Taller



Piso 31


“Mi vida es como si me golpearan con ella”, dice mi amigo Bernardo (el de la foto).
Desde el piso 31 de este multifamiliar, de este hangar clase mediero, puedo ver la ciudad entera.
Al poniente la casa de mis abuelos, el barrio de la infancia.
Al norte el tardío hogar de mis padres, de mi adolescencia.
Desde aquí se advierte el parque sin edad donde me pierdo constantemente.
No tengo futuro. No tengo cuentas gordas en el banco.
El piso 31 es rentado y todavía se me hace lejano algún rumbo, alguna certeza.
Pero definitivamente mi vida no es como si me golpeasen con ella.
Tengo un gato y un televisor. Tengo un puñado de libros y algunas latas.
Ahora que estará por llegar el mar de noche considero que la mejor de las sorpresas es alguien que arriba a esta cuadra, alguien que sube hasta acá, al piso 31.
Tengo enfriándose un lambrusco. Desde aquí advierto la ciudad entera.
Desde el piso 31 respiro.

Un final ruso


En ocasiones sigo personas. En lo primero que me fijo es en sus zapatos. Los zapatos dicen mucho de las personas. Mirando los zapatos de los otros se ha ido mi vida. Mi vida de pequeñas persecuciones. Mi vida sin otro atributo que mi férrea voluntad. Mi voluntad a prueba de lluvia y distancias. Mi voluntad incansable cuando se trata de seguir los pasos que otros dan con zapatos interesantes. Zapatos nuevos o muy bien cuidados en los que se reflejan los gatos, automóviles y enredaderas. Donde el sol, y a veces la luna, tienen una minúscula repetidora.

El verano pasado seguí a una persona que no tenía pierna derecha. Sin embargo el pie de su pierna izquierda calzaba un zapato hermoso. Un zapato que relucía un brillo extraordinario. Un brillo que me recordó las ilustraciones bíblicas y la sonrisa de los niños pobres. Aquel manco caminó, con su sola pierna, por el muelle de los barcos. El tipo tenía estilo. Parecía que la mutilación de una de sus extremidades le venía bien. No he visto personas que luzcan un par de muletas como aquel hombre que caminaba por el muelle de los barcos.

Solitario, como el zapato de su pierna izquierda, el hombre miraba los barcos con un dejo melancólico. Fumaba un cigarrillo y miraba los barcos suspendidos en el muelle. Cuando aquel viejo mutilado caminaba, la suela de su hermoso zapato hacía un sonido que acompasaba con el sonido de las muletas al estrellarse en la madera de los astilleros. En su camino encontró un vendedor de algodones de azúcar al que ni siquiera tomó importancia. Más adelante compró una cerveza de lata a una pareja de novios que se acariciaban en una banca y se la bebió mirando, al borde del muelle, los barcos más pequeños. ¿Qué sentía aquel hombre mutilado mientras veía barcos pequeños mecerse como cunas de gigantes? ¿Qué melancolía es la que corresponde a un hombre con una sola pierna que bebe cerveza de lata mirando pequeños navíos? Una melancolía que se salva cuando se advierte el brillo, el espejo oscuro de su único zapato.

El hombre terminó la lata de cerveza y caminó hasta un cafecito porteño. Después llegué yo, que le seguía el paso a cierta distancia. Desde la mesa contigua me atreví a preguntarle (yo bebía un expreso doble y él una cerveza de barril) el por qué de las muletas. El hombre se separó de la mesa y descorrió el mantel que la cubría. Vaya, le dije, lindo zapato.

II
Ese mismo verano seguí a una mujer de cabello afro. Sus zapatillas altas y púrpuras me dejarían embrujado a la salida del cine Mayagoitia. Otra solitaria, pensé, que viene al cine no para ver películas, sino para pescar. Alguien que se puso zapatillas elegantes un día lluvioso. Una mujer desesperada. La seguí hasta la estación del metro y antes de que comprara el boleto la abordé. Hablé, de qué más, de sus zapatos. De su elegancia. La mujer sonrió. Se llamaba Sika y tenía los ojos negros y brillantes, como el zapato de aquel hombre mocho que veía embarcaciones nostálgicamente. Tu belleza es una pieza única, le dije. Sika se ruborizó y me invitó a su departamento. Nos metimos en su cama, fría. Por la noche nos dio hambre y bajamos a la calle. Ella no llevaba puestos los zapatos púrpuras y pidió una hamburguesa doble.

