Odio desde la otra vida

Roberto Arlt

Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:
—Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?
El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:
—Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole a la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.
Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:
—Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.
Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:
—Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.
Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:
—Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde.
Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:
—Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo—y acto seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.
Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que le había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.
El árabe prosiguió:
—Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: "Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así". Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso?
Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:
—Usted y Lucía se odian desde la otra vida.
—. . .
—Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.
Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda le aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.
—Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podrían odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.
Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:
—¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.
Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro "assani", presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.
Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli.
Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y le invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:
—Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.
Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:
—Rakka, trae la pipa—y dirigiéndose a Fernando, aclaró:—Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.
Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.
Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.
Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!
Fernando examinó el filo de su yatagán—era reciente y tajante—, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.
Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.
Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.
Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente le protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.
De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no le conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:
—Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:
—Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.
—Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:
—Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar...
Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.
Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos le obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que le había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
—Lucía, Lucía, soy inocente.
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:
—Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.
—Soy inocente—exclamó Fernando—. Le encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.—Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus eunucos, le observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:
—Afcha, échalo a los perros.
El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:
—¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.
Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
—Todo esto es extraño e increíblemente verídico.
Tell Aviv continuó:
—Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.
—No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.
Tell Aviv insistió.
—No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.
Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:
—Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.
Y levantándose, salió.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:
—Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre. . .

el incendio de un sueño

"El corazón es un cazador solitario"

Bukowsky

Tres


Federico es un malogrado escritorcillo de sonetos y se cree el más guapo de los tres. Pero la verdad es que todos parecen patada en el culo. Federico tiene novia (nada del otro mundo) La interfecta responde al nombre de Rita. Rita trabaja en una papelería (Ella dice centro de copiado) Rita, aunque tiene buenas caderas posee los globos oculares más saltones que he visto en la vida, lo que le ha valido el sobrenombre de la Sapo. La Sapo antes andaba con Damián, un buen dibujante traumado con los comics de la marvel. Pablo (yo) fue el primero en conocer a Rita. La conoció cuando se le ocurrió ir al club de comics de los sábados. Federico, Damián y Pablo frecuentaban el club de comics de los domingos. El sábado que se conocieron (Rita y Pablo) hablaron sobre comics japoneses y concluyeron que eran los mejores en todos los sentidos: en su mayoría se trataban historias fascinantes con dibujos poca madre. Algo había entre la Sapo y Pablo. Algo que apenas se podía intuir pero que resultaba innegable. Rita a veces tomaba mi mano y yo sentía que de sus palmas manaba un sudor como desde un tibio ojo de agua. Caminábamos por las calles de su barrio hablando boberías y haciendo teorías sobre la emancipación de los faroles. A la Sapo le encantaba trepar árboles frondosos y Pablo encontraba fascinante su manera de escalarlos. Un buen día se me ocurrió presentar a Federico y Damián con Rita. Damián había trabajado de copista durante dos años en la papelería de su tía Lola; la Sapo encontró en Damián el entendimiento necesario para con el hastío de su profesión. Convenimos ir todos juntos al club de los sábados. Al segundo sábado Damián nos compartió un comic improvisado que dibujó para la Sapo. Se trataba de una breve historieta donde la heroína, una copista con el poder de duplicar cualquier documento, luchaba contra el mecanismo burocrático en la ciudad de Méjico. Rita cayó rendida ante el detalle de Damián y sin más, comenzaron a salir. Ya no era Pablo quien sentía aquel manantial tibio que manaba de las manos de la Sapo. Ya no caminábamos juntos ni veía aquel acto, casi mágico, de verla escalar árboles gigantes. Después de varios sábados Federico aprovechó la ausencia de Damián (quien contrajo una hepatitis que lo tenía recluido en cama) y leyó en el foro del club un soneto (malo y cursi) dedicado a Rita. Para ese entonces Pablo ya se había recuperado de aquella insinuación de romance que había creído tener con la Sapo. El camino había quedado libre para Federico. Al siguiente sábado Federico y Rita no asistieron al club. Cuando acabó la anime que proyectaban (Naruto: Hurricane Chronicles) salí del club y les vi de lejos tomados de las manos cruzando el puente de La Catorce. Ya en casa recibí una llamada de Federico que me daba las buenas nuevas: Rita y él andaban. Le cuestioné sobre nuestro amigo Damián y su antiguo noviazgo con la Sapo. Arguyó que ella ya había terminado con él por teléfono y que habían quedado muy bien, como amigos. Lo felicité y acordamos vernos en la tienda de comics para hablar de los detalles de su flamante conquista. Al llegar nos percatamos que allí estaba, aun amarillo y considerablemente delgaducho, nuestro amigo Damián. Le di un abrazo con reservas y Federico se limitó a saludarlo de mano. En el tiempo que Damián estuvo en cama había trabajado en un comic que narraba las aventuras de Coloso, un héroe que de día era un enfermizo hijo de mami tumbado en su cama pero que por la noche se recargaba (como vampiro) con las sombras que cubrían, como un manto enorme, las calles, y era entonces que salía a combatir el mal. Sin duda, se trataba de un comic de calidad (por lo menos los dibujos eran buenos). Federico no hizo ningún comentario. Se limitó a palmear la espalda de Damián a quien le pude advertir una inyección de coraje en la mirada. El comic me gustó lo suficiente como para querer tener un fotostático e incluirlo en mi colección. Ir a la papelería donde trabajaba la Sapo fue mi idea. Rita me daba descuento especial y además, pensé, ya era hora que esos tres se vieran las caras. Se sentía cierto nervio en los pasos de Federico y Damián. Un silencio que hacía explotar los ladridos de los perros, los claxon de los autos y el viento meciendo los follajes de los árboles me pareció apabullante. Al llegar al centro de copiado la Sapo nos echó una mirada todavía más saltona (por un momento pensé que sus globos oculares saldrían expulsados). Después de saludarnos, apenas, desde atrás del mostrador, le pedí las copias de Coloso. El sonido mecánico de la copiadora era el único ruido perceptible en aquella sala. Es un comic con excelentes dibujos, comentó Rita. Me puedo quedar con una copia? preguntó la Sapo. Por supuesto, respondieron al unísono Damián y Federico. Por mi parte dejé de frecuentar el club de los sábados y empecé a ir los jueves.

