Rapsodia para Umbral

Muere Umbral, la voz de la ironía

El columnista, que publicó más de ochenta libros, falleció a los 72 años

José Andres Rojo - Madrid - 29/08/2007

Francisco Umbral murió en una clínica de Madrid durante la madrugada de ayer a los 72 años de un fallo cardiorrespiratorio. Considerado uno de los grandes columnistas de las últimas décadas, supo llevar a la prosa periodística una fuerte carga lírica, una audaz irreverencia y llenó sus textos de humor, sarcasmo e ironía. Desde 1961, cuando llegó a Madrid y se zambulló en el Café Gijón, su fama empezó a crecer y se consolidó escribiendo en los periódicos más importantes. Publicó más de ochenta libros y obtuvo premios como el Príncipe de Asturias (1996) y el Cervantes (2000). Hoy será incinerado a las 10.30 en La Almudena, y descansará definitivamente en el nicho en el que reposa su hijo, que falleció a los seis años.
Murió Umbral. Y ya circula la leyenda de que lo hizo mientras dictaba su última columna. Lo dijo Esperanza Aguirre que se lo transmitió el doctor Abarca y que a éste se lo había comentado María España, la mujer del escritor. Le dijo que estaba recogiendo las frases que le dictaba, pero que ya no se le entendía. La anécdota subraya que de todo lo que escribió Francisco Umbral lo más importante fueron sus colaboraciones diarias en la prensa. Era un hombre de su tiempo, que se zambulló en sus contradicciones para dar cuenta de ellas todos los días, así que murió con las botas puestas.
"¿De qué he posado...? De quinqui, de dandi, de revolucionario, de todo", escribió
A las 2.30 de ayer, a Umbral se le paró el corazón en la clínica Montepríncipe de Boadilla del Monte, en las afueras de Madrid. El fallo cardiorrespiratorio se llevaba así a uno de los escritores que más hizo por incorporar la energía de la lengua española, sus variedades y recursos, su riqueza de términos y sus posibilidades expresivas, sus metáforas y su fuerte carga poética, a la escritura de todos los días, a la prosa periodística. Umbral llenó sus columnas de humor, ironía y sarcasmo y las cargó con la pólvora de la actualidad. Sus víctimas fueron muchas y de condición muy variada. Muchos fueron también los que fueron bendecidos con sus elogios.
Por el tanatorio de la clínica en la que murió, informa Silvia Blanco, pasaron ayer políticos (Ruiz-Gallardón, Esperanza Aguirre, Rajoy, César Antonio Molina), periodistas, personajes de la vida social (Jaime de Marichalar, Ramoncín, Massiel) y algún escritor (Luis Alberto de Cuenca). Uno de sus seguidores más fieles tachó de "miserable" a la Academia por no haberlo integrado en la institución.
Fue registrado como Francisco Pérez Martínez cuando nació en Madrid el 11 de mayo de 1935. Se trasladó pronto con su familia a Laguna de Duero, en Valladolid, donde pasó sus primeros cinco años. A los 10 empezó su formación escolar y a los 11 lo echaron del colegio. Comenzó a trabajar como botones tres años después. Así que llegó a la literatura de manera autodidacta y fueron sus lecturas las que verdaderamente lo formaron ("En el libro no hay nada. Todo lo pongo yo. Leer es crear. Lo activo, lo creativo, es leer, no escribir", escribió). Su obra da cuenta de ello: no sólo en la irrupción permanente en sus artículos de los clásicos (Quevedo, sobre todo), los ilustrados, la generación del 98 y las vanguardias, sino también en los libros que dedicó a Larra, Lorca, Valle y Ramón y en su polémicos Diccionario de literatura y Las palabras de la tribu, donde mostró sus filias y fobias de manera arbitraria y caprichosa.