III
La semana pasada seguí a un estudiante (especulo que era estudiante porque llevaba una mochila trepada en la espalda). Tenía semanas sin que me llamara la atención el calzado de los otros. Era muy temprano. Yo regresaba de mi trabajo como guarda de museo. Aquel muchacho caminaba sobre un par de zapatos multicolor. Si bien no de muy buen gusto, aquellos zapatos tenían algo que valía la pena. Seguir a su dueño por algunas horas me pareció una idea seductora. El muchacho entró a un hospital de la avenida Minela Brusco y se sentó en la sala de espera. Yo lo estudiaba desde un punto para él ciego. Pensé que aquella persecución secreta se trataba de una pérdida de tiempo. El muchacho comenzó a llorar. Primero apacible, después desesperadamente. ¿Por qué lloraba aquel joven en la sala de espera del hospital? Se lo preguntaría más adelante. Después de todo ya había iniciado con aquella persecución. No podía echarme para atrás ahora. Aquel estudiante derramaba uno que otra lágrima en sus zapatos multicolor. ¿Por qué lloras? Le cuestioné. ¡Qué putas te importa!, contestó. No se me ocurrió nada y salí del lugar. No había nadie con calzado interesante tan temprano en el muelle ni en la salida del cine. No había nadie interesante en la ciudad entera.

Helga Krebs y sus personajes toman por asalto el MUSAS



Notas del Breviario

En un evento emotivo y con un público que abarrotó la sala donde se presentaba la exposición: “El latido se abre paso en su interior”, de la pintora chilena-alemana, radicada en Sonora desde 1976, Helga Krebs; el Museo de arte contemporáneo con más infraestructura y apoyo oficial por parte del Estado, el MUSAS, celebró el pasado nueve de septiembre su primer año de existencia.

“El latido se abre paso en su interior” es una retrospectiva que muestra el trabajo que ha realizado la artista en tierra mexicana en los últimos 40 años. La curaduría de la obra corrió a cargo del artista plástico Miguel Guzmán, el escritor Bruno Montané y la Lic. Carolina Romero.

El evento fue presidido por la directora del MUSAS, Lic. Rosa María Hass, y la directora del Instituto Sonorense de Cultura, Lic. Poli Coronel.

La obra
Recorrer la obra de Helga es caminar por mundos donde la belleza resulta a veces escabrosa. Cuadros que son más que cuadros: Dimensiones abiertas, rupturas, arenas movedizas, ultrasonidos cósmicos, lugares con un horizonte más lejano para hundir la mirada.

Detrás de cada dimensión de color, de matiz, de atmósfera, de textura, hay un núcleo, un órgano, a veces plástico, a veces mecánico (además de pintura entre sus materiales usa engranajes, motores, maquinarias) que funciona como el responsable del flujo significativo de la obra.

La pintura de Helga es vital, se articula, se enreda en sí misma, es tan bella y cruel como el mundo que le inspira. Frente a los cuadros de Krebs uno se siente desarmado para interpretar la expresión de creaturas que parecieran moverse entre vísceras y color. Personajes que saltan del cuadro a la realidad. Que se muerden, se tocan, se desean.

La pintora ha descrito su trabajo como figurativo. En sus cuadros se pueden encontrar radiografías, cabello, dientes, uñas. Una obra que pareciera un mecanismo vivo, una ventana que da hacía un desierto poblado de magia y la sustancia hostil de los sueños. Una realidad etérea, rabiosa. Son el humor, la danza y la literatura, elementos que confluyen en este panorama krebsiano, donde la lucidez y la poesía gobiernan.

Durante dos meses el público sonorense podrá disfrutar de la valiosa obra de una artista que ha venido a nuestro estado a hacer amigos y pintores.

Helga Krebs: Pintora chilena nacida en Alemania, vive en la República Mexicana desde 1974, a partir de 1977 radica y trabaja en Hermosillo, Sonora. En su juventud estudió música y medicina. Desde 1960 ha participado en 86 exposiciones individuales y más de 100 exposiciones colectivas en 16 países tales como Chile, Argentina, Paraguay, Venezuela, Perú, Ecuador, Colombia, Cuba, España, Alemania, Bulgaria, Polonia, Francia, Estados Unidos de América y Japón; y en diversas ciudades de México, como Hermosillo, Guaymas, Ciudad Obregón, Nogales, Álamos, Xalapa, Guadalajara, San Luis Potosí, Aguascalientes, Monterrey, Saltillo, Morelia, Mexicali, Tijuana, Tecate, Ensenada y el Distrito Federal. Ha sido merecedora de varios premios a lo largo de su carrera como pintora, entre los que destacan la III Bienal Americana de Arte, Argentina, 1966; Salón CRAV, Chile, 1967; Premio Nacional de la Crítica, Chile, 1968; Premio de Adquisición II Encuentro de Pintores del Estado de Sonora, 1986; I Premio Collage Gualala Arts Center, California, Estados Unidos de América; Premio Adquisición Pintura I Bienal de Artes Plásticas de Sonora y Mención Honorífica Muestra Pintura del Norte, México, 2000.


http://www.primera-plana.com.mx/impreso.php?pagina=20&fecha=2010-09-21

Se fue el genial Fogwill




ABEL GILBERT
BUENOS AIRES

La noticia tuvo el efecto de un puñetazo, se propagó con el desconsuelo que solo la muerte pone a las palabras. Se fue Rodolfo Fogwill. Falleció el sábado, a los 70 años, en Buenos Aires. El faso (cigarrillo), que consumió con voracidad, le terminó jugando la temida mala pasada. Un enfisema pulmonar provocado por el tabaquismo se acabó llevando al hombre a quien le gustaba considerarse entre los tres escritores vivos más importantes de su país, Argentina.


