como la estelar, en carteles y comerciales de radio: “Máscara contra máscara. La muerte contra barrabás. La última batalla.” Los boletos se agotaron dos semanas antes del evento. Todos, como era de esperarse, marcaban como favorito a la muerte. En las cuatro luchas promociónales que antecedieron a “la última batalla” la atracción principal era el pique entre barrabás y la muerte. La maestría y elegancia del joven luchador pudo con la del viejo, sin embargo los golpes veteranos de barrabás minaron su físico. Las cuatro funciones resultaron inolvidables para aquel público ávido de sangre y máscaras rotas.

Por aquellos días R se sentía cansado antes de comenzar sus ejercicios cotidianos. No dormía bien por las noches y lo atacaba una ansiedad maliciosa. La ficción saltó a la realidad cuando barrabás visitó a la muerte en sus entrenamientos y le estrelló una silla de lámina en la espalda. Máscara de abismo salió en defensa de la muerte llevándose un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó inconciente durante algunos minutos. Va en serio, pensó R.

Llegó el 5 de noviembre. Barrabás estaba seguro que acabaría con la carrera de la muerte al despojarlo de su máscara. El público presente apenas puso atención a las luchas previas. La batalla se antojaba épica. Cuando el anunciador gritó: “lucharán a dos de tres caídas sin límite de tiempo, por el honor y la máscara. En esta esquina, barrabás.” El abucheo generalizado fue tal que aun lo recuerdan los cronistas que estuvieron presentes esa noche. “En esta otra, la muerte.” La arena parecía el epicentro de un temblor. El mundo, la ciudad afuera no importaban. Lo único para aquellos testigos privilegiados era el latido del coliseo y el espectáculo que ofrecían dos hombres encapuchados batiéndose, sin misericordia, en el centro de aquel universo emparrillado.

Mar de noche

Pienso y siento para eliminar lo que pienso y siento

A veces pienso que tú eres como los pájaros y yo como el mar de noche

Sur


otra vez el sur. hasta pronto, quiero decir, hasta siempre. como los pájaros, cris, flaco lópez, manin, camarena, coi, mar rojo, javi, gris, sophie, pluma, calor.


Ausencia

Periódicamente, es necesario pasar lista a las cosas, comprobar otra vez su presencia. Hay que saber si todavía están allí los árboles, si los pájaros y las flores continúan su torneo inverosímil, si las claridades escondidas siguen suministrando la raíz de la luz, si los vecinos del hombre se acuerdan aún del hombre, si dios ha cedido su espacio aun reemplazante, si tu nombre es tu nombre o es ya el mío, si el hombre completó su aprendizaje de verse desde afuera. Y al pasar lista es preciso evitar un engaño: ninguna cosa puede nombrar a otra. Nada debe reemplazar a lo ausente.

R. Juarroz

En lo alto para siempre. William Foster Wallace.



Feliz cumpleaños. Tu decimotercer cumpleaños es importante. Tal vez sea tu primer día realmente público. Tu decimotercer cumpleaños es la ocasión para que la gente se dé cuenta de que te están pasando cosas importantes. Te han estado pasando cosas durante el último medio año. Ahora tienes siete pelos en tu axila izquierda. Doce en la derecha. Espirales duras y amenazadoras de pelo negro y encrespado. Un pelo crujiente, animal. Alrededor de tus partes íntimas te han salido más pelos duros y rizados de los que puedes contar sin perderte. Y otras cosas. Tu voz es llena y rasposa y se mueve entre octavas sin previo aviso. Tu cara empieza a brillar cuando no te la lavas. Y dos semanas de dolor profundo y temible la pasada primavera hicieron que algo se te descolgara desde dentro: tu saco se ha llenado y se ha vuelto vulnerable, un articulo de lujo que tienes que proteger. Levantado y amarrado por unos suspensorios prietos que te dejan rayas rojas en las nalgas. Te ha brotado una nueva fragilidad. Y sueños. Durante meses has tenido sueños que no se parecían a nada que hubieras visto antes: húmedos, trepidantes y distantes, llenos de curvas cimbreantes, de pistones frenéticos, de calor y de un vértigo tremendo. Y te has despertado con los párpados convulsos al ritmo de una descarga, un