Empezó a publicar en Cisne, una revista del Sindicato Estudiantil Universitario (SEU) y su primer gran paso fue en 1958 cuando de la mano de Miguel Delibes empezó a colaborar en El Norte de Castilla. De ahí fue a León y en 1961 desembarcó en Madrid, como quien dice directamente al Café Gijón, y fue esta ciudad la que le dio la fama y la que se convirtió en una de sus materias literarias más queridas. Colaboró con los diarios Ya, ABC, La Vanguardia, EL PAÍS (entre 1976 y 1988), Diario 16 y, desde 1989, El Mundo, además de estar presente en numerosas revistas. Umbral se casó en 1959 con la fotógrafa María España y tuvo un hijo, Pincho, que falleció de leucemia a los seis años.
En Mortal y rosa (1975), para muchos su mejor novela, Umbral volcó su dolor por esa pérdida que lo marcó de manera definitiva ("El hijo es un relámpago de futuro que nos deslumbra. Por él, por mi hijo, he visto más allá, más adentro, y más lejos, y quizás, ay, eso basta"). Toda su literatura ha sido siempre testimonial, con una arrolladora presencia del yo y con un obsesivo afán por ser memoria de una época y de unos lugares. Sus obras de ficción tienen así mucho de autobiográfico, como lo tienen sus ensayos: en realidad, la literatura de Umbral tiene la consistencia de una larga columna, que no tiene necesariamente que construirse con la prisa de la actualidad y que puede desarrollarse también en espacios mucho mayores.
"¿De qué he posado yo en la vida? De quinqui, de dandi, de revolucionario, de todo", escribió Umbral. Las gafas de pasta oscura, la melena larga, la bufanda, los jerseys claros de cuello alto, la chaqueta de pana, el largo abrigo (según las temporadas). El gato, del que tanto habló, y las mujeres. La política y el poder, la crónica rosa, las anécdotas sobre los personajes públicos que iba atrapando, sus rotundas afirmaciones y su gusto por provocar. Todo eso forma parte del personaje.
Reconocieron su escritura galardones de la importancia del Príncipe de Asturias (1996) o el Cervantes (2000) -tras una maratoniana reunión del jurado y después de 10 votaciones-, amén de otros muchos que resultaría demasiado prolijo citar. No tuvo suerte con la Academia: en 1986 fue presentado por Delibes, Cela y Areilza para ocupar el sillón F. A pesar del respaldo de sus padrinos, el elegido fue José Luis Sampedro.
Entre sus libros, que son más de ochenta, destacan Las ninfas (1975), La noche que llegué al Café Gijón (1977), Trilogía de Madrid (1984), El socialista sentimental (1999), ¿Y cómo eran las ligas de Madame Bovary? (2003) y Días felices en Argüelles (2005). En marzo de este año publicó el último, Amado siglo XX, donde hacía un balance de su vida.
"Quizá la literatura sea eso", escribió en Mortal y rosa. "Desaparecer en la escritura y reaparecer, gloriosamente, al ser leído. Por eso no hay que hacer demasiado evidente el esfuerzo del pensamiento al escribir. Para no entorpecer la resurrección de la carne que glorifica al autor cuando es leído. Toda lectura tiene, por lo menos, este doble fondo. Hay una superficie de prosa, de ideas, y debajo, como una figura inmovilizada dentro del hielo, está el autor".