Frío

Matilde me llama y se queda callada. Como si no reconociera el resoplo de su aliento por el auricular. Luego llega a casa derechito al baño a lavarse la boca. Apenas me ve de soslayo me dice hola y se encierra en su cuarto. Porque Matilde tiene su cuarto aparte. Cuando estoy preparándome algún tentempié, cuando estoy colando café, Matilde sale con ropa de dormir. Me abraza y me dice: Bruno, como te quiero. Le preparo un café con leche y le comparto una porción de mi tentempié (galletas pan crema) Me cuenta su día: entre otras cosas me dice que la ciudad está destrozada, llena de baches inmensos. Como si las calles recién hubieran sido bombardeadas o les hubiera caído una lluvia de meteoros. Me cuenta que los urbanos están cada vez más jodidos y los chóferes más groseros. Que uno de la ruta 15 le agarró una nalga. Que cuando venía por Madero votó tanto que se lastimó las caderas, que tocó con las manos el cielo del camión. Me dice que el trabajo cada vez es más aburrido y sus compañeros no ayudan. Que si no fuera por Miguel se moriría del aburrimiento en la oficina. Yo no más la miro mientras le doy pequeños sorbos a mi café negro y escucho crujir la pan crema que Matilde muerde. ¿Y tú que hiciste? pregunta. Tiré el escombro por la mañana. Eric me dio rait en su pick up. Luego lo acompañé hasta el centro a pagar el agua porque ya estaba vencido su recibo. Comimos tortas ahogadas en el mercado. Matilde me interrumpe. Fíjate que Miguel y yo pedimos tortas también, pero no ahogadas, ya sabes que no me gustan tan grasosas. Estaban buenísimas. Miguel pidió una de pierna y yo una de queso con aguacate. Todos en la oficina comen puras cochinadas. Sólo Miguel y yo pedimos o llevamos comida decente.
Le doy un largo sorbo a mi café negro sin azúcar, como debe ser. Matilde apenas acaba su café con leche y el pan crema, me da un humedo beso en la mejilla derecha y me desea buena noche. Comenta que está rendida. ¿No vienes? Pregunta. No, aun no tengo sueño. Veré alguna película o escucharé un disco, tal vez… Matilde me interrumpe. Bueno, que lo disfrutes. Se encierra en su cuarto. Escucho como le echa llave a la puerta. Le doy un último sorbo a mi café negro que para esas alturas ya está frío. Enciendo el televisor. En las noticias locales dan cuenta sobre los múltiples accidentes probocados por inumerables baches en la ciudad.

