Odio desde la otra vida

Roberto Arlt

Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:
—Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?
El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:
—Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole a la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.
Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:
—Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.
Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:
—Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.
Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:
—Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde.
Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:
—Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo—y acto seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.
Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que le había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.
El árabe prosiguió:
—Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: "Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así". Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso?
Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:
—Usted y Lucía se odian desde la otra vida.
—. . .
—Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.
Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda le aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.
—Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podrían odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.
Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:
—¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.
Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro "assani", presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.
Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli.
Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y le invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:
—Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.
Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:
—Rakka, trae la pipa—y dirigiéndose a Fernando, aclaró:—Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.
Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.
Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.
Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!
Fernando examinó el filo de su yatagán—era reciente y tajante—, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.
Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.
Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.
Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente le protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.
De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no le conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:
—Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:
—Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.
—Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:
—Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar...
Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.
Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos le obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que le había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
—Lucía, Lucía, soy inocente.
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:
—Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.
—Soy inocente—exclamó Fernando—. Le encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.—Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus eunucos, le observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:
—Afcha, échalo a los perros.
El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:
—¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.
Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
—Todo esto es extraño e increíblemente verídico.
Tell Aviv continuó:
—Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.
—No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.
Tell Aviv insistió.
—No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.
Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:
—Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.
Y levantándose, salió.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:
—Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre. . .

el incendio de un sueño

"El corazón es un cazador solitario"

Bukowsky

Tres


Federico es un malogrado escritorcillo de sonetos y se cree el más guapo de los tres. Pero la verdad es que todos parecen patada en el culo. Federico tiene novia (nada del otro mundo) La interfecta responde al nombre de Rita. Rita trabaja en una papelería (Ella dice centro de copiado) Rita, aunque tiene buenas caderas posee los globos oculares más saltones que he visto en la vida, lo que le ha valido el sobrenombre de la Sapo. La Sapo antes andaba con Damián, un buen dibujante traumado con los comics de la marvel. Pablo (yo) fue el primero en conocer a Rita. La conoció cuando se le ocurrió ir al club de comics de los sábados. Federico, Damián y Pablo frecuentaban el club de comics de los domingos. El sábado que se conocieron (Rita y Pablo) hablaron sobre comics japoneses y concluyeron que eran los mejores en todos los sentidos: en su mayoría se trataban historias fascinantes con dibujos poca madre. Algo había entre la Sapo y Pablo. Algo que apenas se podía intuir pero que resultaba innegable. Rita a veces tomaba mi mano y yo sentía que de sus palmas manaba un sudor como desde un tibio ojo de agua. Caminábamos por las calles de su barrio hablando boberías y haciendo teorías sobre la emancipación de los faroles. A la Sapo le encantaba trepar árboles frondosos y Pablo encontraba fascinante su manera de escalarlos. Un buen día se me ocurrió presentar a Federico y Damián con Rita. Damián había trabajado de copista durante dos años en la papelería de su tía Lola; la Sapo encontró en Damián el entendimiento necesario para con el hastío de su profesión. Convenimos ir todos juntos al club de los sábados. Al segundo sábado Damián nos compartió un comic improvisado que dibujó para la Sapo. Se trataba de una breve historieta donde la heroína, una copista con el poder de duplicar cualquier documento, luchaba contra el mecanismo burocrático en la ciudad de Méjico. Rita cayó rendida ante el detalle de Damián y sin más, comenzaron a salir. Ya no era Pablo quien sentía aquel manantial tibio que manaba de las manos de la Sapo. Ya no caminábamos juntos ni veía aquel acto, casi mágico, de verla escalar árboles gigantes. Después de varios sábados Federico aprovechó la ausencia de Damián (quien contrajo una hepatitis que lo tenía recluido en cama) y leyó en el foro del club un soneto (malo y cursi) dedicado a Rita. Para ese entonces Pablo ya se había recuperado de aquella insinuación de romance que había creído tener con la Sapo. El camino había quedado libre para Federico. Al siguiente sábado Federico y Rita no asistieron al club. Cuando acabó la anime que proyectaban (Naruto: Hurricane Chronicles) salí del club y les vi de lejos tomados de las manos cruzando el puente de La Catorce. Ya en casa recibí una llamada de Federico que me daba las buenas nuevas: Rita y él andaban. Le cuestioné sobre nuestro amigo Damián y su antiguo noviazgo con la Sapo. Arguyó que ella ya había terminado con él por teléfono y que habían quedado muy bien, como amigos. Lo felicité y acordamos vernos en la tienda de comics para hablar de los detalles de su flamante conquista. Al llegar nos percatamos que allí estaba, aun amarillo y considerablemente delgaducho, nuestro amigo Damián. Le di un abrazo con reservas y Federico se limitó a saludarlo de mano. En el tiempo que Damián estuvo en cama había trabajado en un comic que narraba las aventuras de Coloso, un héroe que de día era un enfermizo hijo de mami tumbado en su cama pero que por la noche se recargaba (como vampiro) con las sombras que cubrían, como un manto enorme, las calles, y era entonces que salía a combatir el mal. Sin duda, se trataba de un comic de calidad (por lo menos los dibujos eran buenos). Federico no hizo ningún comentario. Se limitó a palmear la espalda de Damián a quien le pude advertir una inyección de coraje en la mirada. El comic me gustó lo suficiente como para querer tener un fotostático e incluirlo en mi colección. Ir a la papelería donde trabajaba la Sapo fue mi idea. Rita me daba descuento especial y además, pensé, ya era hora que esos tres se vieran las caras. Se sentía cierto nervio en los pasos de Federico y Damián. Un silencio que hacía explotar los ladridos de los perros, los claxon de los autos y el viento meciendo los follajes de los árboles me pareció apabullante. Al llegar al centro de copiado la Sapo nos echó una mirada todavía más saltona (por un momento pensé que sus globos oculares saldrían expulsados). Después de saludarnos, apenas, desde atrás del mostrador, le pedí las copias de Coloso. El sonido mecánico de la copiadora era el único ruido perceptible en aquella sala. Es un comic con excelentes dibujos, comentó Rita. Me puedo quedar con una copia? preguntó la Sapo. Por supuesto, respondieron al unísono Damián y Federico. Por mi parte dejé de frecuentar el club de los sábados y empecé a ir los jueves.

Frío

Matilde me llama y se queda callada. Como si no reconociera el resoplo de su aliento por el auricular. Luego llega a casa derechito al baño a lavarse la boca. Apenas me ve de soslayo me dice hola y se encierra en su cuarto. Porque Matilde tiene su cuarto aparte. Cuando estoy preparándome algún tentempié, cuando estoy colando café, Matilde sale con ropa de dormir. Me abraza y me dice: Bruno, como te quiero. Le preparo un café con leche y le comparto una porción de mi tentempié (galletas pan crema) Me cuenta su día: entre otras cosas me dice que la ciudad está destrozada, llena de baches inmensos. Como si las calles recién hubieran sido bombardeadas o les hubiera caído una lluvia de meteoros. Me cuenta que los urbanos están cada vez más jodidos y los chóferes más groseros. Que uno de la ruta 15 le agarró una nalga. Que cuando venía por Madero votó tanto que se lastimó las caderas, que tocó con las manos el cielo del camión. Me dice que el trabajo cada vez es más aburrido y sus compañeros no ayudan. Que si no fuera por Miguel se moriría del aburrimiento en la oficina. Yo no más la miro mientras le doy pequeños sorbos a mi café negro y escucho crujir la pan crema que Matilde muerde. ¿Y tú que hiciste? pregunta. Tiré el escombro por la mañana. Eric me dio rait en su pick up. Luego lo acompañé hasta el centro a pagar el agua porque ya estaba vencido su recibo. Comimos tortas ahogadas en el mercado. Matilde me interrumpe. Fíjate que Miguel y yo pedimos tortas también, pero no ahogadas, ya sabes que no me gustan tan grasosas. Estaban buenísimas. Miguel pidió una de pierna y yo una de queso con aguacate. Todos en la oficina comen puras cochinadas. Sólo Miguel y yo pedimos o llevamos comida decente.
Le doy un largo sorbo a mi café negro sin azúcar, como debe ser. Matilde apenas acaba su café con leche y el pan crema, me da un humedo beso en la mejilla derecha y me desea buena noche. Comenta que está rendida. ¿No vienes? Pregunta. No, aun no tengo sueño. Veré alguna película o escucharé un disco, tal vez… Matilde me interrumpe. Bueno, que lo disfrutes. Se encierra en su cuarto. Escucho como le echa llave a la puerta. Le doy un último sorbo a mi café negro que para esas alturas ya está frío. Enciendo el televisor. En las noticias locales dan cuenta sobre los múltiples accidentes probocados por inumerables baches en la ciudad.