Imágenes de un solitario
Juan Cruz 29/08/2007

Hay una imagen en EL PAÍS tan antigua que en ella está José María Pemán, y en la que se ve a Francisco Umbral de rodillas hablando al oído del académico al que la edad le estaba enviando sus últimos mensajes. Era la foto del relevo. El columnista de un tiempo que se estaba venciendo, y que en cierto modo se iba con él, y el columnista que venía, con otros materiales y con distinta fiereza.
Era un hombre agreste muchas veces, reaccionaba con el sable, pero tenía el alma de un niño
Esos materiales con los que venía Umbral eran los materiales de la transición, se los encontraba yendo a comprar el pan y el periódico y llenaban las negritas de las columnas que escribía. Era querido, temido y requerido, y ese poder que le dio la escritura, ganado con el pulso de una metáfora que hizo símbolo de lo que tocara, fue para él también como una reivindicación personal. A veces lo hizo a destiempo, pero cuando le salía el ramalazo fieramente vanidoso lo que estaba mostrando era en realidad el alma de un cuerpo herido por la biografía y por la historia.
Era un hombre agreste muchas veces, reaccionaba con el sable, pero tenía en el fondo de un corazón acentuado por la soberbia literaria el alma de un niño que nunca le abandonó del todo. Se diría que su amplia biografía, a la que le dio todas las vueltas que pudo, jamás pudo tocar el techo que él buscaba, a veces por pudor, a veces por el compromiso que los hombres pretenden sellar con el tiempo; pero el tiempo engaña siempre, nunca otorga la prórroga que promete, y lo cierto es que ese desgarramiento que siempre amanecía en sus libros más propios y más notables quedó pendiente tantas veces que a él mismo debió perturbarle no alcanzar esa cima.
Fue en Mortal y rosa, el libro verdaderamente desgarrador de la literatura autobiográfica española, donde Umbral dio lo mejor de esa memoria herida que lo habitó hasta el fin; ése fue el retrato de su hijo, muerto tan temprano, pero si ahora, con la distancia de hielo que produce el fin de una persona, ese libro se leyera pensando en Umbral, en el propio Umbral muerto, es posible que encontráramos en él las claves de lo que nunca pudo terminar de decir sobre sí mismo.
Un libro, una línea, cualquier palabra puesta en el lugar de la mejor fortuna, decía Borges, basta para considerar a un escritor como el autor de una gran obra literaria, y si eso es así y lo consideramos como un canon por el que juzgar la obra total de un literato, es verdad que Umbral se mereció muchas veces ese puesto que él buscó, también, con tanto ahínco. Cuando ganó, y mereció, el Premio Cervantes, me pareció verdaderamente mezquino lo que le dijo un allegado queriendo ser jocoso: "Nos costó más tu premio que el indulto de Liaño". Porque Umbral se merecía ese reconocimiento y nadie tenía derecho a ponerlo en la balanza de los favores patrios, aunque muchos se aprovecharon y tiraron de él para un lado o para otro, y en ese momento tiraron demasiado. Pero, en fin.
Umbral fue gran parte de su propio trabajo; repujó los materiales que tuvo a mano, pero cuando tuvo que hacer de sí mismo un espejo procuró dar el perfil de los que le precedieron en lo que para él era su estirpe: Byron, Larra, Baudelaire... No resistió las costuras de la prensa, aunque fuera fieramente periodístico en la búsqueda de esos materiales con los que se erigió en el columnista de una época.
Una de esas imágenes que conserva mi memoria es la de Umbral con una niña en sus hombros, caminando hacia un concierto de Ramoncín, en Vallecas. Ese mismo Umbral iría luego a un chiringuito a ponerse pringado de calamares fritos, que comía con las manos y con el abrigo puesto. Buscó ahí sus materiales, entre la gente, en medio de la fritanga, animado por un poder de observación que luego usaba, y para eso tenía autoridad literaria, como le daba la gana. La gente salía en su foco para salir en el retrato, y a veces él hacía sobresalir las negritas no sólo para complacer la sonrisa que recibía, sino para zaherirla; ese poder le dio certificado para glorificar y para molestar, y como suele suceder en los dos lances cometió aciertos e injusticias, y es lógico que cada uno recuerde lo que le hizo placer o daño en primer lugar.
Como dijo una vez Víctor García de la Concha, cuando a Umbral le dieron ese Cervantes que alguien le quiso vender como un parto extraliterario, "era un creador de lenguaje"; y lo buscó en la calle hasta que pudo, en la memoria y en la calle; no era, decía, sino el fruto de un diálogo callejero. Cuando ya no pudo y la calle se le hizo niebla, Umbral se ensimismó, sus columnas fueron más históricas que callejeras, y él mismo notó en ese pulso el maldito castigo del tiempo, contra el que luchó desde que era un chiquillo e iba a tomar cervezas en la plaza de Santa Ana para beber, por ejemplo, en el espíritu de Hemingway. Y empezó teniendo ese espíritu de Hemingway, o de otros maestros suyos, pero subyacía en su ánimo, y acaso la grosería de la vida no lo ha sabido ver bien, la melancolía herida de un Francis Scott Fitzgerald.
La última imagen que tengo de Umbral es, también, en el propio salón real en el que los Reyes recibían a los escritores; fue hace dos años: él acababa de pasar por la enfermedad más grave de las que tuvo y era de los pocos de aquella reunión que permaneció sentado, con María España, la elegante, atenta mirada que siempre le hizo falta. Como Pemán entonces, él sentado y sus contertulios agachando las rodillas. Con el humor con el que afrontó siempre los encuentros, como el dandi que quiso ser y que fue en los años pletóricos de su vida, hizo la broma de la posteridad ("No, aún no soy póstumo"), e hizo gala de una memoria que fue su principal aliento literario. Tenía entonces ya la palidez sólida en su rostro, una especie de trofeo que exhibía su misantropía, y su mirada, que había sido reparada por la cirugía, ya no podía ser físicamente la que fue, fragmentada en los mil pedazos de las viejas dioptrías.

