Luz artificial y Rocío póstumo, dos plaquetas breves y poderosas

Reúno estas palabras para cuatro personas,
alguien más puede cazarlas al vuelo,
oh mundo, lo siento por ti,
no conoces a esas cuatro personas.

—Ezra Pound


Lejos de reconocer en la tan sobada “teoría de los contrarios” la razón fundamental de la poesía, lo que siempre me ha hechizado de este género literario es su vitalidad. Versos como animales silvestres que atacan al lector. Que se abalanzan sobre él exigiéndole movimiento, ritmo, reflexión o juego. Que zarandea buenas y malas conciencias por igual. Tentativas, todas, por asir con palabras lo inasible: el vaho de la existencia, la sustancia del instante que dura la vida. La poesía como elemento que fermenta la palabra y el poeta como orfebre de los símbolos que el hombre ha construido para entender su condición paradójica sobre la tierra.

La poesía es la constante de toda creación artística. El cine es hoy en día la expresión creativa más importante, como lo fue la arquitectura hace siglos, porque asimila, con mejores resultados, los otros géneros del arte con el fin de concebir productos culturales que dialoguen con los nuevos tiempos. Ahora encontramos la poesía en imágenes cinematográficas y muchas veces publicitarias. Los versos escritos y publicados en libros gozan de un desprestigio que la tradición de esta actividad no merece. Son muy pocas las editoriales que publican poesía y las que lo hacen se apegan a los clásicos o consagrados. Es difícil encontrar nuevos panoramas, o rutas poéticas, en libros de autores jóvenes.

Los anacronismos, repeticiones, cursilerías, declaraciones personales, lloriqueos líricos; han hecho de éste un oficio practicado por onanistas del oxímoron fácil y ramplón. Poesía insustancial, sesuda, dramática, con un tono que se registra, por parte del lector, falso y desfasado.

En el mundo entero escasean los poetas de versos y obras sólidas, esenciales. Nombrar poetas vivos que cumplan con los atributos antes señalados sería citar a generaciones que nacieron la primera década del siglo pasado. Poetas cincuentones, cuarentones, treintañeros y veinteañeros que ejerzan su profesión con verdaderas amígdalas, la verdad es que son muy pocos, casi nulos. La mayoría de poetas, por lo menos en nuestra región, escriben versos para ganar concursos oficiales y sus libros están destinados a las bodegas, sin ninguna reseñita o crítica (la luz de las publicaciones)que alguien escriba sobre sus títulos; alguien que venga a decir algo sobre esos versos para que después el lector interesado pueda ir en su búsqueda.

Poetas empecinados en señalar cuestiones sociales que no vienen al caso (ya no estamos en los setentas). En hacer imágenes que nada significan. La verborrea y la pirotecnia parecieran ser sus principales armamentos. Construcciones huecas y complicadas que después del despliegue de técnicas, supuestamente experimentales, se desploman sin arrojar significados. Mecanismos estéticos que de estéticos no tienen nada. Árida e infructuosa ha sido la búsqueda de nuevas voces en el panorama de la poesía mundial. La crisis de este oficio es una realidad.

Poetas sonorenses
Sin embargo en Sonora tenemos a Ricardo Solís y Julio Ernesto Tánori, dos poetas de cepa (Uno vive en Guadalajara y sigue publicando obras notables; el otro escribió tres breves poemarios, reunidos en el libro Animal difícil, y se ha quedado en el silencio). Hay algunos jóvenes cuya obra todavía no ha sido publicada en forma de libro. Jóvenes que han publicado sus versos en revistas y suplementos, mismos que dejan buenas impresiones por lo que se viene para ellos.

Recientemente se publicaron dos plaquetas, Luz artificial, de Omar Bravo y Rocío póstumo de Horacio Valencia. Dos folletitos que contienen versos bien logrados, que arrojan significados, que tocan al lector, que lo muerden.