miércoles

me digo
al final del día
abatido
con alas huecas de expulsado:
“todo es un bendito miércoles”
(menos tú que eres de viernes)

me digo y se lo digo
a los de la última fila
a los del hueso oscuro por rostro
a los niños luminosos de alba quieta

todo un bendito miércoles
que se repite
entre los hijos
de las putas más secretas

lo digo sin coraje
para que sea el eco
quien distribuya minuciosamente el miércoles
heredado
el miércoles helado de los siglos

lo digo sin estar enfadado
sin pretender siquiera
resbalarme en el antiguo
lodo de las lamentaciones

lo digo nomás
para resaltar lo obvio

es más
lo digo encantado de la vida
feliz
contentísimo:

todo un bendito y apabullante miércoles

Batman en Chile

Batman no había logrado conciliar el sueño esa noche ni aún después de ingerir una buena dosis de barbitúricos. Lo desvelaba, en parte, el presentimiento de que algunas pesadillas lo obligarían a protagonizar episodios indignos de sus mejores hazañas, sobre las cuales, por lo demás, el insomnio mismo se encargaba de arrojar la sombra de una sospecha. Junto a su pretendido amigo Clark, alias Superman, él nunca había sido más que un héroe de segunda fila. Por lo demás, el joven Maravilla se encargaba de asesorarlo en los momentos de peligro. Demasiado a menudo todo se reducía a dejarse llevar por los aires, en brazos de quien efectivamente era capaz de dominar el espacio de la velocidad de la luz y de retener, de paso, con las meras manos a cualquier tipo de transporte aéreo cargado de pillos. El recuerdo de tales excesos y de su condición auxiliar relativamente pasivo en esas boberías, torturaba la memoria de Batman por partida doble, haciéndole ver en el espejo de su pasado el principio de su degradación heroica sin que le fuera dado lamentar su ingreso a una tierra incógnita para él, pero donde empezaba a pagar el precio de la verosimilitud con una repugnancia creciente hacia todo lo que fuera sencillamente imposible. Él mismo era uno de los productos manufacturados por una fantasía sin espíritu. Un ciego incapaz de proyectar una sombra humana sobre el muro de la caverna, en un mundo en el que nunca llegaría acaso a saber qué clase de hombres eran la medida de todas las cosas.-Yo soy otro- tendría que haber pensado. Pero le faltaba el término de comparación. Para decirlo brevemente él era menos un productor alienado que el producto de una alienación. Y a una cosa le está negado el alivio de una filosofía propia.La cámara nupcial donde de todos modos su anfitrión había insistido en alojarlo, resultaba una ofensa para una persona como él. Era en si misma, una pesadilla dentro de la cual nadie habría podido tener un sueño normal, acosado por las anomalías y perversidades que es dable concebir cuando se está obsedido por la idea de un lujo sin fronteras en cuanto a sus posibilidades mismas de adaptarse a una descripción coherente. Al menos en el lenguaje limitado de una novela de acción.Batman había procurado reducir, encendiendo sólo una lamparilla de velador, el número de esas impresiones que lo acechaban en la oscuridad. Pero una noche de luna es algo que no obedece a ningún interruptor y que se complace en la incoherencia.El lugar exigía, casi encarnaba, por lo menos, a la segunda persona del singular: una presencia que respondiera en todo a esa atmósfera erotizada, un fluido sutil, invisible, imponderable y elástico el cual, según cierta hipótesis, tendría que respirarse en los mejores prostíbulos, como por ejemplo, entre las mujeres celestiales del paraíso islámico.Ignorante de las huríes, respetuoso de la monogamia y de la santidad del hogar, Batman rumiaba su humillación mayor, pensando en Juana como bajo los efectos de un alucinógeno.La granjera sádica, fascista y técnico-burocrática, no se dejaba sublimar bajo la forma de un sueño que reconciliara al despechado con el país de la fantasía donde reina el espíritu. Ningún camino llevaba ahora a Ciudad Gótica, el mejor de los mundos imposibles. Sólo había triunfado allí de los pillos para engrosar acá el ejército invisible, a cuya cabeza marchaba seguido de un Gorila el insomnio de Batman, bajo la especie de una muchacha cubierta únicamente por unos anteojos de pasta; reclamando para sus actividades el privilegio contradictorio de una ilegalidad heroica, como si el Orden mismo nunca hubiera sido más que un caos organizado. Batman accedió, de otra manera, a la inmoralidad mayor. Independientemente del juicio que habría podido formarse sobre el verdugo, el abandono en que éste lo había dejado, hacía de él una víctima insatisfecha.Parte de su propio cuerpo desnudo empezaba a desconocer la imposibilidad de llenar el vacío que ahuecaba la otra mitad de la cama. El molde de esa ausencia funcionaba a su lado como una bomba aspirante que lo ablandaba y absorbía, haciendo de él el proveedor de ectoplasma: el elemento de una materialización que le restituiría a Juana, para convertirlo, de seguir las cosas así con los peores auspicios, en una especie de andrógino, mitad Batman y mitad Juana.Abrazado consigo mismo y en la imposibilidad de desdoblarse para consumar una unión libre, de suyo abominable, en el lecho nupcial que imitaba el barco de Venus, meciéndose sobre sus resortes, como al compás del orden y de la regularidad de unas olas artificiales, camino de Citeréa; bajo el espejo que esperaba reflejar, desde su concavidad ajustada a un dosel, cualquier imagen digna de la antigua Grecia. Espantado de si mismo, Bruno Díaz, quien en materia de desdoblamientos sólo había admitido, hasta ahora, la manipulación de su microemisor de infrafrecuencia para comunicarse con algunos androides, procedió a vestirse en un supremo esfuerzo por escapar a la autofascinación, dirigiéndose rápidamente a la terraza, en busca de oxígeno.Apoyado con ambas manos en el barandal de un amplio terrado que parecía la cubierta de un barco, el desdichado respiró hondo, explayando su mirada extraviada hacía el jardín de plantas exóticas que se confundían bajo un manto de arena, buscando con los ojos el mar invisible desde esa ala del monstruoso bungalow, mar que hacía llegar hasta allí, como si fuera una canción de cuna, el estruendo del oleaje.Con el rabillo del ojo, Díaz divisó a una figura femenina que se encontraba allí fumando un cigarrillo, echada indolentemente en una hamaca de fibras de coco, a unos metros de distancia; aislada de sus vecinos por unas cortinas que más bien parecían redes tendidas.Esa atrayente imagen tangencial con respecto al campo visual de Batman fue, de inmediato, desplazada más aún por lo que ocurría directamente bajo sus ojos, al pie de ese lugar elevado, y entre los matorrales arenosos del bosquecillo de marras. Una escena obviamente perturbadora por sus connotaciones eróticas y odiosa, además, para Batman por uno de los dos actores que jugaban en ella sendos roles protagónicos. En efecto, bajo el influjo de la luna y de los espíritus animales, invadido por una pasión al parecer no correspondida, el Gorila Burke perseguía encarnizadamente a una mujer de elevada estatura y ágiles movimientos, en la cual Díaz creyó reconocer a la Vieja Dama, a pesar de la pelambrera alborotada flotando a los cuatro vientos y del espíritu juvenil que se desprendía de una figura más evasiva que una langosta, capaz de saltar espectacularmente de un lado para otro, escudándose del acoso detrás de esos árboles que dejaban ver el bosque.Los delitos sexuales llegan más hondo que el mero estilo y es preciso oponerse a ellos cuando se saben que son destructivos. Batman vio llegado el momento de grandes apuros que le permitiría arreglar cuantas con el estrangulador de Alcatraz, quien sumaba a sus muchos crímenes la afición al chantaje y el intento de violación. Esperó por unos instantes que un grito de socorro justificara su participación en ese pandemónium. Perseguidor y perseguido se limitaban a resoplar en el límite de lo audible; porque el terror -decidió el enemigo de los gorilas- le había pegado a esa mujer la lengua al paladar.Había cruzado ya una pierna por encima de la baranda, cuando sintió que lo llamaban por su nombre de batalla, con una voz melífera y bien modulada. -Psss… señor Batman, señor Batman. Su vecina de pieza, abandonando la hamaca, lo esperaba del otro lado de la red, en una postura provocativa, llevándose una mano a su costoso peinado y la otra al cinturón de su hot-pant. El maxiabrigo abierto exhibía unas piernas de bailarina, exageradamente torneadas y ceñidas por medias de tapicería floreadas. Un jubón con gorguera, igualmente gótico, completaba la tenida y bajo él se precisaban unos pechos pequeños de una esfericidad matemática. El señor Díaz esperó a que ella hablara, impresionado por esa belleza que parecía sustentarse en todos los artificios de la moda, el maquillaje y la peluquería; hasta el punto de parecer una figura abstracta, producto de una imaginación sofisticada pero por lo mismo, altamente sugestiva. -Es el juego de Venus, que está prohibido prohibir en esta corte de los milagros afrodisíacos- dijo ella, señalando con uno de sus afilados dedos a la pareja que en ese preciso momento doblaba a la carrera, frenéticamente, una esquina, desapareciendo de la escena. -Consulte usted, el diccionario: "De los amores y las cañas, las entradas". Pura, pero pura vehemencia, ningún peligro para nadie en todo eso, mi buen señor, ni menos aún para los interesados. ¿Sería usted tan, pero tan cruel como para romper, dígame, ese secreto de dos, con un preciso golpe de karate? Créamelo, yo lo hallo demasiado, pero demasiado bueno.La voz brotaba ondulando como del cesto de un encantador de serpientes, buscando la respuesta de Batman que la haría danzar. Facilitaba el diálogo como la música al baile. Sin necedad de vencer su timidez, Batman sintió que entre él y la desconocida se anudaba una conversación extraordinaria por la facilidad con que fluía con indolencia oriental, sin detenerse en nada de una manera precisa. Halagado, supo que su interlocutora no ignoraba algunas de sus mejores hazañas y que adivinaba -alguien por fin- el desinteresado objetivo de su visita a Chile: el gesto instintivo de un superheroísmo individual, ajeno a los mezquinos intereses del momento, expuesto por lo mismo a las erróneas interpretaciones. En cualquier caso, los comunistas desaparecerían de la faz de la tierra, a corto, pero a corto plazo, cuestión nada más que de darles un empujoncito, y en eso ella no era partidaria de la pasividad pero sí de la división del trabajo. Los ayudaba a todos el paso, inevitable, pero inevitable, de una época a otra, un cambio de signos zodiacales. Seis mil años por delante para hacer el amor o lo que fuera en un mundo de paz y de tranquilidad. Lugar de concentración: la cordillera de los Andes, nada que ver con los Himalayas, y los pobres muchachos se habían adelantado a eso -ellos eran los dolores del parto- abusando hasta la muerte de la heroína y la morfina, como si todas las drogas, fíjese, tuvieran que ser heroicas.

Fragmento de Batman en Chile de Enrique Lihn, Ediciones de la Flor, Buenos Aires Argentina, junio de 1973.

En chien et loup

I
El día estaba entre perro y lobo. La hora que no se distinguen las intenciones en los rasgos de los rostros. Algo escondía en el cobertor san marcos. Miró como de soslayo un gato que dormitaba en el regazo de la mujer gorda con los zapatos más ridículos. Frente a él se repetía la misma calle de siempre: las mismas casas como vagones de un tren inamovible; los mismos patios decorados con enredaderas trepadas en los zaguanes, -espías, estaciones del polvo- los mismos vecinos envejecidos esperando a ritmo de poltrona la muerte de las horas. Fingió que la vida no era ese pequeño circuito de cuadras. Quiso ir lejos, conocer los puentes, el río que alimentaba los campos. Imaginó la vida sucediendo en otra parte, como Rimbaud, pero volvió a su ritmo de poltrona. Miró al gato en el regazo de la mujer gorda que agregamos, era la madre. Un movimiento estrepitoso, ensordecedor, fue relámpago previo para el derrame blando de coágulos sobre los zapatos más ridículos. El ritmo de la poltrona cambió súbitamente.