Esa broma jactanciosa escondía una enorme cuota de verdad, más allá de las jerarquías. Narrador, poeta, periodista, sociólogo, publicitario, provocador profesional, Fogwill, a secas, como se hacía llamar en los últimos años, deja una enorme marca en la literatura argentina de los últimos 30 años. Su legado más potente, Los pichiciegos (1983, reeditado recientemente por Periférica), es un delirante fresco sobre la guerra de las Malvinas, escrito al compás de la misma confrontación bélica, en 1982, que intuyó como desastrosa para Argentina mientras los medios propagaban sones de una victoria inverosímil ante Gran Bretaña.

POETA Y CUENTISTA / Es, también, autor de las novelas Vivir afuera y En otro orden de cosas. Esta última, una de las miradas más corrosivas de 12 años argentinos atravesados por la violencia y el descalabro, el periodo entre la víspera del regreso de Juan Perón (1971) y la caída del régimen militar (1982). Fogwill fue además un poeta inspirado y uno de los cuentistas fundamentales de un género que tiene en Argentina exponentes como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Abelardo Castillo. En Los libros de la guerra se reúnen sus textos periodísticos, en los que mezcla sarcasmo y premonición. Melómano apasionado, la obra de Fogwill está dominada por una obsesión, Argentina: «En mi cabeza no hay mas información que esta, ni otra que me movilice tanto». Como pocos, ha sacado a luz sus paradojas y contradicciones. «Nada parecía irritarlo tanto como el populismo, la estupidez y la prosa mal escrita», afirmó el escritor Guillermo Piro, al trazar ayer su semblanza.

NACE UN MITO / Al hombre que fundó en los 80 la editorial Tierra Baldía, en la que publicaron nombres fundamentales como Néstor Perlongher, César Aira, Leónidas y Osvaldo Lamborghini, se le empieza a recordar ya como alguien singular, un maestro generoso y un enemigo temible. «El último acto, la última provocación del francotirador, dejó sin palabras a los que escucharon la noticia. El cuerpo le pasó facturas por el exceso de tabaco. Hoy nace un mito, tallado por él mismo con la obsesión del publicista póstumo. El escritor de ojos desorbitados –la mirada de un loco– fue para la literatura argentina lo que Maradona es al fútbol», escribió el diario Página 12.

postales de verano










Tres publicaciones de autores sonorenses





Breviario
Espacio de cultura y cosas raras
www.primera-plana.com.mx

En menos de un semestre se han publicado, en distintas casas editoriales e instituciones del país, tres libros de autores formados en Sonora. Lo anterior no deja de ser significativo. Los escritores del norte de México que gozan de mejores plataformas para publicar sus obras son los que radican en Tijuana y Culiacán. También, habrá que decirlo, los autores que habitan en esas ciudades tienen una tradición narrativa más sólida que la nuestra. De allí que encontrar en circulación trabajos recientes de autores sonorenses resulta ya una buena noticia.
Otro aspecto a resaltar de La ciudad antes del alba (FORCA) de Imanol Caneyada (San Sebastián, España, 1968), Pasajeros (Jus) de Josué Barrera (Torreón, 1982) y La noche estaba afuera (Tres perros) de Alfonso López Corral (Navojoa, 1979), es que se tratan de tres libros de cuentos. Sonora tiene una tradición de poetas, en la cual está encumbrado, y pareciera inamovible, Abigael Bohórquez. Pero son muy pocos los autores de la región que han cultivado la narrativa. En esa anémica lista se tienen que nombrar a Luis Enrique García, Gerardo Cornejo y Sergio Valenzuela. Hay otros narradores nacidos en Sonora pero su desarrollo como escritores ha sido en el centro de la república, por lo que no han aportado a generar una tradición en el estado.

