“Melancolía”: La danza de la muerte


Por Julio Rodríguez Chico

Radical, intenso, perturbador, apocalíptico, excesivo. Así es el cine de Lars von Trier y así sentimos “Melancolía”, con toda la fuerza de un mundo que toca a su fin y de unos personajes que se esfuerzan en vano por ser felices y superar sus miedos. Es conocido el gusto del danés por provocar al espectador y buscar su catarsis, por tratar de resquebrajar sus principios vitales y dejarle el rejón bien metido en el alma. Para el co-fundador de Dogma 95, lo irracional y lo visceral triunfan siempre sobre la mesura y la contención, y todos los sentimientos de sus personajes son llevados al extremo, hasta que la misma existencia se hace imposible y es preciso un nuevo mundo, una nueva civilización. Quizá por eso la Tierra viva sus últimos días y nadie la echará de menos, pues un planeta llamado Melancolía va a colisionar con ella en una tragedia que es reflejo de otra incubada en el seno de la familia protagonista.

En una lujosa mansión con un campo de golf de 18 hoyos se va a celebrar la boda de Justine y Michael. Claire, hermana de Justine, se ha encargado junto a su marido de la organización de la fastuosa fiesta, en un intento por complacer a la depresiva novia y ayudarle a ser feliz. A pesar de los esfuerzos de todos, la celebración transcurre entre reproches, exabruptos y temores a terremotos afectivos y familiares —cada uno carga con un lastre de ansia de poder, dinero, amargura, miedo, desprecio u odio que termina por aflorar—, mientras en los jardines observan cómo el misterioso planeta se acerca en una danza de la muerte que a nadie deja impasible.

A la noche oscura del alma de Justine le sucederá un segundo capítulo, que Lars von Trier concede a su hermana Claire, pues ella también vive su propio calvario. No hay tranquilidad y sí tristeza en una “Tierra que es cruel”, lo mismo que en una terraza con una copa de vino y la Novena de Beethoven. Por eso, el director de “Antichrist” (2009) parece suplicar a Melancolía que termine pronto su tarea, pues solo entonces se podrá transformar esa desazón y odio en paz y sosiego, sentimientos que ya han invadido a Justine tras esa noche de amor con la Naturaleza, en lo que termina por constituirse como una tragedia romántica alemana que echa mano del mismo Richard Wagner.

El cine de Lars von Trier es visceral y poderoso al recoger estados interiores y extremos del alma, con personajes desequilibrados emocionalmente y con soluciones drásticas y tremendamente pesimistas. La fuerza visual e hipnótica de algunas imágenes es indudable, en especial de aquellas que conforman el preludio, o en esos globos de luz que suben al cielo estrellado para perderse o quemarse ya en el inicio. A la vez, la opción por una cámara en continuo movimiento que genera inquietud y búsqueda —en un regreso a los inicios Dogma, con evidentes resonancias en la boda de “Celebración” (Thomas Vinterberg, 1998)—, o los abundantes primeros planos utilizados para adentrarse en las mentes perturbadas de sus protagonistas, son recursos eficaces para un guión que se regodea en el dolor y se mira mucho a sí mismo, como si unos y otros necesitaran espantar sus miedos o despertar al espectador, y también como si la felicidad fuera tan efímera como imposible.

Es una constelación de almas cuyos temores vencen a los afectos, por mucho que se construya una engañosa “cueva mágica” y se den la mano, porque es una sociedad desquiciada y perdida en lo trivial —en el concurso de las 678 alubias—, tanto como lo están Justine, Claire y cualquiera de los pobladores de la Tierra. Situaciones depresivas donde todo intento por ser feliz es baldío, con una negrura y nihilismo constantes porque el hombre es un fracaso, donde la amargura y el desencanto se alojan en los personajes y enrarecen definitivamente el ambiente. Son atmósferas de tensión y angustia muy bien conseguidas, con grandes interpretaciones de Kirsten Dunst —una nueva Ofelia, premiada en Cannes— y Charlotte Gainsbourg —decididamente, Von Trier es director de mujeres— y con una banda sonora tan poderosa como terrible.

Por otro lado, está claro que el cosmos del danés no tiene nada que ver con el de Terrence Malick, ni la visión de la vida de uno con la del otro, pues si el primero mira a la tragedia y busca la provocación, el segundo prefiere la poesía y atiende más a la meditación serena; y si uno entierra al hombre porque no tiene remedio, el otro lo eleva a la contemplación con una luz de esperanza. Ambos son cineastas poderosos y visionarios, genios y artistas, con un mundo interior interesante y una exquisita sensibilidad. La diferencia está en que uno vive con el cielo encapotado mientras el otro respira aire fresco y trascendencia, y en que uno baila la danza de la muerte mientras que el otro planta el árbol de la vida.