2
El hombre se está quitando el sombrero en el patio trasero de la noche. Un cilindro de gas sirve de perchero. Entra a la casa, se arroja a su cama. Ya no nos importa.
El vecino de atrás de la casa de la noche es sonámbulo, ya saben, fataché, grillo, como quieran llamarle; saca de entre sus ropas pardas un revolver calibre 22. Acaricia el máuser. Sigue el imposible movimiento del posible ladrón en la casa de Darío, su vecino Panadero. Le dispara de una buena vez a la cabeza, al sombrero (da en el pecho).
No había tronado tan fuerte un hombre.

Como dejar de intentar escribir el poema
( por si se desea o no)

de entre las opciones galácticas y desorbitadas de los colegas
la mejor manera de intentar dejar escribir el poema
ese acto por demás inútil
una implosión sin sentido sobre la palabra
auténtico ejemplo del desperdicio
soberana falta de respeto hacia los otros
acto egoísta y vacío al mismo tiempo
volado que se lanza a la barranca
calabozo de llaves
mares negros de café y tabaco
voraces lecturas o hurtos
alcohol
placer solitario
misticismos lingüísticos
melancolías y supuestas sagacidades intelectuales
es
¡gremio triste!
publicándolos

Cavilación

Si encausara la energía que dedico a la pornografía
en leer a los poetas chilenos
Si dedicara las horas de messenger
a grandes novelistas españoles
Si en vez de domingos interminables de fut
me pusiera a escribir
cuando menos una línea

Si en lugar de mota comprara libros y películas
Si en vez de cheve y cantinas fuera al cine

Si mis amigos no fueran ladrones
putas y mecánicos

Si mis amigos fueran
jóvenes literatos
con el futuro y la calvicie prematura

Seguramente me aburriría tanto
como lo hace el público de los coloquios
y me masturbaría menos que los jóvenes literatos

aunque tarde que temprano
diría cosas como:

sound track

tom waits
no es mío ese disco ese blues baila como mi muerte el cielo calcinado del d. f cubre los sueños son legítimos los sonámbulos en las calles la destreza de ésta ciudad para convertirse en laberinto sorprende mi teseo sentido por seguir los hilos de las bestias hay tanto minotauro los bolsillos en las miradas de los vendedores del centro están vacíos y qué les digo del taquero viejo en copilco: apenas levanta la mirada las palabras todo un No rotundo la selección perdió ignominiosamente contra brasil un argentino me palmea la espalda mientras fuma hierba que huele a noche
mañana iré al chopo a comprar ese disco

the cure
no quiero salir esta mañana como todas gris el df es perfecto para la cura una indio tibia un moca reventado no quiero salir la cura culpable (mon)

migala
escucho migala mientras llueve y lloro en un hotel que huele a sexo profundo es el centro de morelia se escuchan fantasmas de chelo que llegan desde el conservatorio de las rosas percibo una mujer que llora también me siento más tranquilo

tepoztlán morresey
canciones de conejo doble la lluvia condenada para siempre en la cima
toco la única nota que aprendí en un delfín de barro a la orilla de la pirámide
me lanzo con mi sleeping a los antiguos secretos de la muerte sobrevivo de bajar de ir bajando como avalancha de dos piernas every day is sunday

cronopipedo
de repente el parque es un niño que llora por la libertad de un globo azul. un viejo que tiene la mirada de pan trae un sombrero verde y ve, interesadísimo, las nalgas a una chiq chica que se pasea por plaza coyoacán lamiendo un cono de nieve de sabor insospechado. el globo revienta como pedazo de cielo que no soporta la nariz afilada de una nube. llora con más fuerza el niño (el parque)
verano 04 antonio rojo

Sábado

Ay Manuelita, cada vez estás más fea. Basta ver las fachas que llevas. Por qué no te gustan las falditas y los zapatos acá? Por qué no te arreglas el cabello o de perdida te pones una diadema? Son chingaderas las tuyas. Luego esas zapatillas horribles.
A como chingas Juanita, tú no eres ninguna princesa. Parece que te vomitaron la cara con esa plasta de maquillaje. Luego el peinado de superputa ochentera. Si yo estoy fea tú eres un montón de pellejos zambullidos a presión en una falda tianguera de segunda. O qué, crees que te vez muy chula?
No pues no, pero de perdida no estoy tan dada a la desgracia como tú, ruca amargada; no agarras nada. Yo de perdida tengo al Gordo que me da pa mis chicles y de repente, ya vez, cae uno que otro trompudo.
Sí, de perdida. Para engancharse a un prieto, panzón, borracho y mariguano como ese una no batalla. Por lo menos yo prefiero dediarme. Y los trompudos, bola de tinieblas y chemos que no saben lo que hacen; además, a mi me valen madre los vatitos que van a las bodas y quinceañeras, no como ustedes, viejas ordinarias, queriendo conocer vatos en fiestesitas pichurrientas como esas.
Uyy, disculpa señorita palacio de hierro. Un pito gordo es lo que te hace falta. Un pito gordo y una buena…
Ayyy, ya cállate. Es más, no iré a esa pinche boda de mierda.
Haz lo que quieras, si no fueras tan fea y culona.

Por la sala vuela una zapatilla negra, de tacón.
Por la sala vuela un cenicero de tekate que se impacta en el espejo peinador.

Ya la cagaste Juanita. Mi ma acaba de comprar ese peinador; apenas pagó el primer abono.
Es tu culpa pendeja.
Lo vamos a tener que pagar entre las dos.
Bueno pues.

Las mujeres levantan los vidrios.
Juanita se corta el dedo índice de la mano derecha.

TEST


Qué es un antipoeta:
Un comerciante en urnas y atáudes?
Un sacerdote que no cree en nada?
Un general que duda de sí mismo?
Un vagabundo que se ríe de todo Hasta de la vejez y de la muerte?
Un interlocutor de mal carácter?
Un bailarín al borde del abismo?
Un narciso que ama a todo el mundo?
Un bromista sangriento deliberadamente miserable?
Un poeta que duerme en una silla?
Un alquimista de los tiempos modernos?
Un revolucionario de bolsillo?
Un pequeño burgués?
Un charlatán? ................... un dios?.............................. un inocente?
Un aldeano de Santiago de Chile?
Subraye la frase que considere correcta.
Qué es la antipoesía: Un temporal en una taza de té?
Una mancha de nieve en una roca?
Un azafate lleno de excrementos humanos Como lo cree el padre Salvatierra?
Un espejo que dice la verdad?
Un bofetón al rostroDel Presidente de la Sociedad de Escritores?
(Dios lo tenga en su santo reino)
Una advertencia a los poetas jóvenes?
Un ataúd a chorro?
Un ataúd a fuerza centrífuga?
Un ataúd a gas de parafina?
Una capilla ardiente sin difunto?
Marque con una cruz La definición que considere correcta.

Nicanor Parra
de Obra gruesa (Santiago, Universitaria, 1969)

Diler deth

22:20 horas

A ver. Nfffffffffffffffffffffff. Nfffffffffffffffff.
Está bueno?
Un 16.
Naaa, si es original, de pulmón.
Se le siente la leche de niño en chinga pinche Chino.
Come culo Boca, esa madre está bien buena. Pérate un ratito, ya verás.
Mmmta, la buena debolada truena y dan ganas de cagar.
Tas pendejo, esa es la mala. Además, está mejor que la que no hay.
Siempre con esa verdura pinche Chino. Vendiendo pura leche de niño.
Sabes qué Boca. Ponle a la verga. Todavía que te cuajo y tú con esas mamadas.
Regrésame los dos ciegos Chino. Vete a chingar a tu puta madre.

Patada de Chino en la boca del estomago de Boca.
Órale puto, póngale.
Puñetazo de Chino que rompe la boca de Boca. Boca se va tapándose la boca sangrante con la mano zurda.

22:48 horas
Chino siente que alguien apaga la luz de manera salvaje. Boca toma el tubo y lo alza, la sombra de Boca y del tubo se ven como la de un gigante y el bate de un gigante en las paredes del callejón. Estrella el tubo varias veces, quizá muchas veces, en la humanidad de Chino.
Se escucha: nffffffffffffff, nffffffffffffffffffff.
Boca se limpia boca y nariz. Dice para sus adentros: puto.

Canción de julio

Ahora que estoy vivo
y la lluvia arrecia

ahora que el sol se oculta
debajo de relámpagos

ahora que estoy vivo y enfermo
y la distancia se abre
como un cuerpo acuchillado

ahora que sé
:la única soledad es la que no ha pasado

me voy
como se va el agua
y los trenes
como se van los años
los amantes y los muertos

ahora que estoy vivo
y la lluvia arrecia

Paciencia

Antonio Rojo

La esperaba hacía ya media hora. Me comí un gansito y un bote de leche enchocolatada.

Siempre espero cuarenta minutos y ella lo sabe y ella lo sabe. La esperé primero en los columpios pero me sentí ridículo balanceándome: péndulo sin sentido. Fui debajo del puente suspendido y me sentí ridículo bajo su sombra delgada. Me recosté en el pasto como vaca echada y me sentí ridículo. Me senté en una banca a comerme el gansito y la leche y me sentí ridículo entre las complicadas envolturas. No he hecho otra cosa que esperarla y sentirme risible, un perfecto payaso.

Los niños corretean y gritan así como corretean y gritan los niños; debajo de la fuente, sus gritos traspasan cuadras y si te quedas en silencio los escuchas, Ssssssssssssst! ---------------------------------------------------------------------------------------------------------------- ese delgado martilleo de vocecillas.