Resplandor en la oscuridad
Manu Leguineche 29/08/2007

Quiso ser un maldito. Fue antipático para unos y condescendiente con otros. La voz se la tomó prestada a Cela, la vestimenta a los poetas franceses. Se creó una imagen propia sobre sus orígenes. Tan pronto era de Valladolid como del Rastro, se autocalificó de dandy, e hizo de su vida pura literatura. Su hallazgo fue su columna. Lo que no podía soportar el franquismo era la ironía, el ridículo. Y allí estaba Umbral con su aspecto de Don Juan marmóreo para poner de vuelta y media al franquismo. Puso en circulación lo del pan bajo el brazo, la bufanda roja, el gabán hasta el suelo.
Frecuentador de los mitines del PCE y amigo de la izquierda, se pasaba también por los cafés, donde dejaba su tarjeta de visita. Se hizo grandes enemigos por su desparpajo. Provocaba gran envidia de la sana y de la insana.
Delibes le explicó la diferencia entre periodismo y literatura, y se lanzó a escribir de todo. Así se granjeó esa imagen de señor que quería ser "sublime sin interrupción". Hizo una carrera periodística al mismo tiempo que cultó la novela, el memorialismo. Fue un creador de grandes personajes y su prosa se deslizó por los ambientes de Madrid con la aproximación del sociólogo más que del novelista puro.
Recibió alguna paliza, pero las olvidó porque la vida seguía. Salones de marquesas, tabernas, bares de lujo en los que exigía el aire acondicionado con malos modos, un comunista que trataba mal a los camareros, rastros para alimentar su leyenda de buen escritor y ciudadano áspero. Una cierta crisis le llegó el día que se preguntó si lo había conseguido todo, como quería a veces metas inalcanzables como el Nobel. Dejó de lado a Delibes para elegir con fervor a Cela porque le prometió no sé sabe qué premio. Era raro por obligación y por leyenda, numerero a la busca de la fama perpetua. Ese día que no consiguió el Nobel, pues nadie lo había propuesto, comprendió que luchó mucho, pero todos los éxitos le eran insuficientes.
Era envidioso. Cargaba contra todo lo que se le pudiera oponer y veía a cualquier recién llegado como a un rival. Solitario y sentimental, su gran drama fue la pérdida de su hijo. Él se hacía el distante, pero adoraba a su hijo. Cuál sería su abatimiento que me preguntó cómo podría congelar el cuerpo en un instituto de Italia. Lo digirió muy mal y pasó una etapa oscura. No era el perdonavidas y el hombre frío que prometía. Con sus amigos llegaba incluso alguna vez a la ternura.