La ciudad antes del alba
Ganador del Premio Regional de Cuento Ciudad de la Paz 2009, La ciudad antes del alba es un libro conformado por cuentos con escenarios violentos propios del hampa. Personajes solitarios que habitan ciudades como abismos. Imanol Caneyada es un escritor y periodista de origen vasco que radica hace más de una década en Sonora. Su obra narrativa, de la cual destacan las novelas: Un camello en el ojo de la aguja (Universidad de Guadalajara, 2003) y Tardarás un rato en morir (Ganadora del libro sonorense en el género novela en 2009) es una de las más sólidas y poderosas del norte de México. El oficio de este escritor radica en la solvencia y arrojo que imprime al momento narrar. Se trata de un escritor de novela negra que en Sonora, corríjanme si no, es toda una extravagancia. Sus guiños detectivescos atrapan al lector desde el primer momento y lo conducen a una conjura violenta y maligna. Una conjura trazada sin taches en la cual aparecen personajes que huyen o buscan, condiciones humanas que generan historias al límite. Su libro de cuentos más reciente no es menos atractivo, aunque en ocasiones sintamos que ese largo aliento de Caneyada como novelista hace falta en algunos relatos que conforman el libro: un desfile de sonámbulos cuyas acciones suceden en la clandestinidad más profunda de la noche. Ya en ciudades de México, España y la América anglosajona. Una invitación a un mundo que está al borde del colapso, el mundo contemporáneo.

Pasajeros
Barrera ha publicado Conductas amorosas (PES, 2007), libro de relatos que llamó la atención por su claridad expositiva y su unidad temática. Textos que tienen un inicio y un final, algo difícil de lograr en este género, y en los cuales aparecen personajes de la globalidad: Jóvenes cachondos y solitarios que habitan las ciudades accediendo a momentos tan vitales como vacíos. Personajes que se relacionan y descubren la intimidad y el deseo. Sin embargo el autor quedó debiendo más sustancia narrativa. Eso que en periodismo se conoce como carnita y que no es otra cosa que vagancia o, lo que es lo mismo, un arrojo que intente alejarse de la rigidez. En su segundo libro de relatos Barrera tiene ese mismo dominio técnico y temático sobre sus textos, pero en Pasajeros resultan elementos con más volumen. La primera parte del libro lo conforman seis relatos, incluyendo el que da título a la obra. Se trata narraciones que van creciendo conforme nos adentramos en ellas. Las historias ganan en intensidad en la segunda parte debido a que los argumentos presentan personajes en tránsito de descubrir en el viaje, tanto físico como mental, un rasgo de sí mismos que resulta tan enigmático como elemental. Cuentos como trampas que sugieren historias más allá del punto final. El trazo psicológico y el existencial de los de personajes que aparecen en Pasajeros, genera lo que ya la contraportada advierte: “La visión fresca del éxodo mediocre con el que a veces afrontamos la vida.”

La noche estaba afuera
Autor de La balada de los comunes (La cábula, 2001) y el poemario Aire de Caín (Premio Alonso Vidal, 2005), López Corral es un narrador pulcro. Un autor que sabe contar historias. Algunos de los argumentos, por no dejar, quedan debiendo en emoción y verosimilitud. Sin embargo este libro es un prometedor augurio de lo que se viene de Alfonso. En la noche… los personajes son impotentes sexuales, fracasados sin remedio que actúan con el instinto y las pasiones bajas. Siete cuentos que narran los desequilibrios de enfermos de melancolía y soledad. En la contraportada se puede leer: “Las historias de La noche… muestran el universo completo de una trama, y no sólo la ambientación en que estas suceden… Las voces de Onetti, Carver y Hemingway, resuenan en los relatos. El lector será testigo del viaje en el vacío de seres expuestos a su propia naturaleza.” De este libro y su autor el escritor Imanol Caneyada escribe “Alfonso López inquieta. Se moja el culo para atrapar peces. Azuza. Escarba. Enamorado del enigma, del desvelo, se arma de su prosa limpia, precisa, prosa de oficio que se consume a sí misma, y se va a la guerra, a la noche, con su batallón de hombres y mujeres lastimados, rencorosos, que boquean en busca de aire, resignados a todas las noches que vienen, que siempre están viniendo. Por eso, los relatos de este libro son espejo, son ombligo obsesionado, son hurgarse la nariz, machacar una y otra vez una obsesión, son la certeza de que a la noche nunca le han importado las farolas.”

Matar un perro



Samanta Schweblin

El Topo dice: nombre, y yo contesto. Lo esperé en el lugar indicado y me pasó a buscar en el Peugeot que ahora conduzco. Acabamos de conocernos. No me mira, dicen que nunca mira a nadie a los ojos. Edad, dice, cuarenta y dos, digo, y cuando dice que soy viejo pienso que él seguro tiene más. Lleva unos pequeños anteojos negros y debe ser por eso que le dicen el Topo. Me ordena conducir hasta la plaza más cercana, se acomoda en el asiento y se relaja. La prueba es fácil pero es muy importante superarla y por eso estoy nervioso. Si no hago las cosas bien no entro, y si no entro no hay plata, no hay otra razón para entrar. Matar un perro a palazos en el puerto de Buenos Aires es la prueba para saber si uno es capaz de hacer algo peor. Ellos dicen: algo peor, y miran hacia otro lado, como si nosotros, la gente que todavía no entró, no supiéramos que peor es matar a una persona, golpear a una persona hasta matarla.

