Tres publicaciones de autores sonorenses





Breviario
Espacio de cultura y cosas raras
www.primera-plana.com.mx

En menos de un semestre se han publicado, en distintas casas editoriales e instituciones del país, tres libros de autores formados en Sonora. Lo anterior no deja de ser significativo. Los escritores del norte de México que gozan de mejores plataformas para publicar sus obras son los que radican en Tijuana y Culiacán. También, habrá que decirlo, los autores que habitan en esas ciudades tienen una tradición narrativa más sólida que la nuestra. De allí que encontrar en circulación trabajos recientes de autores sonorenses resulta ya una buena noticia.
Otro aspecto a resaltar de La ciudad antes del alba (FORCA) de Imanol Caneyada (San Sebastián, España, 1968), Pasajeros (Jus) de Josué Barrera (Torreón, 1982) y La noche estaba afuera (Tres perros) de Alfonso López Corral (Navojoa, 1979), es que se tratan de tres libros de cuentos. Sonora tiene una tradición de poetas, en la cual está encumbrado, y pareciera inamovible, Abigael Bohórquez. Pero son muy pocos los autores de la región que han cultivado la narrativa. En esa anémica lista se tienen que nombrar a Luis Enrique García, Gerardo Cornejo y Sergio Valenzuela. Hay otros narradores nacidos en Sonora pero su desarrollo como escritores ha sido en el centro de la república, por lo que no han aportado a generar una tradición en el estado.

La ciudad antes del alba
Ganador del Premio Regional de Cuento Ciudad de la Paz 2009, La ciudad antes del alba es un libro conformado por cuentos con escenarios violentos propios del hampa. Personajes solitarios que habitan ciudades como abismos. Imanol Caneyada es un escritor y periodista de origen vasco que radica hace más de una década en Sonora. Su obra narrativa, de la cual destacan las novelas: Un camello en el ojo de la aguja (Universidad de Guadalajara, 2003) y Tardarás un rato en morir (Ganadora del libro sonorense en el género novela en 2009) es una de las más sólidas y poderosas del norte de México. El oficio de este escritor radica en la solvencia y arrojo que imprime al momento narrar. Se trata de un escritor de novela negra que en Sonora, corríjanme si no, es toda una extravagancia. Sus guiños detectivescos atrapan al lector desde el primer momento y lo conducen a una conjura violenta y maligna. Una conjura trazada sin taches en la cual aparecen personajes que huyen o buscan, condiciones humanas que generan historias al límite. Su libro de cuentos más reciente no es menos atractivo, aunque en ocasiones sintamos que ese largo aliento de Caneyada como novelista hace falta en algunos relatos que conforman el libro: un desfile de sonámbulos cuyas acciones suceden en la clandestinidad más profunda de la noche. Ya en ciudades de México, España y la América anglosajona. Una invitación a un mundo que está al borde del colapso, el mundo contemporáneo.

Pasajeros
Barrera ha publicado Conductas amorosas (PES, 2007), libro de relatos que llamó la atención por su claridad expositiva y su unidad temática. Textos que tienen un inicio y un final, algo difícil de lograr en este género, y en los cuales aparecen personajes de la globalidad: Jóvenes cachondos y solitarios que habitan las ciudades accediendo a momentos tan vitales como vacíos. Personajes que se relacionan y descubren la intimidad y el deseo. Sin embargo el autor quedó debiendo más sustancia narrativa. Eso que en periodismo se conoce como carnita y que no es otra cosa que vagancia o, lo que es lo mismo, un arrojo que intente alejarse de la rigidez. En su segundo libro de relatos Barrera tiene ese mismo dominio técnico y temático sobre sus textos, pero en Pasajeros resultan elementos con más volumen. La primera parte del libro lo conforman seis relatos, incluyendo el que da título a la obra. Se trata narraciones que van creciendo conforme nos adentramos en ellas. Las historias ganan en intensidad en la segunda parte debido a que los argumentos presentan personajes en tránsito de descubrir en el viaje, tanto físico como mental, un rasgo de sí mismos que resulta tan enigmático como elemental. Cuentos como trampas que sugieren historias más allá del punto final. El trazo psicológico y el existencial de los de personajes que aparecen en Pasajeros, genera lo que ya la contraportada advierte: “La visión fresca del éxodo mediocre con el que a veces afrontamos la vida.”

La noche estaba afuera
Autor de La balada de los comunes (La cábula, 2001) y el poemario Aire de Caín (Premio Alonso Vidal, 2005), López Corral es un narrador pulcro. Un autor que sabe contar historias. Algunos de los argumentos, por no dejar, quedan debiendo en emoción y verosimilitud. Sin embargo este libro es un prometedor augurio de lo que se viene de Alfonso. En la noche… los personajes son impotentes sexuales, fracasados sin remedio que actúan con el instinto y las pasiones bajas. Siete cuentos que narran los desequilibrios de enfermos de melancolía y soledad. En la contraportada se puede leer: “Las historias de La noche… muestran el universo completo de una trama, y no sólo la ambientación en que estas suceden… Las voces de Onetti, Carver y Hemingway, resuenan en los relatos. El lector será testigo del viaje en el vacío de seres expuestos a su propia naturaleza.” De este libro y su autor el escritor Imanol Caneyada escribe “Alfonso López inquieta. Se moja el culo para atrapar peces. Azuza. Escarba. Enamorado del enigma, del desvelo, se arma de su prosa limpia, precisa, prosa de oficio que se consume a sí misma, y se va a la guerra, a la noche, con su batallón de hombres y mujeres lastimados, rencorosos, que boquean en busca de aire, resignados a todas las noches que vienen, que siempre están viniendo. Por eso, los relatos de este libro son espejo, son ombligo obsesionado, son hurgarse la nariz, machacar una y otra vez una obsesión, son la certeza de que a la noche nunca le han importado las farolas.”