El seductor sin género
Vicente Verdú 29/08/2007

Será obsceno proclamarlo pero yo adoraba a Paco Umbral. No teníamos, en el fondo, nada que ver puesto que su pozo biográfico y el mío han sido muy distintos pero nos entendíamos en la forma. O mejor dicho: pensaba yo hace años que nadie le entendería mejor.
El arte de la escritura posee vida propia pero incluso doble vida cuando la trata el amante oportuno y la invita al pecado y la transgresión. En las manos de Umbral, la escritura nunca fue un ser ya escrito sino una criatura en continua invención a la que daba un rebelde y finísimo aliento. Todo era posible para él ante la página en blanco que, muy lejos de ser cursi amenaza para el autor, se alzaba ante él como la tórrida ocasión de la conquista. Desde el principio, como con las mujeres, había deseado ocuparla y complacerse en ella. Más aún, siempre pareció que le faltaba papel para seguir escribiendo, pista para continuar bailando o blasonando. Si se atuvo, por ejemplo, a los límites de la columna fue porque en los periódicos cortan sin piedad y, probada esa ley, es preferible no alargarse hasta el degüello. En lugar, pues, de seguir escribiendo unas líneas sin tasa, Umbral se tasaba el reloj para hacer una firme unidad entre redacción y mecanografía, pulso y pulsación, mente y dedo.
A ese punto crítico de fusión había llegado su quehacer y su placer conjuntos. A nadie más recuerdo con tanto ímpetu en la vocación y con una carrera tan pugnaz y caudalosa Desde que le conocí hace medio siglo acodado en el bar del Instituto de Cultura Hispánica, su monomanía se dividía en dos: escribir y ligar, ligar y escribir, enlazados en un nudo narcisista que finalmente lo lubricaba todo.
Divertido y colérico
Divertido, irónico, airado, sorprendente, megalómano, memorioso, colérico, heroico, Umbral ha disfrutado de los mejores atributos para hacerse leer mediante adoradores, adictos y feroces enemigos. Fue duro cuando se lo propuso pero también cariñoso, mimoso y tierno hasta la disolución. Su escritura es tan propiamente escritura que resulta intraducible a cualquier otra expresión o formato porque, efectivamente, cuando el texto es preciso nada hay que logre su reproducción. De esta manera devota y frívola nos entendíamos. No basta decir algo por hondo o trascendente que llegue a ser. Lo verdaderamente importante es la inmanencia, la energía de su instante y su pegada.
Escritor y periodista, periodista y escritor, Umbral ha dejado bien claro, por si fuera necesario, que el oficio de escribir llega mucho más allá del género. ¿Novelista? ¿Ensayista? ¿Columnista? ¿Poeta? Umbral ha sido, como su amado Pla, el gran escritor sin clasificación previa. La raza de escritor que siendo tan auténtico y grande no cabrá nunca en el modoso corte y confección del género.