El árbol de la vida que crece más allá de las salas de cine



"El objeto más delicado puede servir
de eje al universo…"
-Walt Whitman

Outsiders frente la pantalla
Acabo de ver la película El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011). En la sala sólo estábamos tres personas. Los tres pasados de peso y con una innegable pinta de outsiders. Las salas contiguas abarrotadas: fórmulas fílmicas de romances estúpidos, violentas conspiraciones y el fin del mundo. Después de todo El árbol de la vida cae dentro de la categoría de película rara. Si raro entendemos aquel oficio creativo que se toma el tiempo, en este caso, de contar una historia y hacernos reflexionar. El cine que ve el gran público de nuestros días es rápido y en él no hay espacio para que el espectador conecte, por sí mismo, ideas y sensaciones.

Aunque la estrategia de contar en su reparto con dos símbolos de Hollywood, Brad Pitt y Sean Penn, seguramente funcionó para que más personas compraran boleto, el acomodador del cine me comentó que desde el estreno de El árbol de la vida mucha gente se sale a media proyección. La información la tomé como una metáfora mas allá de la sala del cine. Aunque la película mantiene una estructura fílmica que apuesta ser enlazada por el público, de otra manera es sólo una secuencia abstracta de imágenes y sonidos, tampoco es tan complicado entender la propuesta de Malick: conectar significados.

Mensajes
Es sorprendente la aritmética con que suelen llegar los mensajes a los seres humanos, como sorprendente es el desinterés con el que los recibimos la mayoría de las veces. Días atrás quien esto escribe caminaba, como un lunático, por parques y bulevares pensando en lo absurdo de su existencia. Sintiéndose miserable, el arroz negro del universo. Así, sin un lugar al que llegar, llegué al cine. Así como llegaron los silenciosos compañeros de sala, para quienes muy probablemente esta historia sobre una familia de Wako, Texas, en los Estados Unidos de los 50, filtró, como sucedió conmigo, su propia infancia.

Mi infancia trascurrida en los 80 en un barrio polvoriento de Hermosillo. Un filme que filtró la relación con mis hermanos y mis padres. Que me hizo preguntarme, de nuevo, esas cuestiones grandilocuentes que no han podido contestar, ni podrán, filósofos y sabios, religiosos e iluminados. Esas cuestiones que han sido rondadas por el lenguaje de ciertos poetas. La película en cuestión es precisamente un intento poético de acercarnos al movimiento más elemental de la existencia, a eso que se conoce como “el milagro de la vida”. Es fácil identificar a Heidegger y Whitman en sus contenidos; durante toda la proyección se me venía a la mente una rescritura fílmica del Canto a mí mismo del poeta estadounidense y un resumen del Dasein que el filósofo alemán pregonaba en Ser y tiempo. Ese afán de conectar lo micro con lo macro. . Ese afán por sugerir que la especie humana es parte de un cosmos cuyo significado va más allá del lenguaje. Que el individuo es pieza clave de la relojería universal.

Preguntas
¿Qué tiene que ver conmigo, con mi historia personal, la coreografía de una parvada de gorriones que sobrevuela entre edificios descomunales? ¿Qué tiene que ver conmigo el movimiento del agua? ¿Qué tiene que ver conmigo un dinosaurio observando el océano? ¿Qué tiene que ver conmigo la formación de una supernova? ¿Qué tienen que ver conmigo las pequeñas huellas dactilares de un recién nacido y la mirada apacible de su madre? ¿Qué tiene que ver conmigo la misericordia de un reptil extinto? ¿Qué tienen que ver conmigo la luz que se filtra entre el follaje de los árboles y el musgo verde sobre las piedras del río? ¿Qué tienen que ver conmigo los bancos de peces y la trayectoria de las mantarrayas? ¿Qué tienen que ver conmigo la culpa, los recuerdos tormentosos y la catarsis de los seres humanos?

Aprendiz Zen
Después de las dos horas pasadas que dura la película regresé a mi casa, recorriendo bulevares y parques, con la sensación de haber platicado con un buen amigo. Uno bien intencionado. Ya no me sentía como el arroz negro del universo sino como un aprendiz Zen que se dirige a la disipación inevitable, a ese lugar donde los budistas dicen que Todo es Uno. El final de El árbol de la vida es quizá su única debilidad. Sin embargo recomiendo amplísimamente a todos los outsiders que leen esta columna, que caminen rumbo a su sala de cine favorita y se dejen llevar, como hasta ahora, por el cause de su propia historia, la de todos.