Teoría Constantinopla


Preparaba un corte que Ó trajo del desierto. Mientras descongelaba la carne llegó a la cocina del hotel un canadiense animoso. Dijo que huía del crudo frío de Ottawa. Tendría 55 años. Hablaba un perfecto castellano que aprendió, según dijo, en la India. Se me hizo rarísima la referencia.
El canadiense era un monólogo. Creo que los hombres monólogo son de lo más triste que hay. También los hombres fisgones, como yo.
Sazonaba la carne con especies finas cuando me animé a preguntar el oficio del canadiense. Profesor de historia, señaló, pero mi pasión es la pintura. Pinto pasajes de la historia romana, principalmente su caída a manos de los bárbaros.
En ese momento comenzó una perorata que yo sabía estaba basada en el libro de Gibbon. Habló sobre el afeminamiento y renuncia del antiguo imperio por seguir una vida militar y entregarse a los placeres carnales, principalmente los que proceden con el mismo sexo.
El corte friéndose despidía un olor prodigioso. Mi hambre era cruel y aquel aroma me castigaba gozosamanete. El canadiense refirió una teoría como suya, cosa que pensé era una patraña. La teoría Constantinopla. Aquello que las historias perdidas del imperio Romano se alamacenaron en la Vasileuousa Polis. Dijo: sabes, Europa es una península de Asia. Cuando terminó la frase soltó tal carcajada que comencé a sentirme incómodo.
Le cambié el tema. Pregunté si le gustaba la literatura latinoamericana. Como era de esperarse nombró a García Márquez. Habló sobre Colombia y la situación de América latina. Sobre la dependencia que tiene México de su colosal vecino. Criticó a los políticos del país, su tardía decisión por hacer refinerías petroquímicas nacionales. Luego se pasó a la crisis estadounidense. Refirió que él considera la religión del nuevo milenio al consumismo. Cuando dijo esto soltó otra enorme carcajada.
El canadiense no paraba de encender cigarrillos Delicados. Daba fuertes caladas, se dirían las caladas de un desesperado. Su charla era un aburrido ejercicio de fanatismo histórico.
El olor de la carne hacía retorcer mis intestinos. Casi podía morder el vapor que manaba la sartén. De reojo pregunté al canadiense sobre los países que había visitado a lo largo de su vida para escapar del crudo invierno de Ottawa. Dijo que a finales de los setentas fue a África, Asia y Europa, todo de aventón. El país en el que más aventuras había pasado fue en Marruecos. Junto a un trío de españoles, un mexicano y un chileno había consumido todo tipo de drogas en aquellas regiones. Habló sobre sus experiencias extra sensoriales.
Mi carne estaba lista. Termino tres cuartos, como me gusta. Ya me saboreaba cuando el canadiense recordó los nombres de sus compañeros de viaje en voz alta. Entre ellos el de un joven escritor, un chileno llamado Roberto. Por no dejar la posibilidad pregunté: ¿Bolaño? El canadiense se quedó pasmado, mirándome con sus diminutos ojos azules. Primera vez que deja pasar un silencio tan prolongado, pensé. ¿Le conoces? Preguntó. Es uno de mis escritores favoritos, dije.
Me enamoré de él en Marruecos, soltó de sopetón. Una noche, en Fez, casi nos besamos.
Sin dejar de sorprenderme en el momento, mi hambre era mayor que la fascinación que cultivo por las historias negras del gran detective. Háblame sobre él, pidió el canadiense. Murió en Barcelona debido a una enfermedad hepática. Harán cinco años. Ahora tengo que irme. Ya hablaremos en otra ocasión.
El canadiense se quedó sin dar crédito. Al marcharme pude advertirlo mirando la pared ahumada de la cocina, como si allí se abriera un túnel que lo llevara a la lejana noche que compartió con su Roberto. Un canadiense abstraído en medio del exquisito olor de mi corte recién cocinado, una verdadera delicia.

Samuel


Rodo lee en una cama vieja Fin de partida. En la página 30 suena el teléfono.

Rodo: Diga.

Repartidor de pizza hut: ¿Ó?

Rodo: No, Rodo. Ó no se encuentra.

Repartidor de pizza hut: Estoy en el lobby del hotel y tengo una pizza para Ó de la habitación 109.

Rodo: Pues sí, aquí vive pero no se encuentra. Aun no llega del trabajo. Déjame llamarle para ver qué dice.

Repartidor de pizza hut: Se lo agradecería.

Rodo cuelga el teléfono y llama a Ó. Ó descuelga su celular pero no responde. Rodo alcanza a escuchar, por cinco segundos, la respiración de alguien al otro lado de la línea. Insiste: bueno, ¿Ó? Ó cuelga. A Rodo todo le parece demasiado beckettiano. Regresa a la cama vieja indeciso de ir al lobby o esperar a que Ó lo llame. Abre Fin de partida. Lee: “Clov: voy a por la sonda”. Vuelve a sonar el teléfono.

Rodo: Diga.

Repartidor de pizza hut: Hola. ¿Qué le dijo Ó?

Rodo: No me contestó pero ya bajo.

Rodo baja las escaleras hacia el lobby y ve al repartidor. Su uniforme le recuerda viejos tiempos.

Rodo: Hola. Pues no me contestó. Déjame volver a marcarle. De cualquier forma ¿cuánto es?

Repartidor de pizza hut: 159 pesos.

Rodo marca. Ó contesta.

Ó: Qué pasó. Hace rato no pude contestarte porque vengo en el metro y …

Rodo: Nada, que hay un repartidor en el lobby que dice que has encargado una pizza.

Ó: ¿Qué? Ni al caso. Yo no he pedido ninguna pizza.

Rodo: ¿Entonces qué hago?

Ó: Pues ya te digo, yo no la he pedido.

Rodo: Bueno, se lo diré. (pausa en la que Rodo cuelga su celular y respira hondo). Pues dice Ó que él no ha pedido nada.

Repartidor de pizza hut (con la cara larga, como la de un caballo triste): Pues ni modo. Se debe tratar de una broma.

Rodo: pues sí.

Rodo sube las escaleras hasta su habitación. Se queda mirando, inquisitivamente, el libro abierto en el borde de la cama vieja.

Días


Queda atrás la terminal 2. El viaje en subterráneo es largo y penoso. La mujer más triste del mundo pide alguna moneda. Llora y la pena no puede ser fingida. El metro le ha expulsado dos dedos de su mano derecha y ahora nadie quiere responder, ayudarle. Me busco algún dinero pero el último se la entregué a un chofer calvo que me trajo de regreso al caos defeño. Es invierno. En la ciudad con más taxis del mundo hace calor de verano. Por cierto, ese conductor que transportó con alas al aeropuerto era algo parecido a una bendición. Igual la seño en Tepoztlan que invitó a un delicioso mole verde acompañado con tamales de nada. Esas cervecitas gratis, ese patio a orillas del tepozteco recién escalado. La alucinante pirotecnia afuera del Bar-celona y las historias épicas de dos familias.
El cuarto ahora es el lugar más solitario del planeta. Dos retratos y un caballo desbocado acompañan. Sigue la venta de libros, la bienvenida de Próculo. Preparar maletas rumbo al desierto.


43

Estoy contigo.
Pero por encima de tu hombro
me dice adiós tu mano que se aleja.
Entonces yo contengo mi mano
para que no nos traicione ella también.
E insisto:
estoy contigo.
Los innegables títulos del adiós
abandonan entonces provisoriamente sus derechos.
Y nuestras manos se aquietan
en las equidistancias de estar juntos.

Roberto Juarroz