UN HOMBRE MUERTO A PUNTAPIÉS



con guantes de operar hago un pequeño bolo
de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas
calles: los que se tapen las narices le habrán
encontrado carne de su carne
"¿Cómo echar al canasto los palpitantes
acontecimientos callejeros?"
"Esclarecer la verdad es
acción moralizadora"
EL COMERCIO de Quito

"Anoche, a las doce y media próximamente, el celador de Policía Nº 451, que hacía el servicio de esa zona, encontró entre las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que lo acompañara a la comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicito ayuda a unos de los Chaufferes de la estación más cercana de autos y condujo al herido a la Policía, donde a pesar de las atenciones del médico, Doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas.
"Esta mañana, el señor comisario de la 6ª ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso.
"Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho."
No decía más la crónica del diario de la Tarde.
Yo no sé en que estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder.
Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al día siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobe y García.
Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de porqué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula.
Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era ésta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el porqué de las cosas dicen que es algo incumbente a la filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. -Esto es esencial, muy esencial.<
La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, los de los Normales, los de los Colegios y, en general, todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción (Véase Aristóteles y Bacon).
El primero, la deducción, me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método: lo confieso. Pero yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja.
La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido... (¿Cómo es? No lo recuerdo bien... En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?). Si he dicho bien, este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven.
Ya resuelto, encendida la pipa y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer.
-Bueno, ¿y cómo aplico este método maravilloso? -me pregunté.
¡Lo que tiene no haber estudiado a fondo la lógica!
Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las calles Escobedo y García sólo por la maldita ociosidad de los primeros años.
Desalentado, tomé el Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero -no había apartado nunca de mi mesa el aciago diario- y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio -¡una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención!-
Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado.
Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de "Esta mañana, el señor comisario de la 6ª..."fue lo que más me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos: "lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso". Y yo, por una fuerza secreta de intuición que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes.
Creo que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era... No, no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras...
Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible, con pruebas.
Para esto me dirigí donde el señor Comisario de la 6ª quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente:
- Ah, sí... El asunto ése de un tal Ramírez...
Mire ya nos habíamos desalentado... ¡Estaba tan oscura la cosa! Pero, tome asiento; porqué no se sienta señor... Como Ud. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció... el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías, por un caso... algún deudo... ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez? le doy el pésame... mi más sincero...
-No señor -dije yo indignado-, ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más...
Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? "Soy un hombre que se interesa por la justicia"¡Cómo se atormentaría el señor Comisario!
Para no cohibirle más, apresúreme:
-Ha dicho Ud. que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas...
El digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y revolvió otros papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin.
Y se portó muy culto:
-Usted se interesa por el asunto. Llévelas nomás caballero... Eso sí, con cargo de devolución- me dijo, moviendo de arriba a abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos.
Agradecí infinitamente, guardándome las fotografías.
-Y dígame usted, señor Comisario, ¿no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo?
-Una seña particular... un dato... No, no. Pues era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi estatura -el Comisario era un poco alto-; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular... no... al menos que yo recuerde...
Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo.
Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico eran preciosos documentos.
Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto a mi alcance.
Lo primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la obra
Miré y remiré a las fotografías, una oportuna, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios.
Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo.
Esa protuberancia fuera de la frente; esa larga y extraña nariz ¡que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi fonda! esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado.
Cogí un papel, tracé las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable... ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer.
Después... después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se las pegan a las efigies de los santos.
¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez!
Mas, ¿a qué viene esto? Yo trataba... trataba de saber porqué lo mataron...
Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones:
El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de otra manera);
Octavio Ramírez tenía 42 años;
Octavio Ramírez andaba escaso de dinero;
Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.
Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad.
Sólo faltaba pues, aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenía que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declarado por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo.
¿Estaría beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido enseguida en la policía, y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas o, si no constó por descuido del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna.
¿Qué otro vicio podía tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causa podía ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo ¿qué de vergonzoso tendrían estas confesiones:
"Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla, me le lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado" o
"Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí." o
"Tuve unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos" ?
Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso.
También era muy fácil declarar:
"Tuvimos una reyerta"
Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles, en los dos primeros casos, hubieran dicho ya los deudos del desgraciado; en el tercero su confesión hubiera sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de los agresores.
Nada, que a lo que a mí se me había metido por la honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas he reconstruido, en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos:
Octavio Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de 42 años de edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el día 12 de Enero de este año.
Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aún extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de sus instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que la mentamos.
Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad teatro del suceso.
La noche del 12 de Enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento que de ella tenñia, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar cualquier oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire.
Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso.
Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos.
Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas...
Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimóse al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo.
El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente.
Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de 14 años. Lo siguió.
-¡Pst! ¡Pst!
El muchacho se detuvo.
-Hola rico... ¿qué haces por aquí a estas horas?
-Me voy a mi casa, ¿qué quiere?
-Nada, nada... Pero no te vayas tan pronto, hermoso...
Y lo cogió del brazo.
El muchacho hizo un esfuerzo para separarse.
-¡Déjeme! ya le digo que me voy a mi casa.
Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando:
-¡Papá! ¡Papá!
Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo.
Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo.
-¿Qué quiere usted, so sucio?
Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso.
Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como una salchicha.
¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés!
Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!
Así:
¡Chaj!
con un gran espacio sabroso.
¡Chaj!
Y después: ¡cómo se encarnizaría Epaminondas, agitado por el instinto de perversidad que hace que los asesinos acribillen a sus víctimas a puñaladas! ¡Ese instinto que presiona algunos dedos inocentes cada vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los amigos hasta que queden amoratados y con los ojos encendidos!
¡Cómo batiría la suela del zapato de Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez!
¡Chaj!
¡Chaj! vertiginosamente,
¡Chaj!
En tanto que mil lucecitas, como agujas, cosían las tinieblas.