borbotón y un espasmo que te ha sacudido desde el cuero cabelludo hasta los dedos de los pies procedente de una zona en las profundidades de tu interior que nunca imaginabas que tuvieras, estremecimientos producidos por un dolor profundo y dulce, las farolas del otro lado de las persianas de tus ventanas proyectando estrellas brillantes en el techo negro del dormitorio, y una gelatina blanca y densa rezumándote entre las piernas, goteando y pegándose, enfriándose sobre ti, endureciéndose y aclarándose hasta que no queda nada más que nudos retorcidos de pelo animal duro y pálido en la ducha matinal y en esa maraña húmeda persiste un olor dulce y limpio que no puedes creer que proceda de nada que tú hayas creado en tu interior.Más que a ninguna otra cosa, el olor se parece a esta piscina: una sal dulce mezclada con lejía, una flor de pétalos químicos. La piscina tiene un fuerte olor azul claro, aunque ya se sabe que el olor nunca es tan fuerte como cuando uno está dentro del azul, como tú ahora, recién salido del agua, descansando en la parte menos profunda de la piscina, con el agua a la altura de las caderas lamiéndote esa zona que te ha cambiado. La terraza de esta vieja piscina pública situada en el extremo occidental de Tucson está rodeada por una verja Cyclone del color del peltre, decorada con un enredo brillante de bicicletas sujetas con cadenas. Detrás de la verja hay un aparcamiento negro y caluroso lleno de líneas blancas y coches resplandecientes. Un prado indistinto de hierba seca y matojos duros, cabezas aterciopeladas de viejos dientes de león que estallan y flotan como copos de nieve en el viento que se levanta. Y más allá de todo esto, doradas por un redondo y lento sol de septiembre, están las montañas, dentadas, con los ángulos agudos de sus picos recortándose contra una luz cansina de color rojo intenso. Sobre el fondo rojo sus picos afilados y conectados trazan una línea serrada, el electrocardiograma del día que agoniza. Las nubes se tiñen de color en el borde del cielo. Flotan lentejuelas en el azul claro del agua, a esa temperatura cálida propia de las cinco de la tarde, y el olor de la piscina, igual que el otro olor, conecta con una niebla química que hay dentro de ti, una penumbra interior que desvía la luz hacia los bordes y difumina la distinción entre lo que termina y lo que empieza. Tu fiesta es esta noche. Esta tarde, la tarde de tu cumpleaños, has pedido permiso para venir a la piscina. Querías venir solo, pero un cumpleaños es un día familiar, tu familia quiere estar contigo. Es amable por parte de ellos, no sabes explicar por qué querías venir solo, y la verdad es que tal vez no quisieras estar realmente solo, de manera que han venido. Están tomando el sol. Tu padre y tu madre toman el sol. Sus hamacas han estado señalando la hora toda la tarde, siguiendo la curva del sol a través de un cielo despejado y tan recalentado que ha adquirido la textura de una película gelatinosa. Tu hermana juega a Marco Polo cerca de ti en la parte menos profunda con un grupo de niñas flacas de su curso. Le toca a ella quedar, dice «Marco» y ha de perseguir a ciegas a quienes le replican chillando «Polo». Tiene los ojos cerrados y va dando vueltas al compás de un coro de gritos, girando en el centro de una rueda de niñas chillonas con gorros de baño. De su gorro sobresalen flores de goma. Los pétalos de color rosa viejos y flácidos tiemblan cada vez que ella se abalanza en dirección a los ruidos invisibles. En el otro extremo de la piscina están el «tanque», la zona destinada a saltos, y la torre elevada del trampolín. En la terraza de detrás está la CAF TERÍA, y a ambos lados de la misma, atornillados sobre las entradas de cemento de las duchas oscuras y húmedas y los vestuarios, están los megáfonos de metal gris que emiten el hilo musical de la piscina, ese ruidito metálico y mortecino. Caes bien a tu familia. Eres inteligente y callado, respetuoso con los mayores, aunque no te faltan agallas. Te portas bien en general. Vigilas a tu hermana pequeña. Eres su aliado. Tenías seis años cuando ella tenía cero y estabas enfermo de