Ni siquiera ha tenido la delicadeza de mandarme un mensajito. 35 minutos que pasaron con vientos ligeros en lo alto de las palmaras y uno que otro cholo en baika tirando la zorra. Dos basket intentándolo de tres puntos y media docena de niños resbalándose, escalando, resbalándose, escalando: la resbaladilla más alta de la historia; maestros del descenso.
Una pareja de preparatorianos (lo sé por sus uniformes) entre los árboles del fondo; cortejándose como si fueran los últimos preparatorianos en el último parque de un mundo que se va a la mierda y que antes grababan sus nombres en el tronco gigante de un yucateco, hacen… huy huy, huy, que recuerde.

Unas manos que huelen a jardín japonés me tapan los ojos.


Una pequeña fábula

Franz Kafka

"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer".
"Solamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió.

Con el sonido y la libertad del jazz

Manuel Vicent
El país - 27-08-2006

Tenía las piernas demasiado largas para ser ciclista, pero se paseaba por París montado en una bicicleta que había bautizado con el nombre de Aleluya, por aquel París que de buena mañana, con las calles recién regadas, olía a croasán y a pan caliente. Vivía como un estudiante y no era un estudiante; daba la sensación de estar exiliado y no era un exiliado; queda por saber si Julio Cortázar era realmente argentino y no un ser desarraigado, que había convertido la literatura fantástica, el jazz, la pintura de vanguardia, el boxeo y el cine negro en su única patria y París en una metáfora, en una cartografía íntima. Si ser argentino consiste en estar triste y en estar lejos, Julio Cortázar hizo de su parte todo lo posible por responder a ese modelo, que cada lector podía armar y desarmar a su manera.
Había nacido en Bruselas, en 1914, hijo de madre francesa y de un diplomático argentino, agregado comercial de la embajada de su país en Bélgica, que los abandonó al poco tiempo. Pasó la infancia en Banfield, una barriada al sur de la capital porteña, y en la adolescencia una enfermedad le permitió comerse mil libros; luego se graduó de maestro y fue profesor en la universidad de Cuyo, en Mendoza, pero su espíritu refinado acabó por chocar contra lo más grasiento del peronismo. Hubo otros enredos. Por la pasión con una de sus alumnas, Nelly Martín, aquellos burgueses de provincias lo aislaron con un cordón sanitario, y el hecho de que un día se negara en público a besar el anillo del nuncio Serafini acabó por convertirlo en un proscrito. Estaba ya listo para decir adiós a todo aquello.
El joven Cortázar conoció a la traductora Aurora Bernárdez, hija de emigrantes gallegos, que sería su primera mujer; en 1951 consiguió una beca del gobierno francés y con ese pretexto se instaló definitivamente en París. Ya había escrito Bestiario, el primer libro de cuentos, ponderado por Borges, que se convertiría en el germen de su fama. Realmente, se sentía muy lejos. Podías imaginarlo sentado en la terraza de cualquier café del Barrio Latino midiendo con la mente la distancia que lo separaba de Buenos Aires, mientras escribía Rayuela, su obra maestra, sin ahorrarse un gramo de melancolía. Tal vez por allí cruzaban los grandes del jazz, de paso por París, que después de una noche de gloria en la sala Pleyel volvían a llenar el depósito de whisky en el mercadillo callejero de la rue de Seine, antes de irse a la cama en el hotel La Louisiane, donde se hospedaban. En esa calle empieza la acción de Rayuela, por allí va Oliveira hasta el arco del Quai de Conti para encontrarse con la Maga. En ese hotel vivieron Sartre y Simone de Beauvoir. Y también Albert Camus y Juliette Greco. Ahora, en su angosto ascensor, unas chicas molonas que soñaban con ser modelos de Yves Saint Laurent se entreveraban con Miles Davis y Charlie Parker, uno con la trompeta y otro con el saxo a cuestas.
Amar a Cortázar fue el oficio obligado de toda una generación. En él se reconoció una tribu, que a mitad de los años sesenta había descubierto con sorpresa que en castellano también se podía escribir con la misma libertad con que suena del jazz, rompiendo el principio de causalidad, o de la manera con que Duchamp cambiaba de sitio los objetos cotidianos y los colocaba en un lugar imprevisto para que una mirada nueva los convirtiera en arte. Un argentino con acento francés que arrastraba guturalmente las erres podía ser muy seductor, y si encima usaba gafas de carey negro como Roger Vadim sin necesitarlas, y aún tenía la cara de joven universitario de la Sorbona a los 50 años y el jersey de cuello vuelto le hacía juego con el mechón de pelo que le sombreaba la frente y aparecía en las fotos tocando la trompeta y se comportaba con una ética personal coherente con lo que escribía, no es extraño que produjera estragos entre los lectores libres e imaginativos de entonces. No había ninguna chica que, después de leer Rayuela, no soñara con ser la Maga.
Cuando en 1981 Mitterrand le concedió la nacionalidad francesa, en una pared de Buenos Aires apareció esta pintada: "Volvé, Julio, qué te cuesta". Cortázar volvió a Buenos Aires para visitar a su madre muy enferma y se le vio vagar por el aeropuerto de Eceiza como un extraño, sin que nadie hubiera acudido a recibirle. Nunca fue aceptado por ninguna autoridad establecida. Hoy, en el barrio de Palermo de Buenos Aires hay una plazoleta con su nombre, de la que arranca la calle dedicada a Jorge Luis Borges y muy cerca se alarga un paredón donde en la oscuridad se sacrifican los travestis.
Conoció otros amores. La lituana Unge Karvelis forzó su divorcio con Aurora y lo concienció políticamente, y a partir de entonces hubo el otro Cortázar: el que bajó de la torre de marfil al barro para comprometerse con las causas perdidas, el que firmaba manifiestos, presidía tribunales contra las tiranías de Videla y de Pinochet, el que amaba a Salvador Allende y el sandinismo de Nicaragua; esta actitud militante, unida a su estética de vanguardia, fue una mezcla explosiva para sus lectores de izquierdas, pero acabó por distanciarlo de algunos viejos amigos y colegas latinoamericanos que antepusieron su ideología a su admiración. Luego su pasión por Carol Dunlop le hizo cabalgar en otros viajes, uno de los cuales fue el que los llevó al más allá. Carol partió primero a causa de la leucemia y dos años después esta misma enfermedad acabó también con el escritor. A medida que envejecía su rostro lampiño iba recobrando las facciones de un niño, con sus mismas piernas interminables. Murió el 12 de febrero de 1984 en el hospital de St Lázare y la gallega Aurora Bernárdez, que había vuelto a su lado, lo acompañó hasta el final durmiendo en una colchoneta en el suelo.
Cortázar está enterrado en la misma tumba de Carol, en el cementerio de Montparnasse, y sus fieles, cuando la visitan, cumplen con el rito de dejar sobre la nubecilla grabada en la losa un vaso de vino y un papel con el dibujo de una rayuela, ese juego de los niños en la calle. Sin premios, ni medallas, ni academias, ni ropones severos, se fue al otro mundo sólo con la pasión de sus lectores. En Cortázar amábamos lo que París tenía de libertad y a toda una lista de amores, personajes y lugares secretos, que uno podía confeccionar en un minuto, y también a todas las chicas que pasaban en bicicleta, con la baguette y un libro en la cestilla del manillar y que podían ser la Maga.

