Aquel árbol, al atardecer, aleteo apresurado de un pájaro, el crujido de una rama, la luz sobre la yerba como una obsesión sagrada, la penumbra del cuarto, la ventana entreabierta, sobre la mesa un rayo del poniente como una mano de una niña inmóvil, nuestras voces y nuestros rumores como saliendo de un pozo profundo o de un gran ademán de la muerte.
Todo aquello respiraba en nosotros, todo aquello ponía su peso en nuestro corazón, su luminosa y quieta avalancha, su pesada gota de vida humedeciendo ciertas entradas del alma, ciertas cavidades donde el deseo y el recuerdo comparten sus talleres.
Todo aquello ponía por un momento su otra parte en nosotros; la blancura de tu cuerpo parecía un hermoso deshielo, un río atormentado por sus inclinaciones al mar, la luz del sol posada en lo que sentíamos al otro lado del beso; y todo aquello nos pertenecía de la misma manera que nos alejaba, de la misma manera que el tiempo introducía en nosotros aquello que éramos, mientras el atardecer se iba volviendo hermoso y antiguo como la nave mayor de un gran templo.
¿De quién son ahora estas palabras? ¿Qué movimiento realizan en la conclusión de mis actos? ¿Qué apariciones y qué ausencias las hacen posibles? ¿Quién las está escuchando? ¿Quién las dirá de nuevo?
He aquí la vocación de recordarlo, he aquí el instante en que es necesario que el sueño se saque de su interior sus vestiduras con un movimiento de prestidigitación; es necesaria esta invocación, este derrame de aguas y signos y transcripciones nocturnas: tus ojos eran más bellos que las grutas donde el mar es, al fin, la oscuridad de lo azul, tu cuerpo me convencía de esas aguas donde la profundidad desequilibra toda actitud de vida sin compartirla con el abismo, y las espumas de esas olas se detenían y se quedaban inmóviles en tu cintura y en tu cuello, en el temblor de tus senos, como esperando playas más allá de sí mismas, y esas espumas organizaban el mar en tu cuerpo y yo sentía la forma disuelta de tus cabellos sobre tus hombros, tus cabellos que parecían caer de entre las manos del poniente, y en tanta luz era la oscuridad la que guiaba mis pasos.
Imágenes, descubrimientos reservados a la pasión: entonces la volcadura, el cuerpo donde comienza la exploración del mundo, la invención de los mares donde el viaje sostiene los antiguos caminos de los hombres, aguas donde los navegantes abandonan la brújula y el portulano y la orientación, a partir de entonces, será confiada a lo que diga el viento.
Imágenes, meditaciones entre el hombre y su sueño; una tarde, el campo, los cerros esbozados por una luz última que casi los hacía de nuevo, el crepúsculo sobre las pequeñas casas, las mujeres sentadas a sus puertas, los niños jugando, los mezquites pasándose la brisa; lo recuerdo muy bien, lo establezco, lo invento dentro de mí, me cercioro de esas ausencias, me hundo en esas ausencias en el ritmo que el anochecer iba cediéndole al desierto.
Ahora lo busco en mi imaginación; la casa en el monte, el olor del polvo, el sabor un tanto amargo de aquellas yerbas que distraídamente mordíamos mientras hablábamos, la penumbra del cuarto, el rumor de tus pies descalzos por el piso de barro, los gritos de los niños allá afuera, la alta ventana por donde mirábamos desde la cama el vuelo de aquel pájaro donde la tarde donde la tarde cubría sus últimos tramos.
Dame ahora otros instrumentos para llamarte, la posesión de un lenguaje donde pueda escucharse el ruido de puertas y ventanas golpeadas por el viento que corre por estas imágenes, por estos sitios de representaciones equívocas. Dame ahora otras palabras para reconocerte, dame ahora otros signos para destruirte; que la imagen proceda a la deformación de aquella belleza para encontrar su propia belleza; la belleza irrescatable a la sombra imposible de nuestros actos (todavía contemplo –no sé si recuerdo- tu vestido negro caído en mitad del cuarto).
Todo es vano, por lo menos ahora en que tú, detenida al borde de otros acontecimientos, tal vez también vacilas ante el rápido vuelo, ante el breve aleteo de ciertas imágenes. Tardes de entonces, reflejos que se deslizaban por el descubrimiento de una presencia, por el canto de una libertad, que iluminaba sus centros de azar y exploración con juveniles umbrales.
Tardes de entonces. Enciendo estas palabras para iluminar los angostos pasillos de estas escasas descripciones, enciendo estas palabras para quemar las últimas hojas, las consecuencias de esta obstinada página en blanco.
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