Los metales nocturnos de Francisco Umbral
Rojo

Leo en el aeropuerto de Barcelona y me gusta. Escucho el rumor de lenguas desconocidas entre el ajetreo. La sala de espera (en la que no espero nada) se me figura una nube de ecos que transita sobre idiomas distintos, una veladura que empaña al mundo de maletas y aviones. Todo se desvanece entre la nube de ecos y lo único que existe es lo que se me viene narrando en la novela, la nave que recién abordo.
Ahora, por ejemplo, existe la noche neonazi de un Madrid agujerado. El sepelio de Juarecito, oaxaqueño asesinado de dos plomos en la cabeza y con una sonrisa de latinoche eterna guardada en su ataúd de jaba. Luego está la putita adolescente que mama gratis por subirse a un rolls-royce suicida y que después quedará olvidada en su muerte con los brazos pinchados por el vampiro oscuro de la noche. Una putita enterrada en algún rincón añoso de panteón romántico madrileño (que huele a ojos de perro hinchado en los que se refleja la luna, cuando hay luna, siempre opaca, y donde los miados de gato y mierda de vagabundo, la más espesa, platican con el zumo de los muertos).
Me gusta leer en el aeropuerto y sentir el metal sombrío que sube a los cuerpos de hombres y mujeres atrofiados por el ir y venir.
"La gente hace turismo para vivir la nostalgia de su casa, la gente se distancia un poco de su verdadera vida para verla de lejos como una película sentimental. La gente hace turismo para, luego de vuelta, estimular la nostalgia improvisada del país lejano entrevisto, y con estas cosas van poniendo argumento a su vida, a una vida que no lo tiene."
Turistas torpes que van a Osaka, según los ecos que llegan, o que transbordan en Barcelona hacía Madrid. El Madrid skinhead que persigue, que no persigue a nadie y del que Jonás, personaje narrador de la novela, se esconde. Jonás, escritor con la pluma muerta de otro tiempo, sin biografía, estudiante de paredes blancas, esculturas blancas y planas de la vida. Ese narrador sin ballena que se aguijonea y se muere bebiendo whiskey. Ese muerto de calles con putas prendidas al sexo, mamando muerto, bocas negras de muerte. Ese escritor viejo en la noche sin tiempo del desmadre; aislado en la belleza de morir o de esconderse. Hoy no viajo en hidroplano, cierro mi nave y salgo del aeropuerto. Vuelvo a abrirla en un tren Renfe que me lleva a Passeig de Grácia. En el libro (mi tren) una ciega hermosa baila con el escritor viejo de literatura extinta (Jonás) y yo bailo dentro de mí al escuchar: yo soy un hombre sincero, de crece la hierba, donde creció la palma. Un Guantanamera mal entonado por catalanes que repiten el estribillo de más. La sinceridad de la que se jacta el latinoamericano en el son cubano no me lo creo y abordo de nuevo la lectura. No hay nada que me interese más en este momento que la lectura de la novela que se me abre, dócil, en las manos.
Bailan, los personajes bailan y son ciegos hasta que llega la Poli. Una historia donde la imposibilidad es régimen y orden, como en la vida, y donde los posibles encantos no perduran o son fugaces (imagino la burbuja sanguinolenta que sale de la boca de los aplastados y golpeados y violados (as) por la vida y sus cabronas criaturas en estos momentos).
Nuestro narrador chupa el dedo de una feminista y después a nuestro narrador le chupan el pito flácido y sale de nuevo a la calle: ese horror donde le buscan navajas y asesinos. Jonás encuentra refugio con el escritor de la novela, un mamón sin precedentes que ganó los premios Crítica, Príncipe de Asturias y el Cervantes en el 2000. Un escritor que se dibuja en la narración deslucido, olvidado; un coleccionista de gatos y coños de estudiantes de los primeros semestres de literatura española (se dice). Un cabrón que narra con las úlceras más corrosivas de la literatura. Un prosista dotado de poesía, como pocos, y que desde la novela escribe a los periódicos (ABC y El País) para que suelten al personaje (Jonás) acusado por la muerte de una adolescente putita que se sube a los rolls-royce suicidas a mamar pinga gratis. Acusado por vender caballo enfermo a los adictos madrileños (heroína adulterada).
Desde la cárcel el personaje-narrador, Jonás, defiende su reclusorio y se siente bien y se folla a una periodista latina a la que le otorga una entrevista. Desde la cárcel prefiere no escribir una sola palabra de su aparente vía crucis para no caer en el kitsch de escritor encerrado que se lamenta infinitamente, como Wilde y otros; que no escribe porque no tiene palabra ni ganas de que lo lea la jungla salvaje que se pincha y se muere multitudinariamente leyendo diarios o en trabajos inverosímiles y aburridos. Un escritor que escribe palabras invisibles de silencio y que mira las esculturas planas y caladas que son las paredes de su celda.
Llego a Passeig de Grácia y dentro de mí han quedado incrustados Los metales nocturnos como las joyas cáusticas que son. Una novela sobre los fondos humanos (nuestra grandeza) como todo en Umbral.