Pablo Palacio

Bienvenido Gregorio

Salinger gana el primer 'round'


(Sé que todos leen "El País" pero para los que no la nota. Por lo demás yo sí quisiera leer la novela de Fredrik Colting)

EFE
La juez Deborah Batts de Nueva York ha suspendido temporalmente la publicación de la supuesta segunda parte de El guardián entre el centeno, el clásico escrito en 1951 por J. D. Salinger. "Me parece que Holden Caulfield está bastante definido por las palabras. Parecería que Caulfield es una marca registrada", ha dicho Batts para argumentar la decisión para que 60 Years Later: Coming Through the Rye (60 años después: Recuperándose del centeno), escrita por el sueco Fredrik Colting a través de su seudónimo J. D. California, se publique por el momento, mientras sopesa si el libro atenta contra los derechos de autor de Salinger.
Salinger presentó el pasado día 2 de junio una demanda en Nueva York contra el autor, la editorial y la distribuidora de esa novela, que presenta a Holden Caulfield, el famoso protagonista de la novela, con 60 años más y recorriendo las calles de Nueva York tras escaparse de una residencia de ancianos. Pero la de Salinger es una victoria parcial, ya que la suspensión dura apenas 10 diez días. Batts ha añadido que necesita ese tiempo para decidir si la obra de Colting es un plagio o lo suficientemente distinta del original. Transcurrido ese tiempo, permitirá que se distribuya o las partes irán a juicio.
Ya en Reino Unido
Salinger no ha asistido a la vista que se celebró el 15 de junio, pero en la demanda que presentó hace dos semanas, además de definir el libro como un "simple y puro plagio", aseguraba que el derecho a escribir una secuela de ese clásico de la literatura estadounidense así como a utilizar el nombre de su protagonista le corresponden únicamente a él. El conocido autor pidió que se destruyeran las copias existentes de la supuesta secuela y, además, exigió que se repare el daño ocasionado por el plagio de unos derechos de autor que están valorados "en una enorme cantidad de dinero".
La obra de Fredrik Colting ya se ha publicado en el Reino Unido por la editorial sueca Nicotext, que pretende comercializar 60 Years Later: Coming Through the Rye en Estados Unidos a partir del próximo septiembre, si no lo impide una decisión judicial firme.
Salinger, de 90 años y que lleva décadas alejado de la sociedad y ajeno a la fama, se ha visto envuelto en otras tramas judiciales a lo largo de su carrera y recurrió a los tribunales en 1982 para impedir la publicación de una entrevista falsa en una revista de EE UU, mientras que en 1987 luchó para prohibir la impresión de una biografía que no había autorizado.

Hay un pelícano justo en medio de la calle


Miss Melmac dice:
me imagino, el encuentro exótico de dos mundos
Aquiles dice:
hay un pelícano en medio de la calle
Miss Melmac dice:
dadaísta?
Aquiles dice:
lo juro
está una de esas aves marinas justo en medio de la calle
unos niños lo persigen
Miss Melmac dice:
de qué tamaño es?
Aquiles dice:
muy grande
Miss Melmac dice:
es un pelícano de neta?
Aquiles dice:
de netas
Miss Melmac dice:
o quieres jugar a escribir cuentos nadaístas por el messenger
qué hace un pelícano grande en el desierto
qué loco
es como el pingüino arriba de un pino en el df?
Aquiles dice:
lo juuuurrrrooooooo
Miss Melmac dice:
ok
te creo
grábalo
y mándaselo a mausan
Aquiles dice:
enfadosa
Miss Melmac dice:
es neta
ahí salió el pingüino en el árbol
en el df
de hecho está en youtube
es raro un pelícano en el desierto, no vuelan tan largas distancias como para ir desde kino hasta hermosillo
se mueren en el camino
Aquiles dice:
éste no puede volar
Miss Melmac dice:
no creo que haya llegado hasta ahí caminando
es una onda de esas muy del estilo mausán
no te estoy choreando
es neta
dicen también se abducen animales
los dejan en lugares que no tienen sentido para su hábitat
para ellos toda la tierra es lo mismo
Aquiles dice:
que interesante
neta
algo saldrá de esto
Miss Melmac dice:
pues espero que el animal no se muera
qué triste
Aquiles dice:

ojalá no lo atropelle un vil carro
Miss Melmac dice:
pero es neta, busca abducciones animales
y eso pasa
los dejan descontextualizados
Aquiles dice:
son unos pijos esos marciales
Miss Melmac dice:
y pues obvio un animal no puede decir nada al respecto, generalmente están pasmados
Aquiles dice:
que buena ortografía tenés
Miss Melmac dice:
whatever
Aquiles dice:
estoy en mi trabajo. si salgo y lo encuentro me lo llevaré a kino
sirve que me fumo algo frente a la playa
a ver si el abducido no resulta ser otro

No pudo escribir un carajo

Guardería


44 niños mueren calcinados en una bodega habilitada como guardería del Seguro Social al sur de Hermosillo, Sonora, México. 20 infantes más están debatiéndose en hospitales de la ciudad. ¿Por qué una bodega?
Escucho por la radio a madres que aullan, que lloran, que gritan cuando es anunciado el nombre de su pequeño(a).
La siguiente descripción es de un reportero desesperado desde el lugar de los hechos:
Desde el lugar donde se ha dado el episodio más trágico de esta ciudad. Siguen muchos elementos de la policía municipal presentes. Están muchos policías federales, no sé para qué están aquí. Los policías municipales están resguardando el lugar para que no haya personas ajenas. Veo boquetes en una de las paredes que una persona en su desesperación hizo con su pick up para que pudieran sacar a los menores cuando estaba el incendio cayéndoles encima. Llovía lumbre por lo mal acondicionado que estaba esta bodega con ese material inflamable que ponen para evitar el calor y que resultó una lava mortal para los infantes. Hay que imaginarse la lluvia de fuego que caía en sus cuerpecitos. Y es que esto es una vil bodega acondicionada, mal, para albergue.
Sigue el trabajo intenso de los bomberos porque hay humo aún y puede que tome fuerza la lumbre de nuevo. Hay otra pipa de bomberos que llega. Hay muchos curiosos. Hay un tráfico muy intenso, hemos sido muy insistentes en lo que aquí menos se necesitan son mitoteros.
Estamos frente a una de las tragedias más grandes de las que tengamos memoria en nuestro estado. Hay un techo que ha sido desprendido. Entiendo que puedo chocar en este momento, pero no puedo evitar decir que alguien tiene que dar una explicación. Se tiene qué explicar qué fue lo que pasó. ¿Por qué esta guardería estaba laborando en esas condiciones?
-SV

Etgar Keret


Hace unos meses leí Pizzería kamikaze (Sexto piso, 2008) de Etgar Keret (Tel Aviv 1967). La impresión que me causaron sus cuentos es parecida a la impresión que me causa ahora encontrar fuera de casa a Sergio Rascón, un hombre monólogo, un pintor de arlequines. Rascón es adicto al cristal y platicando con él sobre Philip Roth me confiesa que lleva seis días en el limbo. Le pregunto si por allí no había encontrado a Jerónimo, el gran jefe Apache. Rascón rara vez levanta la cabeza y mira a los ojos. Lo hizo mientras decía que pensaba en él cuando entraba a casa para robarse una bombilla. Según Rascón fueron sus antiguos familiares Yaquis quienes dieron muerte a la mujer, madre e hijo del indio en algún lugar del desierto de Altar. Causa por la que Jerónimo odiaba a los mexicanos y en especial, a los indios sonorenses.
Pensé en Keret porque en el cuento, que da título a su libro, somos transportados de la mano de Haim, su personaje principal, al universo de los que han decidido inmolarse. En este posmoderno purgatorio de Dante aparece, fugazmente, Kurt Cobain. Lo hace protagonizando una resaca constante y sumamente antipático.
Según Rascón el vocalista de Nirvana se hizo amigo del Apache en el limbo y entre los dos planean ahora la venganza contra la tribu Yaqui.
Yo mismo he pensado en un purgatorio tranquilo, un malecón donde se adviertan barcos que zarpan constantemente. Donde los que esperan lo hacen bailando valses antiguos mientras barren la brisa que, como una caspa, imagino cayendo sobre sus hombros. En ese páramo yo buscaría a mi antipático William Blake, de quien Rascón nunca pudo rastrear influencias pictóricas y además, dice ahora, Blake no bailaría jamás. No esperaría en el purgatorio a nadie.
Quiero que Rascón se vaya de casa y se lleve la bombilla. Quiero leer los cuentos de Extrañando a Kissenger de un Keret, dicen, melancólico y absurdo.