miércoles

me digo
al final del día
abatido
con alas huecas de expulsado:
“todo es un bendito miércoles”
(menos tú que eres de viernes)

me digo y se lo digo
a los de la última fila
a los del hueso oscuro por rostro
a los niños luminosos de alba quieta

todo un bendito miércoles
que se repite
entre los hijos
de las putas más secretas

lo digo sin coraje
para que sea el eco
quien distribuya minuciosamente el miércoles
heredado
el miércoles helado de los siglos

lo digo sin estar enfadado
sin pretender siquiera
resbalarme en el antiguo
lodo de las lamentaciones

lo digo nomás
para resaltar lo obvio

es más
lo digo encantado de la vida
feliz
contentísimo:

todo un bendito y apabullante miércoles

Batman en Chile

Batman no había logrado conciliar el sueño esa noche ni aún después de ingerir una buena dosis de barbitúricos. Lo desvelaba, en parte, el presentimiento de que algunas pesadillas lo obligarían a protagonizar episodios indignos de sus mejores hazañas, sobre las cuales, por lo demás, el insomnio mismo se encargaba de arrojar la sombra de una sospecha. Junto a su pretendido amigo Clark, alias Superman, él nunca había sido más que un héroe de segunda fila. Por lo demás, el joven Maravilla se encargaba de asesorarlo en los momentos de peligro. Demasiado a menudo todo se reducía a dejarse llevar por los aires, en brazos de quien efectivamente era capaz de dominar el espacio de la velocidad de la luz y de retener, de paso, con las meras manos a cualquier tipo de transporte aéreo cargado de pillos. El recuerdo de tales excesos y de su condición auxiliar relativamente pasivo en esas boberías, torturaba la memoria de Batman por partida doble, haciéndole ver en el espejo de su pasado el principio de su degradación heroica sin que le fuera dado lamentar su ingreso a una tierra incógnita para él, pero donde empezaba a pagar el precio de la verosimilitud con una repugnancia creciente hacia todo lo que fuera sencillamente imposible. Él mismo era uno de los productos manufacturados por una fantasía sin espíritu. Un ciego incapaz de proyectar una sombra humana sobre el muro de la caverna, en un mundo en el que nunca llegaría acaso a saber qué clase de hombres eran la medida de todas las cosas.-Yo soy otro- tendría que haber pensado. Pero le faltaba el término de comparación. Para decirlo brevemente él era menos un productor alienado que el producto de una alienación. Y a una cosa le está negado el alivio de una filosofía propia.La cámara nupcial donde de todos modos su anfitrión había insistido en alojarlo, resultaba una ofensa para una persona como él. Era en si misma, una pesadilla dentro de la cual nadie habría podido tener un sueño normal, acosado por las anomalías y perversidades que es dable concebir cuando se está obsedido por la idea de un lujo sin fronteras en cuanto a sus posibilidades mismas de adaptarse a una descripción coherente. Al menos en el lenguaje limitado de una novela de acción.Batman había procurado reducir, encendiendo sólo una lamparilla de velador, el número de esas impresiones que lo acechaban en la oscuridad. Pero una noche de luna es algo que no obedece a ningún interruptor y que se complace en la incoherencia.El lugar exigía, casi encarnaba, por lo menos, a la segunda persona del singular: una presencia que respondiera en todo a esa atmósfera erotizada, un fluido sutil, invisible, imponderable y elástico el cual, según cierta hipótesis, tendría que respirarse en los mejores prostíbulos, como por ejemplo, entre las mujeres celestiales del paraíso islámico.Ignorante de las huríes, respetuoso de la monogamia y de la santidad del hogar, Batman rumiaba su humillación mayor, pensando en Juana como bajo los efectos de