Los metales nocturnos Francisco Umbral Ed. Planeta, 2003.

Canción para niño Bily

Para noche corrosiva en C B F R M E
1
Blues. Eso es. Acaba de llegar. Ta gordo pero importa poco. Es un cuerpo, otro. Importa el piano. El sonido de cristales. Mira, ese sonido traspasa como espíritu de venado. Como torpe ráfaga de polvo. Mira. Ese es tu blues. El blues que toca y no es otro. Es éste.
2
Importa poco el nombre del músico. El músico es el follaje que se mese afuera. El músico es el travestido, la pantera de la noche.
La espalda dormida como rostro de gigante.
3
Esto es tu blues. Tu canción samuray. Tu giro insospechado. El amante en su sitio exacto. La distancia.
4
Quién es el miedo y quién el amor.
5
Niño veladora, volcamiento, autopista honda. Eres el blues delgadísimo que sobra. El que sigue tocando aunque vengan soles negros. Aunque esté de cabeza, deshuesado el tiempo.
6
Eres tú, ráfaga, cuchillo de peces. Eres tú. Nadie sigue tocando. El músico se ha quedado dormido. Eres el piano que contrató el jefe. El vacío. La sombra.
7
Éste es tu blues y no otro. Tu flama de ciudad silenciada. Fuego recogido. Cabalgata de brujo.
8
Tu blues secreto. Sembrado en todas partes.
9
Ahora te crece el blues y el cabello. La historia oculta en la palma de tu mano. La historia de tatuaje y mirada. De caligrafía perfecta. Éste tu blues. Vagones de un tren diminuto. Infinito.
10
Respira. Tu blues no acaba, comienza.

Viernes doble


Es viernes. A estas horas ya llegaron o están por llegar al pluma. Javi seguramente se ha surtido y tiene listos los papeles. Quizá, por fin, se organizó con Duermevela y cada uno está cargado de la brutal mercancía que disfrutarán, a módicos doscientos varos, fotógrafos, editores, poetas, periodistas, alcohólicos y tiradores de poca monta. Gratis para Gigante, Lety, Ema y los acompañantes que quieran entrarle.

Cata duerme a Catito y aprovecha para descansar un poco. Hoy tuvo que terminar el encargo para seño Copete; después de todo ha pagado por anticipado. El retrato le quedó poca madre. Catito no se deja y parece que intuye que mamá saldrá esta noche. Cata hace un circo: toca el tamborcito que le regaló V a Catito, no funciona, el acordeón tampoco, la panza de rana menos. Lo que termina por hipnotizar a Catito es el resumido cuento de Melville, ese de la ballenota blanca.
Un poco adormecida Cata se mete a la ducha y el agua tibia la reconforta.

V hace evidente la torpe ingenuidad de R sobre temas referentes a la plástica tras su estupida pregunta: ¿por qué ya no hay pintores míticos, unánimes? V habla de tiempos distintos. Nombra a Tamayo, a Damien Hirtz y Miquel Barceló. Departen sobre el espíritu de las generaciones. Hacen pequeños resúmenes de Van Gogh, Egon Shieli y Mondigliani.
El hálito chamánico en las pinturas de Kokoschka les parece milagroso. V recuerda la anécdota de cuando Kokoschka intentó vender a un hombre el retrato que previamente le había encargado y al que el pintor decidió hacer con uno de los brazos tullido. El hombre creyéndose timado o que aquello se trataba de una burla, entregó al fuego el retrato delante del pintor alemán. Meses después una extraña enfermedad ataca al hombre y lo deja con un brazo estropeado, el mismo que el pintor advertía en el retrato.