paperas cuando la trajeron a casa envuelta en una manta amarilla muy suave; le diste un beso de bienvenida en los pies por miedo a contagiarle las paperas. Tus padres dijeron que aquello era un buen augurio. Que marcaba la tónica. Ahora creen que tenían razón. Están orgullosos de ti y satisfechos en todos los sentidos y se han retirado a esa distancia afable en la que se mueven el orgullo y la satisfacción. Os lleváis bien.Feliz cumpleaños. Es un gran día, tan grande como la bóveda del cielo del suroeste. Lo has estado cavilando. Ahí arriba está el trampolín. Pronto querrán marcharse. Súbete y hazlo. Te sacudes de encima la limpieza azul. Estás lleno de cloro, suave y resbaladizo, reblandecido, con las yemas de los dedos arrugadas. La niebla de olor demasiado limpio de la piscina se te ha metido en los ojos; descompone la luz en colores suaves. Te golpeas la cabeza con la base de la mano. En un lado de la cabeza suena un eco fofo. Inclinas la cabeza hacia ese lado y das un saltito, un calor repentino en tu oído, delicioso, mientras el agua calentada en tu cerebro se enfría en el nautilo exterior de tu oreja. Ahora oyes la música más nítida y metálica, los gritos más cercanos, mucho movimiento en mucha agua. La piscina está llena para ser tan tarde. Hay chicos flacos, hombres peludos como animales. Chicos desproporcionados, todo cuello, piernas y articulaciones huesudas, estrechos de pecho y vagamente parecidos a pájaros. Como tú. Hay ancianos que se mueven a tientas por la parte menos profunda con las piernas rígidas como patas de palo, palpando el agua con las manos, fuera de todos los elementos a la vez. Y niñas-mujeres, mujeres, curvilíneas como instrumentos o como frutas, con la piel barnizada de color castaño oscuro, la parte superior de sus bañadores sostenida por frágiles nudos de cordón de colores delicados que aguantan el peso de cargas misteriosas, la parte inferior encabalgada sobre las suaves prominencias de unas caderas totalmente distintas a las tuyas, hinchazones desmedidas y giratorias que se funden bajo la luz con un espacio circundante que sostiene y acomoda sus curvas suaves como si fueran objetos preciosos. Casi lo puedes entender. La piscina es un sistema de movimientos. Aquí y ahora se ven: chapoteos, combates de salpicaduras, zambullidas, acorralamientos en las esquinas, Tiburones y Sardinas, caídas desde lo alto, Marco Polo (tu hermana todavía Lo es, medio llorosa, hace demasiado rato que Lo es, el juego rayano en la crueldad, pero no te compete defenderla ni avergonzarla). Dos chicos de color blanco brillante con toallas de algodón atadas como si fueran capas corren por el borde de la piscina hasta que el socorrista les hace detenerse en seco gritando por el megáfono. El socorrista es de color castaño como un árbol, el vello rubio le forma una línea vertical sobre el estómago, lleva un sombrero de explorador de la selva y su nariz es un triángulo blanco de crema. Una niña rodea con el brazo una de las patas de su torreta. Está aburrido. Ahora sales y pasas junto a tus padres, que están tomando el sol y leyendo y no te miran. Olvídate de tu toalla. Detenerse a recoger la toalla significa hablar y hablar requiere pensar. Has decidido que el miedo lo causa básicamente el hecho de pensar. Sigue adelante, hacia el tanque que hay en el extremo hondo de la piscina. Al borde de tanque hay una torre enorme de hierro de color blanco sucio. Un trampolín sobresale de la alto de la torre como una lengua. La terraza de cemento de la piscina es áspera y está caliente al tacto de tus pies llenos de cloro. Cada una de las huellas que dejas es más fina y tenue. Va menguando detrás de ti sobre la piedra caliente hasta desaparecer.Flotan hileras de salchichas de plástico alrededor del tanque, que es un mundo en sí mismo, ajeno al ballet convulsivo de cabezas y brazos del resto de la piscina. El tanque es azul como la energía, pequeño y profundo y perfectamente cuadrado, flanqueado por las calles de la piscina y por la CAF TERÍA y la terraza áspera y caliente y la sombra inclinada bajo la luz del atardecer de la torre y el trampolín. El