Cuando la avenida se divide en dos calles opto por la menos transitada. Una línea de semáforos rojos cambia a verde, uno tras otro, y permite avanzar rápido hasta que entre los edificios surge un espacio oscuro y verde. Pienso que quizá en esa plaza no haya perros y el Topo ordena detenerse. Usted no trae palo, dice. No, digo. Pero no va a matar un perro a palazos si no tiene con qué. Lo miro pero no contesto, sé que va a decir algo, porque ahora lo conozco, es fácil conocerlo. Pero disfruta del silencio, disfruta pensar que cada palabra que diga son puntos en mi contra. Entonces traga saliva y parece pensar: no va a matar a nadie. Y al fin dice: hoy tiene una pala en el baúl, puede usarla. Y seguro que, bajo los anteojos, los ojos le brillan de placer.

Alrededor de la fuente central duermen varios perros. La pala firme entre mis manos, la oportunidad puede darse en cualquier momento, me voy acercando. Algunos comienzan a despertar. Bostezan, se incorporan, se miran entre sí, me miran, gruñen, y a medida que me voy acercando se hacen a un lado. Matar a alguien en especial, alguien ya elegido, es fácil. Pero tener que elegir quién deberá morir requiere tiempo y experiencia. El perro más viejo o el más joven o el de aspecto más agresivo. Debo elegir. Es seguro que el Topo mira desde el auto y sonríe. Debe pensar que nadie que no sea como ellos es capaz de matar.
Me rodean y me huelen, algunos se alejan para no ser molestados y vuelven a dormirse, se olvidan de mí. Para el Topo, tras los vidrios oscuros del auto, y los oscuros vidrios de sus anteojos, debo ser pequeño y ridículo, aferrado a la pala y rodeado de perros que ahora vuelven a dormir. Uno blanco, manchado, le gruñe a otro negro y cuando el negro le da un tarascón un tercer perro se acerca, ladra y muestra los dientes. Entonces el primero muerde al negro y el negro, los dientes afilados, lo toma por el cuello y lo sacude. Levanto la pala y el golpe cae sobre las costillas del manchado que, aullando, cae. Está quieto, va a ser fácil transportarlo, pero cuando lo tomo por las patas reacciona y me muerde el brazo, que enseguida comienza a sangrar. Levanto otra vez la pala y le doy un golpe en la cabeza. El perro vuelve a caer y me mira desde el piso, con la respiración agitada, pero quieto.

Lentamente al principio y después con más confianza junto las patas del perro, lo cargo y lo llevo hacia el auto. Entre los árboles se mueve una sombra, el borracho que se asoma dice que eso no se hace, que después los perros saben quién fue y se lo cobran. Ellos saben, dice, saben, ¿entiende?, se sienta en un banco y me mira nervioso. Cuando voy llegando al auto veo al Topo sentado, esperándome en la misma posición en la que estaba antes, y sin embargo noto abierto el baúl del Peugeot. El perro cae como un peso muerto y me mira cuando cierro el baúl. En el auto, el Topo dice: si lo dejabas en el piso se levantaba y se iba. Sí, digo. No, dice, antes de irte tenías que abrir el baúl. Sí, digo. No, tenías que hacerlo y no lo hiciste, dice. Sí, digo, y me arrepiento enseguida, pero el Topo no dice nada y me mira las manos. Miro las manos, miro el volante y veo que todo está manchado, hay sangre en mi pantalón y sobre la alfombra del auto. Tendrías que haber usado guantes, dice. La herida duele. Venís a matar un perro y no traés guantes, dice. Sí, digo. No, dice. Ya sé, digo y me callo. Prefiero no decir nada del dolor. Enciendo el motor y el coche sale suavemente.
Trato de concentrarme, descubrir cuál de todas las calles que van apareciendo podría llevarme al puerto sin que el Topo tenga que decir nada. No puedo darme el lujo de otra equivocación. Quizá estaría bien detenerse en una farmacia y comprar un par de guantes, pero los guantes de farmacia no sirven y las ferreterías a esta hora están cerradas. Una bolsa de nylon tampoco sirve. Puedo quitarme la campera, enrollarla en la mano y usarla de guante. Sí, voy a trabajar así. Pienso en lo que dije: trabajar, me gusta saber que puedo hablar como ellos. Tomo la calle Caseros, creo que baja hasta el puerto. El Topo no me mira, no me habla, no se mueve, mantiene la mirada hacia adelante y la respiración suave. Creo que le dicen el Topo porque debajo de los anteojos tiene ojos pequeños.