Los primeros pases delatan que aquello se trata de veneno (de la que usa el papa). Gigante ya está pensando en pedir crédito para hacer una bacerola. Javi comienza con sus habituales muecas de los viernes y Duermevela no para de hablar de sabe qué dragón kundalini y mantras infinitesimales. Javi le tira a león y le dice que se deje de choradas tántricas. Se van juntos al mugroso baño del pluma donde gigante fuma con Sol. La marihuana huele a lomo de valle y Duermevela fuma un poco también. Javi, con un antojo que parecen dos, se muerde un huevo.

Después del baño tibio Cata no se lo piensa dos veces. Deja encargado, a su madre en vigilia, el sueño de Catito.

V lanza el humo del camel por una ventana que da a tendales improvisados donde se mecen húmedos, como colgados ensangrentados, camisas y pantalones. R intenta enseñar a V el difícil arte de dibujar volutas con el humo de los camel. Ella de plano no puede hacer volutas de humo. Beben cerveza xibeca evocando a los amigos. Sienten una nostalgia, que parecen dos, del mugroso pluma.

La noche viene cargada. Hoy Franz se liberó de la literatura o la nostalgia, de los amores rotos y los amores enmendados y le cayó de improvisto al pluma. Le acompaña Mastroenni. Vienen de un recital convocado por ñeros amantes de pies de página. Javi les ofrece el primer pase. Hay buen ambiente. Celso Piña le canta a un Macondo que de pronto resulta peligrosamente familiar.

Escuchan Lila Downs, Cafeta cuba, Jaime López, Gotan Project, Andrés Calamaro. Las xibecas ya han subido y V baila moviendo con sabrosura las caderas. R canta y piensa entre ráfagas de lúcida borrachera en Piglia, Pitól, Alberti, Coetzee, Amis, Carver, Bellow y Kafka, sobre todo Kafka; lecturas que ha hecho esa semana de niebla. Luego no piensa nada y se levanta a bailar con V.
Pronto tomarán el metro dirección el muelle. Les espera el rumor del mar cerca de la champañería.

A Javi le quedan dos papeles. Está pensando metérselos él solo. Pero allí está Gigante y Duermevela, allí Sol y Lety y Ema. Piensa que de perdida se quedará con uno y les propondrá un crédito (para que no sea tan de gratis, cavila). Gigante y Ema están deacuerdísimo. Pero también llegó Franz y Mastroenni, que son como aspiradoras enloquecidas. Entre muecas y apretones de quijada, Javi decide que aquellos gramos serán pa la bola. Siente un poco de emoción al verse desprendido del veneno, con lo duro que están los chotas, piensa.

El primer sorbo de champaña les sabe a gloria. Los bocadillos son una delicia. Lo único es que el lugar está atestado, incómodo. No pueden ni mover el rabo pero disfrutan el momento. Es imposible saber qué les pasa por la cabeza en estos instantes.

Gigante da un manazo a un punk borracho pasado de lanza. El punk le dijo a su amigo y entonces Javi recibió un manazo. Vuelan sillas. Vuelan botellas vacías como pájaros torpes de hielo. Aquello es un desmadre.

Cata llega y encuentra la fiesta estropeada. Todos hablan del incidente. Algunos exageren. A Gigante no le pasó nada, a Javi y Franz les han dejado un ojo morado. Dicen que a los punks les fue de la horrible.

A Javi todavía le queda un buen veneno. Se irán al inframundo a beber cerveza tibia. Cata dice que ella pone tres Caguas. Todos hacen muecas, menos Cata que está repentinamente feliz y no le pone.

V y R se acoplan con fresas de Monterrey pero terminan desafinándolos pronto. La champaña les otorga una ebriedad ansiosa. En el último sorbo brindan por Cata, Javi y Duermevela. Brindan por toda la bola que ya está brindando a su vez en el inframundo. Salen del lugar infestado por turistas. Deciden dar una caminata descalzos por la playa. No se sabe más de ellos