tanque está silencioso y tranquilo y quieto en el lapso entre dos zambullidas. Tiene un ritmo propio. Como la respiración. Como una máquina. La cola de quienes esperan para subir al trampolín forma una curva que retrocede desde la escalera de la torre. La cola se tuerce gradualmente y se endereza al acercarse a la torre. Uno por uno, van llegando a la escalera y suben. Uno por uno, separados por un latido del corazón, alcanzan la lengua del trampolín que hay en lo alto. Y una vez en el trampolín, hacen una pausa, siempre exactamente la misma pausa que se prolonga durante un latido del corazón. Sus piernas los llevan hasta el extremo, donde todos dan el mismo bote para impulsarse y trazan una curva con los brazos como si estuvieran dibujando algo circular y total. Pisan con fuerza el extremo de la tabla y hacen que esta los lance hacia arriba y afuera. Es una máquina de descensos en picado, de líneas de movimiento discontinuas a través de la dulce neblina de cloro del atardecer. Uno puede contemplar desde la terraza cómo golpean la superficie fría y azul del tanque. Cada zambullida crea un penacho blanco que se eleva, se desploma sobre sí mismo, se extiende y se deshace en forma de espuma. Luego aparece un azul puro en medio de la mancha blanca y crece como un pudín, hasta limpiarlo todo de nuevo. El tanque se cura a sí mismo. Tres veces mientras tú recorres el camino. Estás en la cola. Mira a tu alrededor. Tienes que parecer aburrido. En la cola casi nadie habla. Todos parecen ensimismados. La mayoría miran la escalera y parecen aburridos. Casi todos tenéis los brazos cruzados y estáis congelados por un viento vespertino que se está levantando y que golpea las constelaciones de partículas de cloro azul puro que cubren vuestras espaldas y vuestros hombros. Parece imposible que todo el mundo pueda estar tan aburrido. A tu lado tienes el extremo de la sombra de la torre, la lengua negra inclinada que es el reflejo del trampolín. La sombra es un sistema enorme, largo, escorado a un lado y unido a la base de la torre formando un ángulo oblicuo y agudo. Casi todos los que están en la cola del trampolín miran la escalera. Los chicos mayores miran el trasero a las chicas mayores que suben. Los traseros están enfundados en una tela suave y fina, en nilón ajustado y elástico. Los buenos traseros ascienden por la escalera como péndulos sumergidos en líquido, siguiendo un código lento e indescifrable. Las piernas de las chicas te hacen pensar en ciervos. Tienes que parecer aburrido. Mira más allá. Mira al otro lado. Puedes ver perfectamente. Tú madre está en su hamaca, leyendo, con los ojos entornados, con la cara inclinada hacia arriba para recibir la luz del sol en las mejillas. No ha mirado para ver dónde estás. Da un sorbo de alguna bebida dulzona de una lata. Tu padre está tumbado sobre su enorme panza, su espalda parece una cresta en el lomo de una ballena, los hombros cubiertos de rizos de pelo animal, la piel untada de aceite y de color castaño oscuro por culpa del exceso de sol. Tu toalla está colgando de la silla y ahora se mueve una punta de la tela: tu madre la ha golpeado al espantar a una abeja a la que parece gustarle lo que ella tiene en la lata. La abeja vuelve enseguida y parece flotar inmóvil sobre la lata trazando un suave borrón. Tu toalla tiene una cara enorme del oso Yogi. En algún momento ha tenido que haber más gente en la cola detrás de ti que delante. Ahora no hay nadie por delante excepto tres personas que suben por la estrecha escalerilla. La mujer que hay delante de ti está en los travesaños de abajo, mirando hacia arriba. Lleva un bañador ajustado de nilón negro de una sola pieza. Asciende. Desde lo alto llega un retumbo, luego una caída tremenda, un penacho y el tanque se cura a sí mismo. Ahora quedan dos personas en la escalera. Las normas de la piscina dicen que solamente puede haber una persona en la escalera, pero el socorrista nunca grita a los que suben. El socorrista es quien dicta las verdaderas normas gritando o dejando de gritar. La mujer que hay por encima de ti no tendría que llevar un bañador tan ajustado. Es