un alucinógeno.La granjera sádica, fascista y técnico-burocrática, no se dejaba sublimar bajo la forma de un sueño que reconciliara al despechado con el país de la fantasía donde reina el espíritu. Ningún camino llevaba ahora a Ciudad Gótica, el mejor de los mundos imposibles. Sólo había triunfado allí de los pillos para engrosar acá el ejército invisible, a cuya cabeza marchaba seguido de un Gorila el insomnio de Batman, bajo la especie de una muchacha cubierta únicamente por unos anteojos de pasta; reclamando para sus actividades el privilegio contradictorio de una ilegalidad heroica, como si el Orden mismo nunca hubiera sido más que un caos organizado. Batman accedió, de otra manera, a la inmoralidad mayor. Independientemente del juicio que habría podido formarse sobre el verdugo, el abandono en que éste lo había dejado, hacía de él una víctima insatisfecha.Parte de su propio cuerpo desnudo empezaba a desconocer la imposibilidad de llenar el vacío que ahuecaba la otra mitad de la cama. El molde de esa ausencia funcionaba a su lado como una bomba aspirante que lo ablandaba y absorbía, haciendo de él el proveedor de ectoplasma: el elemento de una materialización que le restituiría a Juana, para convertirlo, de seguir las cosas así con los peores auspicios, en una especie de andrógino, mitad Batman y mitad Juana.Abrazado consigo mismo y en la imposibilidad de desdoblarse para consumar una unión libre, de suyo abominable, en el lecho nupcial que imitaba el barco de Venus, meciéndose sobre sus resortes, como al compás del orden y de la regularidad de unas olas artificiales, camino de Citeréa; bajo el espejo que esperaba reflejar, desde su concavidad ajustada a un dosel, cualquier imagen digna de la antigua Grecia. Espantado de si mismo, Bruno Díaz, quien en materia de desdoblamientos sólo había admitido, hasta ahora, la manipulación de su microemisor de infrafrecuencia para comunicarse con algunos androides, procedió a vestirse en un supremo esfuerzo por escapar a la autofascinación, dirigiéndose rápidamente a la terraza, en busca de oxígeno.Apoyado con ambas manos en el barandal de un amplio terrado que parecía la cubierta de un barco, el desdichado respiró hondo, explayando su mirada extraviada hacía el jardín de plantas exóticas que se confundían bajo un manto de arena, buscando con los ojos el mar invisible desde esa ala del monstruoso bungalow, mar que hacía llegar hasta allí, como si fuera una canción de cuna, el estruendo del oleaje.Con el rabillo del ojo, Díaz divisó a una figura femenina que se encontraba allí fumando un cigarrillo, echada indolentemente en una hamaca de fibras de coco, a unos metros de distancia; aislada de sus vecinos por unas cortinas que más bien parecían redes tendidas.Esa atrayente imagen tangencial con respecto al campo visual de Batman fue, de inmediato, desplazada más aún por lo que ocurría directamente bajo sus ojos, al pie de ese lugar elevado, y entre los matorrales arenosos del bosquecillo de marras. Una escena obviamente perturbadora por sus connotaciones eróticas y odiosa, además, para Batman por uno de los dos actores que jugaban en ella sendos roles protagónicos. En efecto, bajo el influjo de la luna y de los espíritus animales, invadido por una pasión al parecer no correspondida, el Gorila Burke perseguía encarnizadamente a una mujer de elevada estatura y ágiles movimientos, en la cual Díaz creyó reconocer a la Vieja Dama, a pesar de la pelambrera alborotada flotando a los cuatro vientos y del espíritu juvenil que se desprendía de una figura más evasiva que una langosta, capaz de saltar espectacularmente de un lado para otro, escudándose del acoso detrás de esos árboles que dejaban ver el