El Gusano

Roberto Bolaño
Parecía un gusano blanco, con su sombrero de paja y un Bali colgándole del labio inferior. Todas las mañanas lo veía sentado en un banco de la Alameda mientras yo me metía en la Librería de Cristal a hojear libros. Cuando levantaba la cabeza, a través de las paredes de la librería que en efecto eran de cristal, ahí estaba él, quieto, entre los árboles, mirando el vacío.
Supongo que terminamos acostumbrándonos el uno al otro. Yo llegaba a las ocho y media de la mañana y él ya estaba allí, sentado en un banco, sin hacer nada más que fumar y tener los ojos abiertos. Nunca lo vi con un periódico, con una torta, con una cerveza, con un libro. Nunca lo vi hablar con nadie. En una ocasión, mientras lo miraba desde los estantes de literatura francesa, pensé que dormía en la Alameda, sobre un banco o en los portales de alguna de las calles próximas, pero luego conjeturé que iba demasiado limpio para dormir en la calle y que seguramente se alojaba en alguna pensión cercana. Era, constaté, un animal de costumbres, igual que yo. Mi rutina consistía en ser levantado temprano, desayunar con mi madre, mi padre y mi hermana, fingir que iba al colegio y tomar un camión que me dejaba en el centro, donde dedicaba la primera parte de la mañana a los libros y a pasear y la segunda al cine y de una manera menos explícita al sexo.
Los libros los solía comprar en la Librería de Cristal y en la Librería del Sótano. Si tenía poco dinero en la primera, donde siempre había una mesa con saldos, si tenía suficiente en la última, que era la que tenía las novedades. Si no tenía dinero, como sucedía a menudo, los solía robar indistintamente en una u otra. Se diera el caso que se diera, no obstante, mi paso por la Librería de Cristal y por la del Sótano (enfrente de la Alameda y ubicada, como su nombre lo indica, en un sótano) era obligado. A veces llegaba antes que los comercios abrieran y entonces lo que hacía era buscar a un vendedor ambulante, comprarme una torta de jamón y un jugo de mango y esperar. A veces me sentaba en un banco de la Alameda, uno oculto entre la hojarasca, y escribía. Todo esto duraba aproximadamente hasta las diez de la mañana, hora en que comenzaban en algunos cines del centro las primeras funciones matinales. Buscaba películas europeas, aunque algunas mañanas de inspiración no discriminaba el nuevo cine erótico mexicano o el nuevo cine de terror mexicano, que para el caso era lo mismo.
La que más veces vi creo que era francesa. Trataba de dos chicas que viven solas en una casa de las afueras. Una era rubia y la otra pelirroja. A la rubia la ha dejado el novio y al mismo tiempo (al mismo tiempo del dolor, quiero decir) tiene problemas de personalidad: cree que se está enamorando de su compañera. La pelirroja es más joven, es más inocente, es más irresponsable; es decir, es más feliz (aunque yo por entonces era joven, inocente e irresponsable y me creía profundamente desdichado). Un día, un fugitivo de la justicia entra subrepticiamente en su casa y las secuestra. Lo curioso es que el allanamiento tiene lugar precisamente la noche en que la rubia, tras hacer el amor con la pelirroja, ha decidido suicidarse. El fugitivo se introduce por una ventana, navaja en mano recorre con sigilo la casa, llega a la habitación de la pelirroja, la reduce, la ata, la interroga, pregunta cuántas personas más viven allí, la pelirroja dice que sólo ella y la rubia, la amordaza. Pero la rubia no está en su habitación y el fugitivo comienza a recorrer la casa, cada minuto que pasa más nervioso, hasta que finalmente encuentra a la rubia tirada en el sótano, desvanecida, con síntomas inequívocos de haberse tragado todo el botiquín. El fugitivo no es un asesino, en todo caso no es un asesino de mujeres, y salva a la rubia: la hace vomitar, le prepara un litro de café, la obliga a beber leche, etc.
Pasan los días y las mujeres y el fugitivo comienzan a intimar. El fugitivo les cuenta su historia: es un ex ladrón de bancos, un ex presidiario, sus ex compañeros han asesinado a su esposa. Las mujeres son artistas de cabaret y una tarde o una noche, no se sabe, viven con las cortinas cerradas, le hacen una representación: la rubia se enfunda en una magnífica piel de oso y la pelirroja finge que es la domadora. Al principio el oso obedece, pero luego se rebela y con sus garras va despojando poco a poco a la pelirroja de sus vestidos. Finalmente, ya desnuda, ésta cae derrotada y el oso se le echa encima. No, no la mata, le hace el amor. Y aquí viene lo más curioso: el fugitivo, después de contemplar el número, no se enamora de la pelirroja sino de la rubia, es decir del oso.
El final es predecible pero no carece de cierta poesía: una noche de lluvia, después de matar a sus dos ex compañeros, el fugitivo y la rubia huyen con destino incierto y la pelirroja se queda sentada en un sillón, leyendo, dándoles tiempo antes de llamar a la policía. El libro que lee la pelirroja, me di cuenta la tercera vez que vi la película, es La caída, de Camus. También vi algunas mexicanas más o menos del mismo estilo: mujeres que eran secuestradas por tipos patibularios pero en el fondo buenas personas, fugitivos que secuestraban a señoras ricas y jóvenes y que al final de una noche de pasión eran cosidos a balazos, hermosas empleadas del hogar que empezaban desde cero y que tras pasar por todos los estadios del crimen accedían a las más altas cotas de riqueza y poder. Por entonces casi todas las películas que salían de los Estudios Churubusco eran thrillers eróticos, aunque tampoco escaseaban las películas de terror erótico y las de humor erótico. Las de terror seguían la línea clásica del terror mexicano establecida en los cincuenta y que estaba tan enraizada en el país como la escuela muralista. Sus iconos oscilaban entre el Santo, el Científico Loco, los Charros Vampiros y la Inocente, aderezada con modernos desnudos interpretados preferiblemente por desconocidas actrices norteamericanas, europeas, alguna argentina, escenas de sexo más o menos solapado y una crueldad en los límites de lo risible y de lo irremediable. Las de humor erótico no me gustaban.
Una mañana, mientras buscaba un libro en la Librería del Sótano, vi que estaban filmando una película en el interior de la Alameda y me acerqué a curiosear. Reconocí de inmediato a Jaqueline Andere. Estaba sola y miraba la cortina de árboles que se alzaba a su izquierda casi sin moverse, como si esperara una señal. A su alrededor se levantaban varios focos de iluminación. No sé por qué se me pasó por la cabeza la idea de pedirle un autógrafo, nunca me han interesado. Esperé a que acabara de filmar. Un tipo se acercó a ella y hablaron (¿Ignacio López Tarso?), el tipo gesticuló con enojo y luego se alejó por uno de los caminos de la Alameda y tras dudar unos segundos Jaqueline Andere se alejó por otro. Venía directamente hacia mí. Yo también me puse a andar y nos encontramos a medio camino. Fue una de las cosas más sencillas que me han ocurrido: nadie me detuvo, nadie me dijo nada, nadie se interpuso entre Jaqueline y yo, nadie me preguntó qué estaba haciendo allí. Antes de cruzarnos Jaqueline se detuvo y volvió la cabeza hacia el equipo de filmación, como si escuchara algo, aunque ninguno de los técnicos le dijo nada. Después siguió caminando con el mismo aire de despreocupación en dirección al Palacio de Bellas Artes y lo único que tuve que hacer fue detenerme, saludarla, pedirle un autógrafo, ocultar mi sorpresa al constatar su baja estatura que ni siquiera los zapatos con tacón de aguja lograban disimular. Por un momento, tan solos estábamos, pensé que hubiera podido secuestrarla. La mera probabilidad me erizó los pelos de la nuca. Ella me miró de abajo hacia arriba, el pelo rubio con una tonalidad ceniza que yo desconocía (puede que se lo hubiera teñido), los ojos marrones almendrados muy grandes y muy dulces, pero no, dulces no es la palabra, tranquilos, de una tranquilidad pasmosa, como si estuviera drogada o tuviera el encefalograma plano o fuera una extraterrestre, y me dijo algo que no entendí.
La pluma, dijo, la pluma para firmar. Busqué en el bolsillo de mi chamarra un bolígrafo e hice que me firmara la primera página de La caída. Me arrebató el libro y lo estuvo mirando durante unos segundos. Sus manos eran pequeñas y muy delgadas. ¿Cómo firmo, dijo, como Albert Camus o como Jaqueline Andere? Como tú quieras, dije. Aunque no levantó la cara del libro noté que sonreía. ¿Eres estudiante?, dijo. Contesté afirmativamente. ¿Y qué haces aquí en vez de estar en clases? Creo que nunca más volveré a la escuela, dije. ¿Qué edad tienes?, dijo ella. Dieciséis, dije. ¿Y tus papás saben que no vas a clases? No, claro que no, dije. No me has contestado una pregunta, dijo ella levantando la mirada y posándola sobre mis ojos. ¿Qué pregunta?, dije yo. ¿Qué haces aquí? Cuando yo era joven, añadió, los novillos se hacían en los billares o en las boleras. Leo libros y voy al cine, dije. Además, yo no hago novillos. Ya, tú desertas, dijo. Esta vez fui yo el que sonreí. ¿Y qué películas se ven a esta hora?, dijo ella. De todas, dije yo, algunas tuyas. Eso pareció no gustarle. Volvió a mirar el libro, se mordió el labio inferior, me miró y parpadeó como si le dolieran los ojos. Después me preguntó mi nombre. Bueno, pues firmemos, dijo. Era zurda. Su letra era grande y poco clara. Me tengo que ir, dijo alargándome el libro y el bolígrafo. Me dio la mano, nos la estrechamos y se alejó por la Alameda de vuelta hacia donde estaba el equipo de rodaje. Me quedé quieto, mirándola, dos mujeres se le acercaron unos cincuenta metros más allá, iban vestidas como monjas misioneras, dos monjas mexicanas misioneras que se llevaron a Jaqueline hasta quedar debajo de un ahuehuete. Después se les acercó un hombre, hablaron, después los cuatro se alejaron por una de las sendas de salida de la Alameda.
En la primera página de La caída, Jaqueline escribió: «Para Arturo Belano, un estudiante liberado, con un beso de Jaqueline Andere»
De golpe me encontré sin ganas de librerías, sin ganas de paseos, sin ganas de lecturas, sin ganas de cines matinales (sobre todo sin ganas de cines matinales). La proa de una nube enorme apareció sobre el centro del D.F., mientras por el norte de la ciudad resonaban los primeros truenos. Comprendí que la película de Jaqueline se había interrumpido por la proximidad inminente de la lluvia y me sentí solo. Durante unos segundos no supe qué hacer, hacia dónde ir. Entonces el Gusano me saludó. Supongo que después de tantos días él también se había fijado en mí. Me volví y allí estaba, sentado en el mismo banco de siempre, nítido, absolutamente real con su sombrero de paja y su camisa blanca. Al marcharse los técnicos cinematográficos, comprobé asustado, el escenario había experimentado un cambio sutil pero determinante: era como si el mar se hubiera abierto y pudiera ahora ver el fondo marino. La Alameda vacía era el fondo marino y el Gusano su joya más preciada. Lo saludé, seguramente hice alguna observación banal, se puso a diluviar, abandonamos juntos la Alameda en dirección a la avenida Hidalgo y luego caminamos por Lázaro Cárdenas hasta Perú.