tan mayor como tu madre e igual de corpulenta. Es demasiado corpulenta y está demasiado blanca. Su bañador rebosa. La parte posterior de sus muslos queda constreñida por el bañador y tiene un aspecto parecido al queso. Sus piernas están marcadas con los garabatos pequeños y abruptos de las venas varicosas y azules que circulan por debajo de la piel blanca, como si sus piernas tuvieran algo roto o herido. Parece que sus piernas tendrían que doler si uno las apretara, de tan llenas como están de garabatos árabes retorcidos de un azul roto y frío. Sus piernas hacen que te duelan las tuyas.Los travesaños son muy delgados. No te lo esperabas. Cilindros delgados de hierro envueltos en fieltro de seguridad mojado y resbaladizo. El olor del hierro mojado a la sombra te hace sentir un sabor metálico. Cada travesaño se te clava en las plantas de los pies y te deja una marca. Las marcas se clavan hondo y duelen. Te sientes pesado. Cómo debe de sentirse la mujer corpulenta que tienes por encima. Los pasamanos a los lados de la escalera también son muy delgados. Parece que no puedan sostenerte. Confías en que la mujer también se coja bien. Y, por supuesto, desde lejos parecía que hubiera menos travesaños. No eres estúpido. Subes hasta la mitad, a la vista de todos, la mujer corpulenta por delante de ti, un hombre robusto, calvo y musculoso bajo tus pies. El trampolín todavía está lejos en lo alto y es invisible desde aquí. La tabla retumba y hace un ruido batiente, y un chico al que puedes ver a lo largo de unos cuantos pies a través de los finos travesaños de la escalera cae trazando una línea resplandeciente, con una rodilla abrazada contra el pecho, y se zambulle al estilo bomba. Un enorme signo de exclamación de espuma aparece en tu campo visual, se disgrega y se desmorona sobre el enorme borbotón. Luego, el murmullo del tanque curando de nuevo su superficie azul. Más travesaños delgados. Agárrate fuerte. La radio se oye más alta aquí, uno de los altavoces colocado sobre una de las entradas de cemento de los vestuarios te queda a la altura de los oídos. Un tufillo húmedo y frío sale del interior del vestuario. Te agarras fuerte a las barras de hierro, te doblas, miras hacia abajo y a tu espalda y puedes ver a la gente comprando chucherías y refrescos allí abajo. Puedes verlo todo desde arriba: la cima blanca y limpia de la gorra del vendedor, los envases de helado, las neveras de latón humeantes, los tanques de sirope, las serpientes de las mangueras de soda, las cajas abultadas de palomitas saladas recalentadas por el sol. Ahora que estás en lo alto puedes verlo todo. Hace viento. Cuanto más alto llegas más viento hace. El viento es fino; cuando sopla a la sombra te enfría la piel mojada. Con el fondo de la escalera y a la sombra tu piel se ve muy blanca. El viento te produce un silbido agudo en los oídos. Faltan cuatro travesaños para el final de la escalera. Los travesaños te hacen daño en los pies. Son delgados y te demuestran cuánto pesas. En la escalera pesas mucho. El suelo te quiere de vuelta. Por fin puedes ver lo que hay por encima de la escalera. Ves el trampolín. La mujer está ahí. Tiene dos caballones de callos rojos y de aspecto doloroso en la parte posterior de los tobillos. Está de pie al principio del trampolín y le miras los tobillos. Ahora estás por encima de la sombra de la torre. El hombre corpulento que hay debajo de ti está mirando por entre los travesaños de la escalera el espacio que la mujer tiene que atravesar. Ella se detiene durante el instante que dura un latido del corazón. No hay ni rastro de lentitud. Te quedas helado. En un abrir y cerrar de ojos llega al final del trampolín, toma impulso hacia arriba, luego hacia abajo, el trampolín se comba hacia abajo como si no la quisiera. Luego asiente, rebota y la arroja violentamente hacia arriba y hacia fuera. Sus brazos se abren para trazar el círculo y de pronto desaparece. Se esfuma en un parpadeo oscuro. Y pasa tiempo antes de que oigas el impacto allí abajo. Escucha. No parece apropiado, esa manera de desaparecer durante el tiempo que transcurre hasta que se