Después de varias cuadras Caseros cruza Chacabuco. Después Brasil, que sale al puerto. Volanteo y entro con el coche inclinándose hacia un lado. En el baúl, el cuerpo golpea contra algo y después se escuchan ruidos, como si el perro todavía tratara de levantarse. El Topo, creo que sorprendido por la fuerza del animal, sonríe y señala a la derecha. Entro por Brasil frenando, las ruedas hacen ruido y con el coche de costado otra vez hay ruido en el baúl, el perro tratando de arreglárselas entre la pala y las otras cosas que hay atrás. El Topo dice: frená. Freno. Dice: acelerá. Sonríe, acelero. Más, dice, acelerá más. Después dice frená y freno. Ahora que el perro se golpeó varias veces, el Topo se relaja y dice: seguí, y no dice nada más. Sigo. La calle por la que conduzco ya no tiene semáforos ni líneas blancas, y las construcciones son cada vez más viejas. En cualquier momento llegamos al puerto.

El Topo señala a la derecha. Dice que avance tres cuadras más y doble a la izquierda, hacia el río. Obedezco. Enseguida llegamos al puerto y detengo el auto en una playa de estacionamiento ocupada por grandes grupos de containers. Miro al Topo pero no me mira. Sin perder tiempo, bajo del auto y abro el baúl. No preparé mi abrigo alrededor del brazo pero ya no necesito guantes, ya está todo hecho, hay que terminar pronto para irse. En el puerto vacío sólo se ven, a lo lejos, luces débiles y amarillas que iluminan un poco unos pocos barcos. Quizá el perro ya esté muerto, pienso que sería lo mejor, que la primera vez le tendría que haber pegado más fuerte y seguro ahora estaría muerto. Menos trabajo, menos tiempo con el Topo. Yo lo hubiera matado directamente, pero el Topo hace las cosas así. Son caprichos, traerlo medio muerto hasta el puerto no hace más valiente a nadie. Matarlo delante de todos esos otros perros era más difícil.

Cuando lo toco, cuando junto las patas para bajarlo del auto, abre los ojos y me mira. Lo suelto y cae contra el piso del baúl. Con la pata delantera raspa la alfombra manchada de sangre, trata de levantarse y la parte trasera del cuerpo le tiembla. Todavía respira y respira agitado. El Topo debe estar contando el tiempo. Vuelvo a levantarlo y algo le debe doler porque aúlla aunque ya no se mueve. Lo apoyo en el piso y lo arrastro para alejarlo del auto. Cuando vuelvo al baúl a buscar la pala el Topo se baja. Ahora está junto al perro, mirándolo. Me acerco con la pala, veo la espalda del Topo y detrás, en el piso, el perro. Si nadie se entera de que maté un perro nadie se entera de nada. El Topo no gira para decirme ahora. Levanto la pala. Ahora, pienso. Pero no la bajo. Ahora, dice el Topo. No la bajo ni sobre la espalda del Topo ni sobre el perro. Ahora, dice, y entonces la pala baja cortando el aire y golpea en la cabeza del perro que, en el suelo, aúlla, tiembla un momento, y después todo queda en silencio.

Enciendo el motor. Ahora el Topo va a decirme para quién voy a trabajar, cuál va a ser mi nombre, y por cuánta plata, que es lo que importa. Tomá Huergo y después doblá en Carlos Calvo, dice.

Hace rato que conduzco. El Topo dice: en la próxima frená sobre el lado derecho. Obedezco y por primera vez el Topo me mira. Bájese, dice. Me bajo y él se pasa al asiento del conductor. Me asomo por la ventanilla y le pregunto qué va a pasar ahora. Nada, dice: usted dudó. Enciende el motor y el Peugeot se aleja en silencio. Cuando miro a mi alrededor me doy cuenta de que me dejó en la plaza. En la misma plaza. Desde el centro, cerca de la fuente, un grupo de perros se incorpora, poco a poco, y me mira.

La Casa Gregorio: cultura al filo de la navaja



Imanol Caneyada



No hay un letrero luminoso en la entrada. Tampoco una lona o un pedazo de cartón que indique que la Casa Gregorio es la Casa Gregorio. De hecho, a ciertas horas y bajo cierta luz, parece un edificio abandonado de los tantos que hay en el centro de Hermosillo.

No hay una recepción con una recepcionista de sonrisa elástica en la Casa Gregorio, aunque a veces uno puede encontrarse con los ojos de bienvenida de la pintora Venecia López, quien hace poco expuso ahí sus "Historias mínimas", una serie de pequeños retratos de escritores o con motivos literarios.

No hay un director de la Casa Gregorio en la Casa Gregorio. Pero Iván Ballesteros, escritor y editor, se las arregla para fungir como tal cuando su cargo de anfitrión un poco cínico, un mucho cálido, le deja tiempo.