Matar un perro



Samanta Schweblin

El Topo dice: nombre, y yo contesto. Lo esperé en el lugar indicado y me pasó a buscar en el Peugeot que ahora conduzco. Acabamos de conocernos. No me mira, dicen que nunca mira a nadie a los ojos. Edad, dice, cuarenta y dos, digo, y cuando dice que soy viejo pienso que él seguro tiene más. Lleva unos pequeños anteojos negros y debe ser por eso que le dicen el Topo. Me ordena conducir hasta la plaza más cercana, se acomoda en el asiento y se relaja. La prueba es fácil pero es muy importante superarla y por eso estoy nervioso. Si no hago las cosas bien no entro, y si no entro no hay plata, no hay otra razón para entrar. Matar un perro a palazos en el puerto de Buenos Aires es la prueba para saber si uno es capaz de hacer algo peor. Ellos dicen: algo peor, y miran hacia otro lado, como si nosotros, la gente que todavía no entró, no supiéramos que peor es matar a una persona, golpear a una persona hasta matarla.

Cuando la avenida se divide en dos calles opto por la menos transitada. Una línea de semáforos rojos cambia a verde, uno tras otro, y permite avanzar rápido hasta que entre los edificios surge un espacio oscuro y verde. Pienso que quizá en esa plaza no haya perros y el Topo ordena detenerse. Usted no trae palo, dice. No, digo. Pero no va a matar un perro a palazos si no tiene con qué. Lo miro pero no contesto, sé que va a decir algo, porque ahora lo conozco, es fácil conocerlo. Pero disfruta del silencio, disfruta pensar que cada palabra que diga son puntos en mi contra. Entonces traga saliva y parece pensar: no va a matar a nadie. Y al fin dice: hoy tiene una pala en el baúl, puede usarla. Y seguro que, bajo los anteojos, los ojos le brillan de placer.

Alrededor de la fuente central duermen varios perros. La pala firme entre mis manos, la oportunidad puede darse en cualquier momento, me voy acercando. Algunos comienzan a despertar. Bostezan, se incorporan, se miran entre sí, me miran, gruñen, y a medida que me voy acercando se hacen a un lado. Matar a alguien en especial, alguien ya elegido, es fácil. Pero tener que elegir quién deberá morir requiere tiempo y experiencia. El perro más viejo o el más joven o el de aspecto más agresivo. Debo elegir. Es seguro que el Topo mira desde el auto y sonríe. Debe pensar que nadie que no sea como ellos es capaz de matar.
Me rodean y me huelen, algunos se alejan para no ser molestados y vuelven a dormirse, se olvidan de mí. Para el Topo, tras los vidrios oscuros del auto, y los oscuros vidrios de sus anteojos, debo ser pequeño y ridículo, aferrado a la pala y rodeado de perros que ahora vuelven a dormir. Uno blanco, manchado, le gruñe a otro negro y cuando el negro le da un tarascón un tercer perro se acerca, ladra y muestra los dientes. Entonces el primero muerde al negro y el negro, los dientes afilados, lo toma por el cuello y lo sacude. Levanto la pala y el golpe cae sobre las costillas del manchado que, aullando, cae. Está quieto, va a ser fácil transportarlo, pero cuando lo tomo por las patas reacciona y me muerde el brazo, que enseguida comienza a sangrar. Levanto otra vez la pala y le doy un golpe en la cabeza. El perro vuelve a caer y me mira desde el piso, con la respiración agitada, pero quieto.