Luz artificial: Omar Bravo (Bacobampo, 1979), es más reconocido en el mundillo literario sonorense por su narrativa. Publicó en el 2004 el libro de cuentos El tercer cajón. Recientemente apareció en la antología, Tan lejos de dios (poesía mexicana en la frontera), publicado por la UNAM. Los poemas que contiene Luz artificial fueron escritos, en su mayoría, cuando Bravo vivía y viajaba por ciudades de Estados Unidos y China. Cinco años en el exilio. Es precisamente el exilio el tema velado de esta plaqueta: “la imagen crepuscular del abandono ⁄ y el exilio ⁄ en esta inmensa patria ⁄ trampa imposible de librar” (Del poema Zatcha Nemov). La soberanía de la voz poética en tierras lejanas no se priva de sentir terror y pena por la existencia de los otros: “vi niños ⁄ como flores quemadas ⁄ bajo las nubes rojas de napalm ⁄ y mujeres y hombres ⁄ pudriéndose obscenamente ⁄ como grandes vejigas inflamadas ⁄ a la vera de los caminos" (del poema Ahn Penh). En Luz artificial Bravo hace una especie de himno, o anti-himno, de su generación. Una generación que tuvo su momento de coincidencia en los primeros años del siglo XXI en la escuela de Literaturas Hispánicas de la Universidad de Sonora. Un canto dedicado a jóvenes que no se comprometían con nada, que fueron ebrios y arcaicos, lumpens escandalosos. Con el poema Monólogo del cerdo: un himno a mi generación, el poeta atrapa un momento, en este caso el de algunos escritores sonorenses nacidos a finales de los setentas y principios de los ochentas, en sus primeras búsquedas vitales: “Me digo ⁄ silenciosamente resentido ⁄ que pertenezco ⁄ a esta generación infame ⁄ de muchachitos ebrios ⁄ y desnudos ⁄ a esta febril embarcación ⁄ de proxenetas ávidos ⁄ entristecidos ⁄ pobres ⁄ que naufraga llevándonos.” Luz artificial es una plaqueta pulcra, clara, honesta, de versos contundentes y bellos. Un ejercicio poético al que además se le nota el trabajo de su autor, a quien no se le escapa una palabra débil o mal puesta.

Rocío póstumo: Horacio Valencia (Hermosillo, 1980), Horacio siempre ha estado inmerso en la búsqueda de lenguajes eróticos. Es un afortunado creador de imágenes llenas de vida. Hace un tiempo el tono de su poesía resultaba similar al de su maestro, Alonso Vidal. Es decir, reflejaba un discurso poético que se antojaba anacrónico. Son esas imágenes que Valencia sabe encontrar las que uno, como lector, agradecía en sus poemas que, por lo demás, sólo han sido publicados en un libro, El libro de las pasiones. Publicación que no contiene lo mejor del poeta. En 2003, aún cuando escritores como Iván Camarena, Franco Félix, Pío Daniel, Omar Bravo, David Hidrogo y quien escribe esta nota éramos estudiantes universitarios, había entre nosotros una poeta, Rocío Romo, cuyo estrujante poemario, Ópera para un despertar, una especie de carta de motivos y despedida por su posterior suicidio, también está publicado en esta colección, Lengua de Camaleón. Rocío era una chava con una sonrisa dulcísima, con ojeras malvas que revelaban sus desvelos. En 2002 publicó el poemario Acaticia, donde ya advertía su necesidad de fuga. El 17 de noviembre del 2003 recibí una llamada de Horacio a las 9:00 de la noche. La mala nueva era que Rocío se había marchado. La noticia cimbró a toda aquella generación. Nada volvió a ser igual. Rocío póstumo es precisamente uno de los resultados de aquella impresión. Son palabras arrancadas de la muerte; imágenes que Valencia ha construido muy a pesar suyo. Poemas oscuros, enigmáticos, donde el poeta arde: “El suelo ⁄ las esquinas ⁄ los sitios ⁄ se estarán derrumbando. Su casa se estará derrumbando. Pasará un río ⁄ por donde flote un indicio ⁄ un cadáver. Pasará. También un censor con ojos ⁄ de testigo ⁄ un insólito muro de sangre ⁄ un temor helado ⁄ una zona de sombra ⁄ y un desastre, ⁄ pasarán.”

Las publicaciones antes citadas son notables. Poemarios intensos, sustanciales, que merecen lectores y reflexiones más allá de estas palabras. Son testimonios fieles de una generación de escritores que se ha venido a llamar del 2000. Poemarios que tratan los temas más elementales del hombre y que son un resuello en el que podemos advertir el oficio de estos dos poetas sonorenses, a quienes, por lo demás, hay que seguirles la huella.