No hay coordinadores de tal o cual cosa, subs o vicealgos. Tal vez ni siquiera existe conciencia plena de que la Casa Gregorio se está convirtiendo en uno de los centros culturales más activos y trascendentes de la ciudad.

Probablemente, si se le comenta esto al propio Ballesteros o al Billy o a Mariano o a Christian o a Franco, suelten la carcajada y sigan hablando de futbol.

Porque la Casa Gregorio no es una cuestión de pose ni el pretexto para bajarle una lana a las instituciones, las cuales, por cierto, prefieren evitar.

Pero en la Casa Gregorio comenzó a editarse la revista Shandy, uno de los proyectos literarios más edificantes de los últimos años en Sonora.

Y en ese edificio con una cierta vocación gótica acaba de iniciar sus labores la Editorial Tres Perros, con la publicación del cuentario de Alfonso López La noche estaba afuera.

Y se presentó no hace mucho la tercera edición de Poesida, de Abigael Bohórquez; y una colección de plaquettes de la Unison.

Y ha habido exposiciones y conferencias, y un sinfín de proyectos por concretar que saldrán adelante por aquello de que más vale tener amigos que dinero.
No, no hay glamur en la Casa Gregorio; había muchas cucarachas cuando llegaron a ocupar el edificio, de ahí el nombre (Samsa revivido).

Ya no quedan, me consta.

Tampoco hay voces engoladas en la Casa Gregorio, pero sí mucho talento y una forma de entender el arte que pasa por la pasión, el compromiso, caminar al filo de la navaja, jugarse el tipo cada día, no otorgar concesiones, amarrarse un huevo y seguir adelante. También me consta.

¿Que dónde está? En la mera esquina de No Reelección y Garmendia, en el Centro. La reconocerán en cuanto la vean.

Tripas


Por Chuck Palahniuk

Tomen aire.
Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.

Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.

Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.

Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.

En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.

Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.

El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.

Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.

Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.
Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.

El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.

Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.
Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera... mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.

Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.
Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.

Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.

También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.

Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.

Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.

La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.

Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.

Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.

El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.

Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.
El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.

Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.

A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.

Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.

Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.

Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.

La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.

Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.

En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, através de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.

Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.
Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.

Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.

Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.

Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.

Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar... pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.

Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.

Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.

Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.

No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.

Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.
Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, maníes y arvejas.

Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.

Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.

Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.

Ven contra lo que estoy luchando.

Si me dejo ir por un segundo, me destripo.

Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.

Si no nado, me ahogo.

Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.

Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.

Mierda... aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.

No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.

Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.
Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima... la necesito como necesito dientes en el culo.

Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.

Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrió el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro...”.

Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.

Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.

Esa es nuestra zanahoria invisible.

Ustedes, tomen aire ahora.

Yo todavía no lo hice.

Punta Cadau








un año de Gregorio



a OB
Los que habitamos esta casa de bugambilias alucinantes y pájaros en la cocina
Esta casa que huele a cantina viernes y sábados
Esta casa que huele a mujer y sábana fresca y flor entre semana
Esta casa donde se come, cuando se come, riquísimo
Esta casa albergue de psicópatas y piromaniacos
Esta casa sin vecinos, derruida por el abandono de otros tiempos
Esta casa amanecida, nevada, con chimenea
Esta casa que todos los días del señor desea hierba y coca
Esta casa que recorren los fantasmas de la Sufragio Efectivo: sus barredoras noctámbulas
Esta casa testigo de cuerpos que se entregan
Esta casa donde la palabra es risa y cerveza
Esta casa inverosímil y sucia
Esta casa de dos patios, de dos porches
Esta casa de estancia elegante, de roble las puertas, de baño porno
Esta casa de ratones muertos y bultos que duermen entre orín y frío
Esta casa de ventanas imposibles, de monstruos que entonan canciones anacrónicas
Esta casa de hace un año que ya no será la misma casa

Los que habitamos la Gregorio agradecemos a tu culo
A la tempestad de tu culo
A la soberanía de tu culo
A la bastedad de tu culo
A la torpe bondad de tu culo

Los que habitamos la Gregorio agradecemos la espuma, el alcohol que tantas veces proveíste

Agradecemos tu cara sin rostro, tu cara de pelo, flotando de allá para acá, recorriendo la sala. Tu cara que es como un panal de petrolio o jade que sonríe. Uno descompuesto que a veces salía a mirar el cerro

Los habitantes de la Gregorio agradecemos, de nuevo,
A la magnificencia de tu culo

Tu culo que es como un amanecer en el desierto
Tu culo que es como el agua sucia que cubre la superficie de los lagos
Tu culo que es militante de la sombra y la agonía
Tu culo mercurial, espectáculo profundo del vacío

No olvidaremos la gracia de alquimista en tu culo
La alegría de llovizna
El secreto de los gatos que habita en tu culo

No olvidaremos, sobre todo, a tu culo
Tu culo avizor de ruina y gozo
Tu culo, valle, lomo de tierra y forraje donde se alimentan los caballos y los perros

Tu culo sonrisa de cheshire
Libertario, querido por todos, concebido con ventura

Te extrañamos culo, alegría de niño parricida,
Amigo de animales y gente

La casa, sus garrafones, sus arañas, sus siete mesas, el chiflón que se cuela por la ventana de la escalera, el tragaluz del cuarto, la película de polvo que se desliza en el porche, todo se despide

Adiós culo, adiós.