bosque.Los delitos sexuales llegan más hondo que el mero estilo y es preciso oponerse a ellos cuando se saben que son destructivos. Batman vio llegado el momento de grandes apuros que le permitiría arreglar cuantas con el estrangulador de Alcatraz, quien sumaba a sus muchos crímenes la afición al chantaje y el intento de violación. Esperó por unos instantes que un grito de socorro justificara su participación en ese pandemónium. Perseguidor y perseguido se limitaban a resoplar en el límite de lo audible; porque el terror -decidió el enemigo de los gorilas- le había pegado a esa mujer la lengua al paladar.Había cruzado ya una pierna por encima de la baranda, cuando sintió que lo llamaban por su nombre de batalla, con una voz melífera y bien modulada. -Psss… señor Batman, señor Batman. Su vecina de pieza, abandonando la hamaca, lo esperaba del otro lado de la red, en una postura provocativa, llevándose una mano a su costoso peinado y la otra al cinturón de su hot-pant. El maxiabrigo abierto exhibía unas piernas de bailarina, exageradamente torneadas y ceñidas por medias de tapicería floreadas. Un jubón con gorguera, igualmente gótico, completaba la tenida y bajo él se precisaban unos pechos pequeños de una esfericidad matemática. El señor Díaz esperó a que ella hablara, impresionado por esa belleza que parecía sustentarse en todos los artificios de la moda, el maquillaje y la peluquería; hasta el punto de parecer una figura abstracta, producto de una imaginación sofisticada pero por lo mismo, altamente sugestiva. -Es el juego de Venus, que está prohibido prohibir en esta corte de los milagros afrodisíacos- dijo ella, señalando con uno de sus afilados dedos a la pareja que en ese preciso momento doblaba a la carrera, frenéticamente, una esquina, desapareciendo de la escena. -Consulte usted, el diccionario: "De los amores y las cañas, las entradas". Pura, pero pura vehemencia, ningún peligro para nadie en todo eso, mi buen señor, ni menos aún para los interesados. ¿Sería usted tan, pero tan cruel como para romper, dígame, ese secreto de dos, con un preciso golpe de karate? Créamelo, yo lo hallo demasiado, pero demasiado bueno.La voz brotaba ondulando como del cesto de un encantador de serpientes, buscando la respuesta de Batman que la haría danzar. Facilitaba el diálogo como la música al baile. Sin necedad de vencer su timidez, Batman sintió que entre él y la desconocida se anudaba una conversación extraordinaria por la facilidad con que fluía con indolencia oriental, sin detenerse en nada de una manera precisa. Halagado, supo que su interlocutora no ignoraba algunas de sus mejores hazañas y que adivinaba -alguien por fin- el desinteresado objetivo de su visita a Chile: el gesto instintivo de un superheroísmo individual, ajeno a los mezquinos intereses del momento, expuesto por lo mismo a las erróneas interpretaciones. En cualquier caso, los comunistas desaparecerían de la faz de la tierra, a corto, pero a corto plazo, cuestión nada más que de darles un empujoncito, y en eso ella no era partidaria de la pasividad pero sí de la división del trabajo. Los ayudaba a todos el paso, inevitable, pero inevitable, de una época a otra, un cambio de signos zodiacales. Seis mil años por delante para hacer el amor o lo que fuera en un mundo de paz y de tranquilidad. Lugar de concentración: la cordillera de los Andes, nada que ver con los Himalayas, y los pobres muchachos se habían adelantado a eso -ellos eran los dolores del parto- abusando hasta la muerte de la heroína y la morfina, como si todas las drogas, fíjese, tuvieran que ser heroicas.

Fragmento de Batman en Chile de Enrique Lihn, Ediciones de la Flor, Buenos Aires Argentina, junio de 1973.