Un final ruso


En ocasiones sigo personas. En lo primero que me fijo es en sus zapatos. Los zapatos dicen mucho de las personas. Mirando los zapatos de los otros se ha ido mi vida. Mi vida de pequeñas persecuciones. Mi vida sin otro atributo que mi férrea voluntad. Mi voluntad a prueba de lluvia y distancias. Mi voluntad incansable cuando se trata de seguir los pasos que otros dan con zapatos interesantes. Zapatos nuevos o muy bien cuidados en los que se reflejan los gatos, automóviles y enredaderas. Donde el sol, y a veces la luna, tienen una minúscula repetidora.

El verano pasado seguí a una persona que no tenía pierna derecha. Sin embargo el pie de su pierna izquierda calzaba un zapato hermoso. Un zapato que relucía un brillo extraordinario. Un brillo que me recordó las ilustraciones bíblicas y la sonrisa de los niños pobres. Aquel manco caminó, con su sola pierna, por el muelle de los barcos. El tipo tenía estilo. Parecía que la mutilación de una de sus extremidades le venía bien. No he visto personas que luzcan un par de muletas como aquel hombre que caminaba por el muelle de los barcos.

Solitario, como el zapato de su pierna izquierda, el hombre miraba los barcos con un dejo melancólico. Fumaba un cigarrillo y miraba los barcos suspendidos en el muelle. Cuando aquel viejo mutilado caminaba, la suela de su hermoso zapato hacía un sonido que acompasaba con el sonido de las muletas al estrellarse en la madera de los astilleros. En su camino encontró un vendedor de algodones de azúcar al que ni siquiera tomó importancia. Más adelante compró una cerveza de lata a una pareja de novios que se acariciaban en una banca y se la bebió mirando, al borde del muelle, los barcos más pequeños. ¿Qué sentía aquel hombre mutilado mientras veía barcos pequeños mecerse como cunas de gigantes? ¿Qué melancolía es la que corresponde a un hombre con una sola pierna que bebe cerveza de lata mirando pequeños navíos? Una melancolía que se salva cuando se advierte el brillo, el espejo oscuro de su único zapato.

El hombre terminó la lata de cerveza y caminó hasta un cafecito porteño. Después llegué yo, que le seguía el paso a cierta distancia. Desde la mesa contigua me atreví a preguntarle (yo bebía un expreso doble y él una cerveza de barril) el por qué de las muletas. El hombre se separó de la mesa y descorrió el mantel que la cubría. Vaya, le dije, lindo zapato.

II
Ese mismo verano seguí a una mujer de cabello afro. Sus zapatillas altas y púrpuras me dejarían embrujado a la salida del cine Mayagoitia. Otra solitaria, pensé, que viene al cine no para ver películas, sino para pescar. Alguien que se puso zapatillas elegantes un día lluvioso. Una mujer desesperada. La seguí hasta la estación del metro y antes de que comprara el boleto la abordé. Hablé, de qué más, de sus zapatos. De su elegancia. La mujer sonrió. Se llamaba Sika y tenía los ojos negros y brillantes, como el zapato de aquel hombre mocho que veía embarcaciones nostálgicamente. Tu belleza es una pieza única, le dije. Sika se ruborizó y me invitó a su departamento. Nos metimos en su cama, fría. Por la noche nos dio hambre y bajamos a la calle. Ella no llevaba puestos los zapatos púrpuras y pidió una hamburguesa doble.

III
La semana pasada seguí a un estudiante (especulo que era estudiante porque llevaba una mochila trepada en la espalda). Tenía semanas sin que me llamara la atención el calzado de los otros. Era muy temprano. Yo regresaba de mi trabajo como guarda de museo. Aquel muchacho caminaba sobre un par de zapatos multicolor. Si bien no de muy buen gusto, aquellos zapatos tenían algo que valía la pena. Seguir a su dueño por algunas horas me pareció una idea seductora. El muchacho entró a un hospital de la avenida Minela Brusco y se sentó en la sala de espera. Yo lo estudiaba desde un punto para él ciego. Pensé que aquella persecución secreta se trataba de una pérdida de tiempo. El muchacho comenzó a llorar. Primero apacible, después desesperadamente. ¿Por qué lloraba aquel joven en la sala de espera del hospital? Se lo preguntaría más adelante. Después de todo ya había iniciado con aquella persecución. No podía echarme para atrás ahora. Aquel estudiante derramaba uno que otra lágrima en sus zapatos multicolor. ¿Por qué lloras? Le cuestioné. ¡Qué putas te importa!, contestó. No se me ocurrió nada y salí del lugar. No había nadie con calzado interesante tan temprano en el muelle ni en la salida del cine. No había nadie interesante en la ciudad entera.