Coitus interruptus

Kampala
Durante los últimos cinco años alimenté el sueño de ejercer como corresponsal de guerra en la zona de los Balcanes y/o seguir los pasos de Ryszard Kapuscinski y otros héroes anónimos del periodismo internacional con nombres impronunciablesen que trabajaban en El África. Me imaginaba recorriendo las zonas de guerra o de extrema pobreza acompañado de una cámara fotográfica y una cédula que acreditara mi situación como miembro del cuarto poder mundial. Mi rostro con una barba asistida por moscas voraces y que salían de la boca de los niños muertos o el pueblo bombardeado; sería la máscara que vería en mi cara quemada y reseca por largas jornadas de caminata bajo un sol inclemente. Todo por informar al mundo lejano de ciudades apacibles. Las balas, la malaria, las víboras y fatales insectos serían mis enemigos más íntimos. Las turbas de asesinos desesperados y hambrientos milenarios mi ruta diaria. La muerte, esa única constante, persiguiéndome más de cerca. ¿Eso quería?
El esperado llamado llegó justo cuando estaba en pleno acto sexual con Jama Kenyatta. El teléfono celular sonó y detrás de su molesto ronroneo imaginaba a Madre desesperada porque no sabía de mí en los últimos tres meses. También imaginaba a Lucia, mi mujer, con la misma preocupación. No contesté los primeros dos llamados. Miraba el teléfono como si tratara del rostro de Madre o el de Lucia mientras el sudor me quemaba los ojos. Al tercer llamado salí del cuerpo de Jama y contesté con una respiración todavía agitada. Podía comenzar.

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