Lo que sucedió después es borroso, como visto a través de la lluvia que barría las calles, y al mismo tiempo de una naturalidad extrema. El bar se llamaba Las Camelias y estaba lleno de mariachis y vicetiples. Yo pedí enchiladas y una TKT, el Gusano una Coca–Cola y más tarde (pero no debió de ser mucho más tarde) le compró a un vendedor ambulante tres huevos de caguama. Quería hablar de Jaqueline Andere. No tardé en comprender, maravillado, que el Gusano no sabía que aquella mujer era una actriz de cine. Le hice notar que precisamente estaba filmando una película, pero el Gusano simplemente no recordaba a los técnicos ni los aparejos desplegados para la filmación. La presencia de Jaqueline en el sendero en donde se hallaba su banco había borrado todo lo demás. Cuando dejó de llover el Gusano sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero, pagó y se fue. Al día siguiente nos volvimos a ver. Por la expresión que puso al verme pensé que no me reconocía o que no quería saludarme. De todos modos me acerqué. Parecía dormido aunque tenía los ojos abiertos. Era flaco, pero sus carnes, excepto los brazos y las piernas, se adivinaban blandas, incluso fofas, como las de los deportistas que ya no hacen ejercicios. Su flaccidez, pese a todo, era más de orden moral que físico. Sus huesos eran pequeños y fuertes. Pronto supe que era del norte o que había vivido mucho tiempo en el norte, que para el caso es lo mismo. Soy de Sonora, dijo. Me pareció curioso, pues mi abuelo también era de allí. Eso interesó al Gusano y quiso saber de qué parte de Sonora. De Santa Teresa, dije. Yo de Villaviciosa, dijo el Gusano. Una noche le pregunté a mi padre si conocía Villaviciosa. Claro que la conozco, dijo mi padre, está a pocos kilómetros de Santa Teresa. Le pedí que me la describiera. Es un pueblo muy pequeño, dijo mi padre, no debe tener más de mil habitantes (después supe que no llegaban a quinientos), bastante pobre, con pocos medios de subsistencia, sin una sola industria. Está destinado a desaparecer, dijo mi padre. ¿Desaparecer cómo?, le pregunté. Por la emigración, dijo mi padre, la gente se va a ciudades como Santa Teresa o Hermosillo o a Estados Unidos. Cuando se lo dije al Gusano éste no estuvo de acuerdo, aunque en realidad la frase «estar de acuerdo» o «estar en desacuerdo» para él no tenían ningún significado. El Gusano no discutía nunca, tampoco expresaba opiniones, no era un dechado de respeto por los demás, simplemente escuchaba y almacenaba, o tal vez sólo escuchaba y después olvidaba, atrapado en una órbita distinta a la de la otra gente. Su voz era suave y monocorde aunque a veces subía el tono y entonces parecía un loco que imitara a un loco y yo nunca supe si lo hacía a propósito, como parte de un juego que sólo él comprendía, o si no lo podía evitar y aquellas salidas de tono eran parte del infierno. Cifraba su seguridad en la pervivencia de Villaviciosa en la antigüedad del pueblo; también, pero eso lo comprendí más tarde, en la precariedad que lo rodeaba y lo carcomía, aquello que según mi padre amenazaba su misma existencia.
No era un tipo curioso aunque pocas cosas se le pasaban por alto. Una vez miró los libros que yo llevaba, uno por uno, como si le costara leer o como si no supiera. Después nunca más volvió a interesarse por mis libros aunque cada mañana yo aparecía con uno nuevo. A veces, tal vez porque de alguna manera me consideraba un paisano, hablábamos de Sonora, que yo apenas conocía: sólo había ido una vez, para el funeral de mi abuelo. Nombraba pueblos como Nacozari, Bacoache, Fronteras, Villa Hidalgo, Bacerac, Bavispe, Agua Prieta, Naco, que para mí tenían las mismas cualidades del oro. Nombraba aldeas perdidas en los departamentos de Nacori Chico y Bacadéhuachi, cerca de la frontera con el estado de Chihuahua, y entonces, no sé por qué, se tapaba la boca como si fuera a estornudar o a bostezar. Parecía haber caminado y dormido en todas las sierras: la de Las Palomas y La Cieneguita, la sierra Guijas y la sierra La Madera, la sierra San Antonio y la sierra Cibuta, la sierra Tumacacori y la sierra Sierrita bien entrado en el territorio de Arizona, la sierra Cuevas y la sierra Ochitahueca en el noreste junto a Chihuahua, la sierra La Pola y la sierra Las Tablas en el sur, camino de Sinaloa, la sierra La Gloría y la sierra El Pinacate en dirección noroeste, como quien va a Baja California. Conocía toda Sonora, desde Huatabampo y Empalme, en la costa del Golfo de California, hasta los villorrios perdidos en el desierto. Sabía hablar la lengua yaqui y la pápago (que circulaba libremente entre los lindes de Sonora y Arizona) y podía entender la seri, la pima, la mayo y la inglesa. Su español era seco, en ocasiones con un ligero aire impostado que sus ojos contradecían. He dado vueltas por las tierras de tu abuelo, que en paz descanse, como una sombra sin asidero, me dijo una vez.
Cada mañana nos encontrábamos. A veces intentaba hacerme el distraído, tal vez reanudar mis paseos solitarios, mis sesiones de cine matinales, pero él siempre estaba allí, sentado en el mismo banco de la Alameda, muy quieto, con el Bali colgándole de los labios y el sombrero de paja tapándole la mitad de la frente (su frente de gusano blanco) y era inevitable que yo, sumergido entre las estanterías de la Librería de Cristal, lo viera, me quedara un rato contemplándolo y al final acudiera a sentarme a su lado.
No tardé en descubrir que iba siempre armado. Al principio pensé que tal vez fuera policía o que lo perseguía alguien, pero resultaba evidente que no era policía (o que al menos ya no lo era) y pocas veces he visto a nadie con una actitud más despreocupada con respecto a la gente: nunca miraba hacia atrás, nunca miraba hacia los lados, raras veces miraba el suelo. Cuando le pregunté por qué iba armado el Gusano me contestó que por costumbre y yo le creí de inmediato. Llevaba el arma en la espalda, entre el espinazo y el pantalón. ¿La has usado muchas veces?, le pregunté. Sí, muchas veces, dijo como en sueños. Durante algunos días el arma del Gusano me obsesionó. A veces la sacaba, le quitaba el cargador y me la pasaba para que la examinara. Parecía vieja y pesada. Generalmente yo se la devolvía al cabo de pocos segundos, rogándole que la guardara. A veces me daba reparo estar sentado en un banco de la Alameda conversando (o monologando) con un hombre armado, no por lo que él pudiera hacerme pues desde el primer instante supe que el Gusano y yo siempre seríamos amigos, sino por temor a que nos viera la policía del D.F., por miedo a que nos cachearan y descubrieran el arma del Gusano y termináramos los dos en algún oscuro calabozo.
Una mañana se enfermó y me habló de Villaviciosa. Lo vi desde la Librería de Cristal y me pareció igual que siempre, pero al acercarme a él observé que la camisa estaba arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta. Al sentarme a su lado noté que temblaba. Poco después los temblores fueron en aumento. Tienes fiebre, dije, tienes que meterte en la cama. Lo acompañé, pese a sus protestas, hasta la pensión donde vivía. Acuéstate, le dije. El Gusano se sacó la camisa, puso la pistola debajo de la almohada y pareció quedarse dormido en el acto, aunque con los ojos abiertos fijos en el cielorraso. En la habitación había una cama estrecha, una mesilla de noche, un ropero desvencijado. En el interior del ropero vi tres camisas blancas como la que se acababa de quitar perfectamente dobladas y dos pantalones del mismo color colgados de sendas perchas. Debajo de la cama distinguí una maleta de cuero de excelente calidad, de aquellas que tenían una cerradura como de caja fuerte. No vi ni un solo periódico, ni una sola revista. La habitación olía a desinfectante, igual que las escaleras de la pensión. Dame dinero para ir a una farmacia a comprarte algo, dije. Me dio un fajo de billetes que sacó del bolsillo de su pantalón y volvió a quedarse inmóvil. De vez en cuando un escalofrío lo recorría de la cabeza a los pies como si se fuera a morir. Pero sólo de vez en cuando. Por un momento pensé que tal vez lo mejor sería llamar a un médico, pero comprendí que eso al Gusano no le iba a gustar. Cuando volví, cargado de medicinas y botellas de Coca–Cola, se había dormido. Le di una dosis de caballo de antibióticos y unas pastillas para bajarle la fiebre. Luego hice que se bebiera medio litro de Coca–Cola. También había comprado un pancake, que dejé en el velador por si más tarde tenía hambre. Cuando ya me disponía a irme, él abrió los ojos y se puso a hablar de Villaviciosa.
A su manera, fue pródigo en detalles. Dijo que el pueblo no tenía más de sesenta casas, dos cantinas, una tienda de comestibles. Dijo que las casas eran de adobe y que algunos patios estaban encementados. Dijo que de los patios escapaba un mal olor que a veces resultaba insoportable. Dijo que resultaba insoportable para el alma, incluso para la carencia de alma, incluso para la carencia de sentidos. Dijo que por eso algunos patios estaban encementados. Dijo que el pueblo tenía entre dos mil y tres mil años y que sus naturales trabajaban de asesinos y de vigilantes. Dijo que un asesino no perseguía a un asesino, que cómo iba a perseguirlo, que eso era como si una serpiente se mordiera la cola. Dijo que existían serpientes que se mordían la cola. Dijo que incluso había serpientes que se tragaban enteras y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía salir corriendo pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de la realidad. Dijo que cerca del pueblo pasaba un río llamado Río Negro por el color de sus aguas y que éstas al bordear el cementerio formaban un delta que la tierra seca acababa por chuparse. Dijo que la gente a veces se quedaba largo rato contemplando el horizonte, el sol que desaparecía detrás del cerro El Lagarto, y que el horizonte era de color carne, como la espalda de un moribundo. ¿Y qué esperan que aparezca por allí?, le pregunté. Mi propia voz me espantó. No lo sé, dijo. Luego dijo: una verga. Y luego: el viento y el polvo, tal vez. Después pareció tranquilizarse y al cabo de un rato creí que estaba dormido. Volveré mañana, murmuré, tómate las medicinas y no te levantes.
Me marché en silencio.
A la mañana siguiente, antes de ir a la pensión del Gusano, pasé un rato, como siempre, por la Librería de Cristal. Cuando me disponía a salir, a través de las paredes transparentes, lo vi. Estaba sentado en el mismo banco de siempre, con una camisa blanca holgada y limpia y unos pantalones blancos inmaculados. La mitad de la cara se la tapaba el sombrero de paja y un Bali le colgaba del labio inferior. Miraba al frente, como en él era usual, y parecía sano. Ese mediodía, al separarnos, me alargó con un gesto hosco varios billetes y dijo algo acerca de las molestias que yo había tenido el día anterior. Era mucho dinero. Le dije que no me debía nada, que hubiera hecho lo mismo por cualquier amigo. El Gusano insistió en que cogiera el dinero. Así podrás comprar algunos libros, dijo. Tengo muchos, contesté. Así dejarás de robar libros por algún tiempo, dijo. Al final le quité el dinero de las manos. Ha pasado mucho tiempo, ya no recuerdo la cifra exacta, el peso mexicano se ha devaluado muchas veces, sólo sé que me sirvió para comprarme veinte libros y dos discos de los Doors y que para mí esa cantidad era una fortuna. Al Gusano no le faltaba el dinero.
Nunca más me volvió a hablar de Villaviciosa. Durante un mes y medio, tal vez dos meses, nos vimos cada mañana y nos despedimos cada mediodía, cuando llegaba la hora de comer y yo volvía en el camión de la Villa o en un pesero rumbo a mi casa. Alguna vez lo invité al cine, pero el Gusano nunca quiso ir. Le gustaba hablar conmigo sentados en su banco de la Alameda o paseando por las calles de los alrededores y de vez en cuando condescendía a entrar en un bar en donde siempre buscaba al vendedor ambulante de huevos de caguama. Nunca lo vi probar alcohol. Pocos días antes de que desapareciera para siempre le dio por hacerme hablar de Jaqueline Andere. Comprendí que era su manera de recordarla. Yo hablaba de su pelo rubio ceniza y lo comparaba favorable o desfavorablemente con el pelo rubio amielado que lucía en sus películas y el Gusano asentía levemente, la vista clavada al frente, como si tuviera a Jaqueline Andere en la retina o como si la viera por primera vez. Una vez le pregunté qué clase de mujeres le gustaban. Era una pregunta estúpida, hecha por un adolescente que sólo quería matar el tiempo. Pero el Gusano se la tomó al pie de la letra y durante mucho rato estuvo cavilando la respuesta. Al final dijo: tranquilas. Y después añadió: pero sólo los muertos están tranquilos. Y al cabo de un rato: ni los muertos, bien pensado.
Una mañana me regaló una navaja. En el mango de hueso se podía leer la palabra «Caborca» escrita en finas letras de alpaca. Recuerdo que le di las gracias efusivamente y que aquella mañana, mientras platicábamos en la Alameda o mientras paseábamos por las concurridas calles del centro, estuve abriendo y cerrando la hoja, admirando la empuñadura, tentando su peso en la palma de mi mano, maravillado de sus proporciones tan justas. Por lo demás, aquel día fue idéntico a todos los otros. A la mañana siguiente el Gusano ya no estaba.
Dos días después lo fui a buscar a su pensión y me dijeron que se había marchado al norte. Nunca más lo volví a ver.