oye el ruido. Como cuando tiras una piedra en un pozo. Pero te da la impresión de que ella no piensa lo mismo. Ella era parte de un ritmo que excluye el pensamiento. Y ahora tú también te has convertido en parte de él. El ritmo parece ciego. Como las hormigas. Como una máquina. Decides que es necesario pensar en esto. Después de todo, puede ser apropiado hacer algo temible sin pensarlo, pero no cuando lo temible es el propio hecho de no pensar, Ion cuando resulta que el penar es inapropiado. En algún momento los detalles inapropiados se han amontonado hasta cegarte; el aburrimiento fingido, el peso, los travesaños finos, el dolor en los pies, el espacio segmentado por la escalera en encuadres unidos solamente mediante una desaparición en el tiempo. El viento en la escalera que nadie hubiera esperado. La manera en que el trampolín sobresale de la sombra para entrar en la luz y no puedes ver más allá de su extremo. Cuando todo resulta distinto a lo esperado uno tendría que ponerse a pensar. Es lo que habría que hacer. La escalera está atestada debajo de ti. La gente está apilada, separados los unos de los otros por unos pocos travesaños. La escalera está conectada a una nutrida cola que retrocede y traza una curva hasta la oscuridad de la sombra escorada de la torre. La gente de la cola tiene los brazos cruzados. Los que están al pie de la escalera están ansiosos y miran todos hacia arriba. Es una máquina que solamente se mueve hacia delante.Subes a la lengua de la torre. El trampolín resulta ser muy largo. Tan largo como el tiempo que pasas en él. El tiempo se ralentiza. Se condensa a tu alrededor mientras tu corazón late cada vez más veces por segundo y sus latidos abarcan todos los movimientos del sistema de la piscina allí abajo. El trampolín es largo. Desde donde estás parece estrecharse hasta la nada. Te va a enviar a alguna parte que su propia longitud te impide ver y parece inadecuado entregarse a esto sin pararse a pensar. Mirado de otro modo, el mismo trampolín no es más que una cosa larga, plana y delgada cubierta con una sustancia plástica blanca y áspera. La superficie blanca es muy áspera y tiene motas y rayas de un color rojo pálido y acuoso que sin embargo nunca deja de ser rojo para convertirse en rosa: viejas gotas de agua de la piscina que atrapan la luz del sol vespertino sobre las montañas escarpadas. La sustancia blanca y áspera del trampolín está mojada. Y fría. Los pies te duelen por culpa de los travesaños delgados y tienen una sensibilidad exacerbada. Se resienten de tu peso. Hay barandillas en el principio del trampolín. No son como las barras laterales de la escalera. Son gruesas y están muy bajas, de modo que casi tienes que agacharte para cogerte a ellas. Solamente son de adorno, nadie se coge a ellas.. Agarrarse lleva tiempo y altera el ritmo de la máquina. Es un trampolín largo, frío, áspero y blanco de plástico o fibra tic vidrio, veteado del mismo color triste cercano al rosa que las golosinas baratas. Pero al final del trampolín blanco, en su extremo, en donde te apoyas con todo tu peso para hacer que te arroje lejos, hay dos zonas de oscuridad. Dos sombras planas bajo la luz del sol. Dos formas ovales difusas y negras. El final del trampolín tiene dos manchas sucias. Son de toda la gente que ha pasado antes que tú. Mientras estás aquí de pie tus pies están reblandecidos y marcados, doloridos por la superficie áspera y mojada, y ves que las dos manchas oscuras las ha hecho la piel de la gente. Es piel erosionada de los pies por la violencia de la desaparición de gente provista de un peso real. Más gente de la que podrías contar sin perderte. El peso y la erosión causada por su desaparición deja trocitos de pies reblandecidos, migas, grumos y tiras de una piel sucia, oscurecida y morena cuyos trocitos diminutos y deslavados se ven a la luz del sol al final del trampolín. Se amontonan, se deslavan y se mezclan. Se oscurecen formando dos círculos.Fuera de ti el tiempo no transcurre en absoluto. Es asombroso. El ballet vespertino que tiene lugar allí abajo se mueve a cámara lenta, con los movimientos pesados de