Mi hermano artista conceptual?





La siguiente viñeta ficcional fue realizada para la expo: "La metamorfosis de los otros" de Carlos Iván Apio.

Soy un chaval que habita en Ciudad Extremo. Un chaval intoxicado de nickelodeon y red. La casa en la que vivo está habitada por dibujos extraños: el de mi padre, por ejemplo, que trabaja en una sala de videojuegos como botarga de pikachu. Mi madre, que vende peluche y pelucas a las afueras de un tianguis polvoriento. Pero el que se lleva las palmas es mi hermano Goyo, él es el dibujo más insólito.

Goyo dice frases flotantes, a la menor provocación, como las siguientes: “Las salamandras son raíces de sahuaros”. “Godzila vomita garras sobre el desierto mientras aves de rapiña picotean su espalda”. “El paisaje está lleno de ratas y células”. “Ramón Ayala es un teletubie negado con piñones”.

Mi hermano está todo el día inventándose frases flotantes. ¿De dónde sacas tanta cosa? Le pregunto, mientras mastica apios o limpia su sombrero rosado. “Los árboles sufren los ataques epilépticos más lentos”, me responde.

Mi padre dice que fueron los ácidos, que tomó en los setentas, los que han venido ahora a explotar en la cabeza de Goyo. Recuerdo que mi hermano era diferente. Más chico iba a bailes de música norteña y era aficionado a tocar el bajo sexto. Le gustaba regalarme, a mí que era un crío entonces, dinosaurios de plástico. También fue un excelente jugador de videojuegos. Nadie ha podido romper su record en el pokémon que está en el trabajo de mi padre. Hasta los inventores de ese mundo virtual vinieron a conocerle un día desde el Japón.

En casa hacemos como que no Goyo no existe. Nos limitamos a apuntar sus frases por recomendación del siquiatra familiar y del vecino. El siquiatra dice que tal vez mi hermano está tratando de comunicarse desde un lenguaje que él mismo se ha inventado. “Tal vez”, dice a mis padres, “su hijo es un artista conceptual”. Luego el vecino, un tipo de peinado rarísimo al que le decimos brócoli, nos paga a diez pesos cada nueva frase que Goyo acuña. Brócoli asegura que mi hermano ilustra su imaginario.

Adiós Salinger, bienvenido Salinger


Ayer fue uno de los días más esperados por agencias literarias de prestigio (o por lo menos, por las agencias que más títulos y marketing manejan entorno a escritores). Y es que se sabe que Jerome David Salinger, autor de El guardián entre el centeno (1951), novela que ha marcado a miles de jóvenes de todo el mundo, dejó mucho material inédito tras su muerte.
A quien esto escribe, la figura de Salinger, radical y misteriosa, le deja una sensación de saudade. No sé si alegrarme porque la rapiña editorial no tardará en publicar la obra póstuma de tan enigmático personaje, o entristecerme porque ha dejado de existir el último héroe de la negación; el genio que rehuía, desde hace 50 años, a los reflectores que ha tantos fascinan. Que tantos buscan con desesperación.
La última entrevista concedida por Salinger en 1974 al New York Times, por vía telefónica, alimentó más su leyenda. El autor de "Un día perfecto para el pez banana" dejaría clara su postura sobre el acto de escribir: "Hay una paz maravillosa en no publicar. Es pacífico. Tranquilo. Publicar es una terrible invasión de mi vida privada. Me gusta escribir. Amo escribir. Pero escribo sólo para mí mismo y para mi propio placer”.
Ese placer en solitario que ejerció Salinger durante cincuenta años, seguramente saldrá a la venta pronto. Leer los libros que publicó en vida J.D., siempre me ha resultado, más que un placer, un acontecimiento inagotable. Después de la tristeza natural que manifestamos los vivos cuando alguien muere (y más cuando se trata de alguien admirado, cuyas páginas han sabido ser más compañeras que las mismas personas), llega la calma. Y llega también la impaciencia por leer lo que nos ha dejado Salinger como testamento. Espero sea una burla, una burla infinita, como la que intentaría su hijo literario, David Foster Wallace.
Adiós Salinger, bienvenido Salinger.

"Cualquier afán/ por elevarnos/ sobre la vulgaridad/ tiene un límite en la vida".
-Walser