El caso de los viejitos voladores

Adolfo Bioy Casares
Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora. El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció "porque el destino lo quiso". En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.
Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más actrativos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.
En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.
La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.
Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio. "En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas" me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado. Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre "Ni idea" y "El hombre me suena"), pero finalmente un adolescente me dijo "Es una de las glorias de nuestra literatura". No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: "¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura". Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven, confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó: –¿Usted es arqueólogo? –No, ¿Por qué? –¿No me diga que es escritor? –Tampoco. –Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto. –Me parece que usted no le tiene simpatía. –¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares. Resolví visitar al viejo. No fue fácil.En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. "Quisiera preguntarle algo", contesté. "Acabáramos", dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. "¿Está seguro? preguntó. "Segurísimo" dije. Me citó ese mismo día en su casa. –Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto? –¿Usted es médico? –me preguntó–. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor. –¿ Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud? –¿De qué operaciones me está hablando? –Operaciones quirúrgicas. –¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran. –Entonces, ¿por qué viaja? –Porque me dan premios. –Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios. –Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio. –¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes? –Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron. –La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes. –Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran. Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma. –A mí puede decirme cualquier cosa. –Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio.

Coitus interruptus

Kampala
Durante los últimos cinco años alimenté el sueño de ejercer como corresponsal de guerra en la zona de los Balcanes y/o seguir los pasos de Ryszard Kapuscinski y otros héroes anónimos del periodismo internacional con nombres impronunciablesen que trabajaban en El África. Me imaginaba recorriendo las zonas de guerra o de extrema pobreza acompañado de una cámara fotográfica y una cédula que acreditara mi situación como miembro del cuarto poder mundial. Mi rostro con una barba asistida por moscas voraces y que salían de la boca de los niños muertos o el pueblo bombardeado; sería la máscara que vería en mi cara quemada y reseca por largas jornadas de caminata bajo un sol inclemente. Todo por informar al mundo lejano de ciudades apacibles. Las balas, la malaria, las víboras y fatales insectos serían mis enemigos más íntimos. Las turbas de asesinos desesperados y hambrientos milenarios mi ruta diaria. La muerte, esa única constante, persiguiéndome más de cerca. ¿Eso quería?
El esperado llamado llegó justo cuando estaba en pleno acto sexual con Jama Kenyatta. El teléfono celular sonó y detrás de su molesto ronroneo imaginaba a Madre desesperada porque no sabía de mí en los últimos tres meses. También imaginaba a Lucia, mi mujer, con la misma preocupación. No contesté los primeros dos llamados. Miraba el teléfono como si tratara del rostro de Madre o el de Lucia mientras el sudor me quemaba los ojos. Al tercer llamado salí del cuerpo de Jama y contesté con una respiración todavía agitada. Podía comenzar.

Ocupaciones secretas

As coisas nao tem significaçao: tem existencia.
As coisas sao o único sentido oculto das coisas.
-Pessoa
I
Miré por debajo de la silla. Había polvo lamiendo piso. Algunas partículas se deslizaban con sus patines de viento. Me levanté de inmediato porque Madre ordenó sirviera la coca. Ese día comí mole Doña maría con arroz naranja y plátano picado.
Desde la mesa que está en el comedor de casa se puede observar por la ventana, a la hora que sea (incluso en la noche hay un farol), el movimiento alto de una palmera solitaria. Su delicado sonido de flama. Entonces que me jala las orejas Madre por tirar medio vaso de coca en la mesa, por manchar el mantel más bonito. Bajé la mirada de nuevo, el polvo ya había salido de la sombra sólida de la mesa y se dirigía a los fondos innombrables del tocadiscos viejísimo. Otro jalón de orejas porque me está hablando. – ¿Te gusta? Musitaba -¿si te gusta, verdad?, y yo: -sí mamá, es el mejor mole Doña maría con el que haz barnizado un pollo desplumado. Había ocasiones que el mínimo comentario hubiera causado el llanto irremediable en Madre y a mí una bofetada para que la acompañara en su tristeza líquida. Pero ese día se quedó inmutable, callada, mirándome. Siguió comiendo el arroz lentamente, rasgando el plato con el tenedor y con la otra mano acariciándose el cabello. –Extraño tanto, le oí susurrar. Miré de nuevo por la ventana y la palmera seguía moviéndose como arrullada por el viento ligero. Creo que el viento siempre sopla en lo alto de esa palmera.
II
Se me había ocurrido invitar a casa a Jean. Así se llamaba. Me gustaba enseñar los mapas de navegación (que había dejado mi padre) a los pocos invitados que se dignaban a venir a casa. No me percataba de lo aburrido que resultaba hasta que venía Madre con su hastío eterno y molía con que jugara a otra cosa, que el día estaba bueno (siempre me pregunté cuáles eran los días buenos de Madre) para patear balones, para cachar con los guantes que están dormidos en la repisa. Pero resulta que a Jean le interesaron los mapas y no sólo eso, tenía curiosidad sobre el poema más celebre de Padre: Ocupaciones secretas. Justo cuando llegué a la parte donde Padre o su poema están describiendo las calles de Tánger: las sinestesias causadas por el viento, la brisa y el color del mar en pleno julio; Madre entró a la recamara, llorando y corrió a Jean de casa. Yo sabía que la dedicación del poema: para Abisag, no se refería a Madre ni a la virgen que no pudo desvirgar el Rey David; se refería a una mujer inglesa que pintaba cuadros de rostros invariablemente tristes: los colores cálidos y un ritmo que recordaba el océano índico penetrando en el atlántico. Argnes se llamaba la musa inglesa de Padre.
III
Hoy hay un viento salvaje que mueve violentamente la palmera afuera de casa, como queriendo desarraigarla. Un viento que me recuerda la muerte de padre la zangolotea como a un pescuezo de gallina las manos de un hombre. Es tarde y Madre está llorando en su recamara color sepia, como una foto de los abuelos donde Ella, mas o menos de mi edad y tendida en las rodillas del viejo se lamentaba de huracanes o terremotos o bombas, ya nadie sabe.
Hoy Madre ha estado como loca, incontrolable. La palmera deja que el viento le arrebate una mano. Más bien el viento se la arranca. Aprovecho para irme entre las moscas que se resguardan de la lluvia inminente. Me dirijo a la habitación de ladrillo, la misma de la foto con los abuelos.

Mensajes telefónicos

Mensaje I

"Te extrañamos. Ya nos acostamos a dormir. El Dieguito se portó tremendo y hermoso. Metió las manos a la salsa, jugó con todos los globos, comió ceviche y no paró de correr".

