La muerte


Genealogía de la muerte
R supo que se convertiría en la muerte cuando vio a su tío, máscara de abismo, lanzarse de la tercera cuerda. Ni su padre, ex luchador (hoy recolector de basura), ni su madre, expendedora de quesadillas, estaban de acuerdo con el hecho de que el pequeño R entrara al mundo hostil de la lucha libre. R comenzó a entrenarse en secreto. En sus tiempos libres máscara de abismo le instruía las técnicas indispensables, pero era rey coloso, un gladiador retirado, el que se dedicaba a mostrar al joven las llaves y contrallaves, el arte de caer y en fin, los secretos del ring.

En su primer año R intercalaba los estudios de secundaria con un entrenamiento arduo por las tardes. Sus padres pensaban que, aparte de ser vago, era ocioso. R llegaba a su casa entrada la noche, cenaba algo y caía fulminado por un sueño denso. Estará metido en drogas, sugirió la abuela un día que R llegó desencajado y débil. Los entrenamientos a los que se sometía eran cada vez más duros.

Cuando R terminó la secundaria confesó a sus padres que llevaba un año preparándose con máscara de abismo y rey coloso. Su intención era dejar los estudios para dedicarse de lleno a la lucha libre. Las primeras reacciones fueron de desaprobación. El padre de R llamó de inmediato a su hermano, a quien concideraba un luchador mediocre de cartel bajo, para que le explicara por qué le había ocultado los propósitos de su hijo.

El padre de R había sido en su juventud un luchador que prometía grandes hazañas. En una mala caída se lastimó la rodilla derecha, misma que nunca sanó. En días nublados el dolor sigue siendo igual de intenso que en las primeras semanas del infortunio acaecido en la arena perdida de un polvoso pueblo del norte. El nombre de batalla del padre de R era la guadaña.

Como no se pueden detener los designios del destino, R continuó, con el apoyo de su familia, adiestrándose para convertirse en la muerte. Convenció a su padre un día de San Juan en el que los dos se emborracharon. Le prometió que llegaría a donde él no pudo. Hubo llanto y canciones tristes. Desde entonces la guadaña sería un entrenador más de la muerte.

Para el segundo año de instrucción R aventajaba a los otros aspirantes, inclusive los que llevaban más tiempo de entrenamiento que él. No había nadie en el coliseo Margarita que dudara de la calidad de R. Todos creían que su talento y persistencia lo llevarían lejos. Con el paso de los días a R se le iban marcando los músculos y ensanchando la espalda. Su cuerpo delgado y atlético podía dar las piruetas más insólitas. Cada que R volaba por sobre las cuerdas la guadaña se tocaba la rodilla derecha.

Para el tercer año de preparación los promotores se fijaban en el estilo único y arriesgado de R. Era tiempo que emergiera la muerte. Junto a rey coloso, máscara de abismo y la guadaña, R confeccionó lo que sería su personalidad luchística. Tardaron dos meses para llegar a la máscara perfecta. Una elegante y misteriosa tapa oscura que tenía estampadas a los lados, en honor a su padre, dos guadañas cruzadas.

Recorrido de la muerte
La primera lucha profesional de la muerte, como era de esperarse, fue de talonero en un cartel donde figuran estrellas consagradas. Rápido llamaron la atención del público, que no llenaba ni la cuarta parte de la arena, los vuelos suicidadas, la agilidad y sobre todo, la persona de aquel joven luchador. Su entrega en el cuadrilátero hizo que hablaran de él durante esa semana los pocos que lo vieron.

La muerte se había convencido que sería inmortal. No podía esperar para llegar de nuevo al emparrillado y darse al público. La siguiente lucha fue al lado de su tío, máscara de abismo, a quien opacó de fea manera con sus lances. El tío sintió, nos sin pena, el cruel desplazamiento al que se estaba enfrentando. Esa noche máscara de abismo comprendió el rol que tenía que asumir en adelante: apoyar a la muerte.

En tres meses la muerte ya compartía cartel con luchadores de primer orden. Ni siquiera la guadaña, máscara de abismo y rey coloso esperaban que sucediera tan rápido la fama de su pupilo. R seguía siendo aquel muchacho sencillo de la colonia obrera que soñaba con volar. Ni las giras, entrevistas y dinero hacían que a la muerte se le subiera la gloria.

La envidia en el mundo de la lucha está siempre a la orden del día. Esta se manifestó en una contienda cuando el gladiador experimentado, barrabás, no podía sino admirar el estilo elegante de la muerte. En la tercera caída barrabás salió con la intención de lastimar a la joven promesa. La fortaleza y velocidad de la muerte se impuso a la veteranía y experiencia de barrabás. Fue un mano a mano que el público celebró al filo de la butaca. De esta lucha saldría la primera y única apuesta de máscara que enfrentaría la muerte.

La fecha de la contienda sería el 5 de noviembre, para lo que aun faltaban dos meses y cuatro peleas de promoción. Los empresarios anunciaban la función, como la estelar, en carteles y comerciales de radio: “Máscara contra máscara. La muerte contra barrabás. La última batalla.” Los boletos se agotaron dos semanas antes del evento. Todos, como era de esperarse, marcaban como favorito a la muerte. En las cuatro luchas promociónales que antecedieron a “la última batalla” la atracción principal era el pique entre barrabás y la muerte. La maestría y elegancia del joven luchador pudo con la del viejo, sin embargo los golpes veteranos de barrabás minaron su físico. Las cuatro funciones resultaron inolvidables para aquel público ávido de sangre y máscaras rotas.

Por aquellos días R se sentía cansado antes de comenzar sus ejercicios cotidianos. No dormía bien por las noches y lo atacaba una ansiedad maliciosa. La ficción saltó a la realidad cuando barrabás visitó a la muerte en sus entrenamientos y le estrelló una silla de lámina en la espalda. Máscara de abismo salió en defensa de la muerte llevándose un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó inconciente durante algunos minutos. Va en serio, pensó R.

Llegó el 5 de noviembre. Barrabás estaba seguro que acabaría con la carrera de la muerte al despojarlo de su máscara. El público presente apenas puso atención a las luchas previas. La batalla se antojaba épica. Cuando el anunciador gritó: “lucharán a dos de tres caídas sin límite de tiempo, por el honor y la máscara. En esta esquina, barrabás.” El abucheo generalizado fue tal que aun lo recuerdan los cronistas que estuvieron presentes esa noche. “En esta otra, la muerte.” La arena parecía el epicentro de un temblor. El mundo, la ciudad afuera no importaban. Lo único para aquellos testigos privilegiados era el latido del coliseo y el espectáculo que ofrecían dos hombres encapuchados batiéndose, sin misericordia, en el centro de aquel universo emparrillado.

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