Lentamente al principio y después con más confianza junto las patas del perro, lo cargo y lo llevo hacia el auto. Entre los árboles se mueve una sombra, el borracho que se asoma dice que eso no se hace, que después los perros saben quién fue y se lo cobran. Ellos saben, dice, saben, ¿entiende?, se sienta en un banco y me mira nervioso. Cuando voy llegando al auto veo al Topo sentado, esperándome en la misma posición en la que estaba antes, y sin embargo noto abierto el baúl del Peugeot. El perro cae como un peso muerto y me mira cuando cierro el baúl. En el auto, el Topo dice: si lo dejabas en el piso se levantaba y se iba. Sí, digo. No, dice, antes de irte tenías que abrir el baúl. Sí, digo. No, tenías que hacerlo y no lo hiciste, dice. Sí, digo, y me arrepiento enseguida, pero el Topo no dice nada y me mira las manos. Miro las manos, miro el volante y veo que todo está manchado, hay sangre en mi pantalón y sobre la alfombra del auto. Tendrías que haber usado guantes, dice. La herida duele. Venís a matar un perro y no traés guantes, dice. Sí, digo. No, dice. Ya sé, digo y me callo. Prefiero no decir nada del dolor. Enciendo el motor y el coche sale suavemente.
Trato de concentrarme, descubrir cuál de todas las calles que van apareciendo podría llevarme al puerto sin que el Topo tenga que decir nada. No puedo darme el lujo de otra equivocación. Quizá estaría bien detenerse en una farmacia y comprar un par de guantes, pero los guantes de farmacia no sirven y las ferreterías a esta hora están cerradas. Una bolsa de nylon tampoco sirve. Puedo quitarme la campera, enrollarla en la mano y usarla de guante. Sí, voy a trabajar así. Pienso en lo que dije: trabajar, me gusta saber que puedo hablar como ellos. Tomo la calle Caseros, creo que baja hasta el puerto. El Topo no me mira, no me habla, no se mueve, mantiene la mirada hacia adelante y la respiración suave. Creo que le dicen el Topo porque debajo de los anteojos tiene ojos pequeños.

Después de varias cuadras Caseros cruza Chacabuco. Después Brasil, que sale al puerto. Volanteo y entro con el coche inclinándose hacia un lado. En el baúl, el cuerpo golpea contra algo y después se escuchan ruidos, como si el perro todavía tratara de levantarse. El Topo, creo que sorprendido por la fuerza del animal, sonríe y señala a la derecha. Entro por Brasil frenando, las ruedas hacen ruido y con el coche de costado otra vez hay ruido en el baúl, el perro tratando de arreglárselas entre la pala y las otras cosas que hay atrás. El Topo dice: frená. Freno. Dice: acelerá. Sonríe, acelero. Más, dice, acelerá más. Después dice frená y freno. Ahora que el perro se golpeó varias veces, el Topo se relaja y dice: seguí, y no dice nada más. Sigo. La calle por la que conduzco ya no tiene semáforos ni líneas blancas, y las construcciones son cada vez más viejas. En cualquier momento llegamos al puerto.

El Topo señala a la derecha. Dice que avance tres cuadras más y doble a la izquierda, hacia el río. Obedezco. Enseguida llegamos al puerto y detengo el auto en una playa de estacionamiento ocupada por grandes grupos de containers. Miro al Topo pero no me mira. Sin perder tiempo, bajo del auto y abro el baúl. No preparé mi abrigo alrededor del brazo pero ya no necesito guantes, ya está todo hecho, hay que terminar pronto para irse. En el puerto vacío sólo se ven, a lo lejos, luces débiles y amarillas que iluminan un poco unos pocos barcos. Quizá el perro ya esté muerto, pienso que sería lo mejor, que la primera vez le tendría que haber pegado más fuerte y seguro ahora estaría muerto. Menos trabajo, menos tiempo con el Topo. Yo lo hubiera matado directamente, pero el Topo hace las cosas así. Son caprichos, traerlo medio muerto hasta el puerto no hace más valiente a nadie. Matarlo delante de todos esos otros perros era más difícil.

Cuando lo toco, cuando junto las patas para bajarlo del auto, abre los ojos y me mira. Lo suelto y cae contra el piso del baúl. Con la pata delantera raspa la alfombra manchada de sangre, trata de levantarse y la parte trasera del cuerpo le tiembla. Todavía respira y respira agitado. El Topo debe estar contando el tiempo. Vuelvo a levantarlo y algo le debe doler porque aúlla aunque ya no se mueve. Lo apoyo en el piso y lo arrastro para alejarlo del auto. Cuando vuelvo al baúl a buscar la pala el Topo se baja. Ahora está junto al perro, mirándolo. Me acerco con la pala, veo la espalda del Topo y detrás, en el piso, el perro. Si nadie se entera de que maté un perro nadie se entera de nada. El Topo no gira para decirme ahora. Levanto la pala. Ahora, pienso. Pero no la bajo. Ahora, dice el Topo. No la bajo ni sobre la espalda del Topo ni sobre el perro. Ahora, dice, y entonces la pala baja cortando el aire y golpea en la cabeza del perro que, en el suelo, aúlla, tiembla un momento, y después todo queda en silencio.

Enciendo el motor. Ahora el Topo va a decirme para quién voy a trabajar, cuál va a ser mi nombre, y por cuánta plata, que es lo que importa. Tomá Huergo y después doblá en Carlos Calvo, dice.

Hace rato que conduzco. El Topo dice: en la próxima frená sobre el lado derecho. Obedezco y por primera vez el Topo me mira. Bájese, dice. Me bajo y él se pasa al asiento del conductor. Me asomo por la ventanilla y le pregunto qué va a pasar ahora. Nada, dice: usted dudó. Enciende el motor y el Peugeot se aleja en silencio. Cuando miro a mi alrededor me doy cuenta de que me dejó en la plaza. En la misma plaza. Desde el centro, cerca de la fuente, un grupo de perros se incorpora, poco a poco, y me mira.