Me encantó este mensaje. Sabes, en mi cumpleaños pasado me mandaste uno donde envolvías pájaros y calles y estrellas en papel regalo que todavía conservo. Creo que éste también me acompañará un ratote. Es una pequeña historia que me encanta porque veo al Dieguito y te veo a ti tras él acompañando sus pequeños y traviesos pasitos. Todo el día anduve sobre lo de los papeles legales y mañana ya me los dan, eso es chilo. Desde que me levanté te traigo en el aliento, me quise tragar tu esencia de jardín japonés ayer y me ayudó sentirte cerquitas; el día estuvo duro y sumamente escaso. Mi Ma cumple cuarentaitantos hoy. La neta, la pobre no recibió sino la tremenda preocupación de las ausencias, a veces muy dramáticas, de gasto, su café, sus cigarros. Toda la mañana estuvo pensando en qué hacer para la hora de la comida y se decidió por un par de pulpos pequeños que tenía congelados de hace rato. Le salieron muy sabrosos (guisados en mantequilla, yerbas finas y un chile verde). Cuando me estaba comiendo el segundo taco que llega mi padre con carne asada y le da un abrazote a mi madre. Madre le dice: cigarros, me trajiste. Y mi padre, claro mi amor, un poco en broma y un poco en serio. Luego fuimos Enex y yo a empeñar un reloj, un piano, nuestra tele y un dvd (también llevábamos una video pero no la aceptaron) con lo que pagamos los papeles y sobró para darle a la jefita para más cigarros y para los rulas de Melina en la semana. Chilo. Todo lo sacaremos del empeño, ya verás. Luego, cuando me comenzaron a llegar tus mensajes veníamos de por allá, de Madero, y había instaladas en el parque esas carpas que ponen con artículos, gastronomía, nieves, bisutería y ropa oaxaqueña. Yo previamente había marcado a tu casa (no traía saldo para mandarte un mensajito) donde te prefiguraba tibiecita, respirando en sueño junto con Dieguito. Y sí, tu madre me afirmó que ya descansabas y se me antojaba ir a darte un beso en la frente y tu Ma me dijo que ella lo pondría por mí. Después me llegó otro bello mensaje, ese de la película con la que Polilla se convertía en hada; aunque todos sabemos que Polilla es un hada. Todo mientras Dieguito suspiraba y quizá lo que perturbó tan lindamente sus sueños de bebe fue la llamada telefónica que yo sostenía con tu madre, Shandra chula. Me llegó el mensajito cuando acababa de colgar, eso quiere decir que mientras lo redactabas yo estaba hablando de ti con Ella y te imaginaba arropadita y al Dieguito también; cansados de la piñata y de correr y meter manos en salsas mágicas.
Supe que estabas despierta y ya iba en la Reforma y me quise bajar en el Navarrete a darte el beso yo mismo pero mejor confié en el beso que le encargué a Shandra.
Enseguida del jetta en el que viajaba de regreso a casa; una bebe con carita de patito bostezaba y se tallaba los ojos mientras los padres discutían dentro de un pequeño sedán rojo. Se estaban perdiendo lo encantador de la bebe patito dando los primeros pasos al sueño de esta noche (ya ahorita la niña patito debe estar dormida, como tú, ramita de agua, y como el dieguito: “dientito de ajo”, pequeño Rocamadur tranquilo que duerme con una maga que lo cuida y le da tibieza). Llegué a casa y no encontré la peli de las hadas pero creo que ya la vi, ¿es la Eliseo Zubiela? (recuerdo de esa película, que por cierto me la prestó Polilla, una cámara instalada en una cabina telefónica y un observador que veía a la misma mujer todos los días). Luego vine a escribirte esto. Cuando lo leas, evidentemente estarás despierta. Dice Pessoa (Alberto Caeiro): "La espantosa realidad de las cosas/es mi descubrimiento de todos los días. /Cada cosa es lo que es,/es difícil explicar a alguien cuánto me alegra eso,/ y cuanto me basta eso./ Basta existir para ser completo." Y luego... "Qué es el presente?/ es una cosa relativa al pasado y al futuro./ Es una cosa que existe en virtud de que otras cosas existen./ Yo quiero sólo la realidad, las cosas sin presente. No quiero incluir al tiempo en mi esquema./ No quiero pensar en las cosas como presentes; quiero pensar en ellas como cosas...ver sin tiempo ni espacio.”
En este momento en el que tú y Dieguito están sumidos en el tiempo sin espacio del sueño. En esa posibilidad que se extiende y multiplica. Llego (aunque no hay presencia ni presente) a ese cuarto donde los dos descansan y les doy un beso de buenas noches. Seguiré buscando la película de las hadas de Polilla.

CONTRA LOS POETAS
POR WITOLD GOMBROWICZ
Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas reverencias y con voz altisonante,¡Ah, Shelley! ¡Ah, Stowacki! ¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y, sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre..., sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra firme bajo mis pies. Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado, puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía en este sentido..., si no fuera por ciertos experimentos..., ciertos experimentos científicos... ¡Qué maldición para el arte, Bacori! Os aconsejo que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que este campo no lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera «Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que consistían en ponerme a aporrear el instrumento, tras haberme asegurado el aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa estética por este lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde reina el bluff, la mistificación; el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un cura descalzo y con pantalón corto.He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a interrogarles detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué sutilidades y matices, para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así..., que no obstante...; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del Experimento.Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado, y ante toda esta montaña de gloria me encuentro yo con mi sospecha de que la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado. A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora: ¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas. En la poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico.El canto es una forma de expresión muy solemne... Pero he aquí que a lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso.Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación adecuada entre nosotros y nuestra postura. Podría parecer que la Forma es para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que nos enriquece o empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene que «favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar religioso, trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la Poesía, o el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro espíritu, más insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su autonomía y su libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un extremismo ciego expresa solamente uno de los polos de nuestros sentimientos. Pero, de todos los artistas, los poetas son probablemente los que con más ahínco se postran de hinojos -rezan más que los otros-, son sacerdotes par excellence y ex professio, y la Poesía así planteada se convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es esta exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan drásticamente insuficientes, tan incompletos.Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por todo el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me tienen simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos tomar conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos eludir la confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen, el hombre que es producto exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la Poesía, sino también su política de avestruz en relación con la realidad: porque ellos se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza, sino debilidad.¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan únicamente a sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido? ¿Es que no son herméticos? Obviamente, no les reprocho el que sean «difíciles», no pretendo que escriban «de manera comprensible para todos» ni que sean leídos en las casas campesinas pobres. Sería igual a pretender que voluntariamente renunciaran a los valores más esenciales, como la conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un conocimiento más profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh, no, ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil, sublime y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y quien es refinado debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un autor que defiende obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo digo para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de «artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que ; precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo de gente afín a mí, sino precisamente en relación y en '' contacto con el enemigo.¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de manera que no deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que no tuviese que gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no deshonren al creador ni siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten. Porque ningún poeta es exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-poeta que no canta y a quien no le gusta el canto...; el hombre es algo más vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos de una misma religión muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.Permitidme que os muestre la siguiente escena... Imaginémonos que en un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar. Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere darse cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo; pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da mayor importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él, le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera desenvuelta, natural ni directa, sino en una forma heredada de otros poetas, una forma que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad humana; y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera una hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una grieta por la cual desde el exterior pudiese penetrar la vida? Y al fin y al cabo no hablamos aquí de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se refiere a los poetas más célebres, a los mejores.Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que cantan en el vacío. Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor... o hasta con repulsión... ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya no encuentra apoyo en nada..., se convierte en juguete de los elementos. A partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas «añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una docena de «vivencias» consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso, privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre pare otro hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación de la vocación del Poeta.Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte de Virgilio, de Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentamos la misma sensación: que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se realizan en el vacío, que pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe que son grandes..., pero que de algún modo nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos..., puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción. Esta prosa surgió del mismo espíritu que ilumina a los poetas, e indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos, nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben 'para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se rinden honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no difiere mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento religioso que los poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la convicción de su propia importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar a los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como consecuencia de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los poetas mediocres se hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas insignificantes cobran una importancia desorbitada. Recordemos, por ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de las asonancias, y el tono en que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el destino de la humanidad dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es lo que ocurre cuando el espíritu del gremio llega a dominar al espíritu universal.Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas. A todos los excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de vates. Estas cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la orgullosa y aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero ¿es que el arte que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos que justamente no son nadie, cuya personalidad vacía se desahoga encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya es verdaderamente ridículo son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos que aparecen en la prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia, una vanilocuencia pomposa y tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer que hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la poesía no se puede escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están repletas de semejantes elucubraciones poetizantes. También es muy grande la ridiculez que acompaña los recitales, concursos y manifiestos, pero supongo que no vale la pena extenderse más sobre ello.Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en verso no me seduce. Y por qué los poetas -que se han entregado totalmente a la Poesía y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad- se encuentran (desde hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las apariencias de triunfo. A pesar de toda la pompa de esta ceremonia.Pero aún tengo que refutar cierta acusación.El simplismo inusitado con que se defienden los poetas (por lo general, hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse argumentando que escriben versos por placer, como si todo su comportamiento no desmintiese semejante afirmación. Los hay que sostienen con toda seriedad que escriben para el pueblo y que sus rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento espiritual de las almas sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social de la poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar desde este lado. Dirán: –¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no ve usted las multitudes que asisten a nuestros recitales? ¿La cantidad de ediciones que consiguen nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos, las disertaciones publicados sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los poetas famosos? Es usted precisamente quien no quiere ver las cosas como son...¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que ilusiones. Es cierto que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que incluso un oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema declamado en un recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas sesiones, en que se recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos tendría que ser leído con la máxima atención al menos tres veces para poder descifrar por encima su contenido. En cuanto a las ediciones, sabemos que se compran miles de libros para no ser leídos jamás. Sobre la poesía escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene que ver la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y todas las ambiciones -nacionales u otras- que acompañan a estas carreras, qué tiene que ver todo esto con una auténtica emoción artística? Sin embargo, semejante respuesta, aunque justa, no sería suficiente. El problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más profundo y difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos entender algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que «el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No el arte nos encanta sólo hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos proporciona son más bien dudosos... Y ¿acaso puede ser de otra manera, si la convivencia con el gran arte es una convivencia con hombres maduros, de horizontes más vastos y sentimientos más fuertes? No nos deleitamos, más bien tratamos de deleitarnos..., y no comprendemos..., sino que tratamos de comprender...Qué superficial es el pensamiento para el cual este fenómeno complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello.–Oh, hay tantos esnobs..., pero yo no soy un esnob, yo reconozco con franqueza cuando algo' no me gusta –dice esta ingenuidad y le parece que con esto todo queda arreglado.Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores que no tienen nada que ver con la estética. ¿Pensáis que si en la escuela no nos hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde, tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda nuestra organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos tanto por él? ¿No será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se desahoga en esta admiración nuestra, y no será que al adorar a los superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de nosotros» o «entre nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta locura colectiva. Todos «se comportan» como si estuvieran entusiasmados, aunque «verdaderamente» nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal punto.Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa, pretender que la poesía, o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano. Y si desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus admiradores, entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán justificados: pues al parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden natural de las cosas, que el arte, igual que el entusiasmo que despierta, sea más bien producto del espíritu colectivo que no una reacción espontánea del individuo.Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este planteamiento logrará salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la realidad a su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta. Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente, entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos: jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual muestren una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una ficción y una ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre. ¡No, estos monjes prefieren postrarse!¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de Dios o de sus numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere desde el momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de nuestra existencia.

Texto extraído del ANEXO del Diario 1,