mimos sumergidos en jalea azul. Si quisieras podrías quedarte aquí encima para siempre, vibrando tan deprisa por dentro que flotarías inmóvil en el tiempo, como una abeja flotando sobre alguna sustancia dulce. Pero tendrían que limpiar el trampolín. Cualquiera que lo piense un segundo se dará cuenta de que tendrían que limpiar del extremo del trampolín toda esa piel de la gente, esas dos huellas negras de lo que queda del pasado, esas manchas que desde aquí detrás parecen ojos, ojos ciegos y bizcos. El sitio donde estás ahora es tranquilo y silencioso. La radio grita al viento y chapotea en otra parte. No hay tiempo ni más sonido real que tu sangre chillándote en la cabeza. Estar aquí en lo alto comporta visiones y olores. Los olores son íntimos, recién blanqueados. Es ese peculiar aroma floral de la lejía, pero de su interior emanan otras cosas hacia ti como una nieve sembrada de hierba. Notas un olor intenso a palomitas amarillas. A un aceite dulce y tostado como el de los cocos calientes. Deben de ser perritos calientes o maíz tostado. Un rastro diminuto y cruel de Pepsi muy oscura en vasos de papel. Y ese olor especial a toneladas de agua emanando de toneladas de piel, elevándose como el humo de un baño reciente. Calor animal. Desde lo alto es más real que nada. Míralo. Puedes verlo todo en toda su complejidad, azul y blanco, marrón y blanco, bañado en un destello acuoso de color rojo cada vez más intenso. Todo el mundo. Esto es lo que la gente llama una vista. Y sabías que desde abajo no te podía parecer que estuvieras tan alto aquí arriba. Ahora ves qué alto te encuentras. Sabías que desde abajo no se puede saber. El tipo que tienes debajo te dice, con la vista clavada en tus tobillos, el hombre calvo y corpulento: Eh, chico. Quieren saber. ¿Tienes pensado pasarte todo el día aquí o qué te pasa exactamente? Eh, chico, ¿estás bien? Todo este tiempo ha habido tiempo. No puedes matar al tiempo con el corazón. Todo ocupa tiempo. Las abejas tienen que moverse muy deprisa para permanecer quietas. Eh, chico, te dice. Eh, chico, ¿estás bien? Brotan flores metálicas en tu lengua. Ya no hay tiempo para pensar. Ahora que hay tiempo no tienes tiempo. Eh. Lentamente ahora, atravesándolo todo, surge una mirada que se extiende como las ondas que aparecen en el agua cuando lanzas algo. Mira cómo se extiende desde la escalera. Tu hermana, a la que acabas de ver, y sus amigas blancas y delgadas, señalándote. Tu madre mira hacia la parte menos profunda de la piscina donde estabas antes y pone la mano en forma de visera. La ballena se agita y se sacude. El socorrista levanta la vista, la niña que le agarra la pierna levanta la mirada, echa mano al megáfono. Debajo para siempre hay una terraza áspera, chucherías, música tenue y metálica, ahí abajo donde solías estar. La cola está abarrotada y no permite marcha atrás. Y el agua, por supuesto, solamente es blanda cuando estás en su interior. Mira hacia abajo, Ahora se mueve bajo el sol, llena de monedas duras de luz dotadas de un resplandor rojizo a medida que se alejan y se funden con una niebla que es1a sal de tu propio sudor. Las monedas estallan formando lunas nuevas, cascotes alargados procedentes de los corazones de estrellas tristes. El tanque cuadrado es una sabana fría y azul. Lo frío es una modalidad de lo duro. Una modalidad de la ceguera. Te han pillado desprevenido. Feliz cumpleaños. ¿Creías que ya había pasado? Sí y no. Eh, chico. Dos manchas negras, un momento de violencia y desapareces en el pozo del tiempo. La altura no es el problema. Todo cambia cuando vuelves abajo. Cuando impactas con todo tu peso. Entonces, ¿cuál es la mentira? ¿Lo duro o lo blando? ¿El silencio o el tiempo? La mentira es que haya que elegir entre una cosa y otra. Una abeja quieta y flotante se mueve demasiado deprisa para pensar. Desde lo alto la dulzura la hace enloquecer. El trampolín asentirá y tú saldrás despedido, y los ojos de piel podrán cruzar a ciegas un cielo empañado de nubes, la luz horadada se vaciará detrás de esa piedra afilada que es la eternidad. Que es la eternidad. Pisa la piel y desaparece. Hola.